Homilía en la Misa del lunes de la II semana de Pascua, el 12 de abril de 2021.
Qué fuerte es este Evangelio y cómo nos pone ante el verdadero significado o la profundidad del significado de celebrar la Resurrección de Jesucristo. Sin él, el pecado y la muerte han sido vencidos. Es el comienzo de una nueva Creación. Es un nuevo comienzo de todo. Yo sé que eso choca con nuestra -y cuando digo “nuestra”, me incluyo a mí mismo- concepción de la vida cristiana, que viene a ser como un suplemento de fuerza, de energía para vivir las cosas importantes, que es la vida cotidiana, nuestra vida, nuestros proyectos, nuestros planes, nuestras ideas acerca de las cosas, de las personas, de las relaciones humanas.
Y acogemos con gusto la Gracia de Dios, porque viene en muchos sentidos a reforzar nuestra manera de vivir y a darnos consuelo y energía extra que necesitamos, porque la vida es muy cansada y porque la vida tiene muchas fatigas y contratiempos, y luego porque nos da ciertamente la esperanza de la vida eterna. Pero aquí el Señor dice algo muy tremendo: que hay que nacer de nuevo. Es decir, que es una vida completamente nueva. Que ser cristiano es como un nuevo nacimiento. Eso, evidentemente, no está en nuestras manos. Eso es fruto del Espíritu que, como dice el Señor, “el que ha nacido del Espíritu y del agua”, es decir, del don del Espíritu que se realiza en el Bautismo, pero que se hace consciente luego en la vida mediante los signos que podemos percibir en ella, de cómo la vida de la Iglesia fecunda la vida humana y la hace nueva y grande, y hermosa… pues, uno comprende que sí, que es posible nacer de nuevo. Que no sólo es posible, sino que es necesario nacer de nuevo.
Es necesario tener una mirada nueva, un corazón nuevo, unos sentimientos nuevos, conformados a los de Cristo Jesús, una alegría nueva de cuál es el significado de qué es lo que es importante en la vida y qué es lo que realmente la hace rica, y no como un premio para nuestras buenas obras después de la muerte, sino ya en el momento presente, que es lo que la llena, porque Cristo está en nosotros, está en la realidad misma. Es la realidad misma la que ha sido transformada por la Resurrección de Jesucristo, por el triunfo de Cristo. Es todo una nueva Creación. Como decía San Pablo, “ya no hay judío, ni gentil, no hay griego, ni bárbaro, no hay esclavo, ni libre, no hay hombre, ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús”. Esa es la nueva Creación.
En la oración de la Misa yo sé que no basta. Uno lo dice y, media hora después, las cosas nos absorben de tal manera que Dios vuelve a ser un elemento, no digo marginal, pero no el centro de nuestra vida. En la oración de la Misa de hoy, hemos pedido ser imagen de aquel que es nuestro nuevo Padre. Cuando se habla de nuestro Padre Jesús, en un sentido es muy verdadero, porque Jesús, con el don de su vida y con el don de su Espíritu, nos ha engendrado a una vida nueva. En ese sentido, es perfectamente legítimo hablar de nuestro Padre Jesús, que comparaba con nuestro padre terrenal, que no se refiere a nuestro padre o al padre de ninguno de nosotros; se refiere a nuestro padre Adán. A que nos conformemos a la imagen de Cristo. Pero ser Cristo es algo que no está en nuestra mano. Es un don del Espíritu. Si ni siquiera podemos decir “Jesús es el Señor” sin el don del Espíritu Santo, cuánto menos no sólo tomar conciencia, sino ser verdaderamente presencia de Cristo en medio del mundo, en medio del mundo que cada uno nos toca vivir, que luego es un trocito de mundo muy pequeño, normalmente. Pero ser ahí verdaderamente la presencia, la ternura, las manos, la voz, la mirada, los sentimientos, el corazón mismo de Jesús.
Que el Señor nos conceda ese don. Él viene a nosotros en la Eucaristía. Se lo pedimos. Se lo pedimos humildemente, con la certeza de que es una oración que, cuando la hacemos con sinceridad, el Señor escucha siempre.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
12 de abril de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral