Mons. Gil Tamayo: “Trabajemos por la vida eterna, pensemos en el Cielo”

Homilía de D. José María Gil Tamayo en la Eucaristía en el 40 aniversario de la visita de san Juan Pablo II a Granada, y en concreto a la Basílica de la Virgen de las Angustias, el 5 de noviembre de 2022.

Querido D. Blas;
queridos hermanos sacerdotes concelebrantes;
queridos miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de las Angustias;
queridos hermanos y hermanas:

La Palabra de Dios viene iluminar nuestra vida en este domingo, en este mes de noviembre, casi ya enfilando el final del año litúrgico del año cristiano, que termina, como sabéis, con la fiesta de Cristo, Rey del Universo.

Nos trae la Palabra de Dios esas realidades últimas con las que hemos de ver el final de nuestra historia personal; el final de nuestra vida y el final del mundo. Una de las señales de la pérdida del sentido trascendente, religioso, de la vida, del secularismo, es, ciertamente, el olvido de Dios. Dios se deja, en todo caso, para cuanto nos van las cosas mal, como si fuese sólo para utilizarlo “en caso de urgencia”. Pero Dios desaparece de nuestro vocabulario. Le decimos a alguien “quede usted con Dios” y nos mira extrañado, o “vaya usted con Dios”, “quede con Dios”, “Dios os guarde”, y no te digo “Dios os lo pague”. Nos miran como si fuésemos de otro siglo.

Entonces, al ir quitando a Dios de nuestro lenguaje, de nuestras conversaciones, la oración sólo queda para casos de necesidad, cuando tenemos que pedir algo. Al perderse en las familias la referencia, incluso las señales religiosas, hay gente a la que le molesta -no ocurre en nuestra Granada- incluso las señales cristianas en las calles. Se va quitando a Dios de en medio. Pero, con Dios se quita también el sentido trascendente de la vida. Se vive de tejas para abajo: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Y ahora estamos en este mes que la Iglesia predica a los difuntos. Y tenía que ser un tiempo, no simplemente del recuerdo de quienes nos han dejado, de quienes hemos estado unidos por los lazos de la sangre, la amistad o la estima y que echamos de menos, sino que tiene que ser también un tiempo de pensar en la vida eterna. No, no. De la muerte no se oye ni hablar y, para colmo, importamos costumbres paganas (el Halloween), y espectacularizamos la vida como si la muerte fuese sólo una cosa de película o de los telediarios. Pero la muerte real, la muerte de seres queridos que contemplamos y, sobre todo, la que nos llega más al corazón, la muerte de las personas inocentes, la muerte de las personas cercanas; la muerte de las personas jóvenes o que, cuando ocurre una tragedia, nos hace pensar el sentido de la vida. Pero, qué pocas veces lo hacemos.

Hoy, la Palabra de Dios nos presenta, en este casi final del año cristiano, los textos del discurso escatológico de Cristo. Nos habla de la resurrección. No se puede entender el cristianismo sin la resurrección. Los cristianos no creemos en la reencarnación. Cuando no hay fe en el más allá, cuando no hay fe en la vida eterna… esa parte del Credo la hemos cortado: “Creo en la vida eterna”. Vamos a confesar que creemos en la resurrección de la carne y la vida eterna. Cuando eso ya no forma parte de nuestra vida, sino vivimos, primero como si Dios no existiese muchas veces, y lógicamente eso afecta nuestro comportamiento, a nuestro sentido de la vida, a nuestra manera de vivir, pero vivimos como si la muerte fuese el final y, entonces, ¿a qué recurrimos para mantener, no la esperanza, pero sí estar entretenidos y estar de fiesta permanentemente para no pensar? Esto es lo que ocurre en mucha gente. Cuando viene un golpazo, cuando viene la muerte, cuando esa realidad se nos pone como incomprensible siempre, como dolorosa también siempre, nos hace pensar. Y el Señor quiere que pensemos en el más allá, porque, como dice la liturgia, “la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma, y al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el Cielo. Y Cristo Resucitado. Los cristianos no seguimos a un muerto ilustre con un bonito mensaje, pero que se nos pierde en la noche de los tiempos. Seguimos a alguien que está vivo y que es el primogénito de entre los muertos: el que ha resucitado y el que también nos invita y nos hará resucitar con Él. Cuando Marta, la hermana de Lázaro, riñe a Jesús, a su amigo Jesús porque no ha estado en el momento de la muerte de Lázaro, Jesús dice: “Tu hermano resucitará”, y Marta dice: “Ya sé que resucitará en el último día”. Tenía esa fe en la resurrección como buena creyente judía, pero Jesús le dice: “Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”; y ella contesta: “Yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”. Pues, precisamente, nuestra fe en Cristo lleva consigo la fe en la resurrección: de que la vida no termina con la muerte. Y esto no es un engañabobos o un contentarnos ante el sufrimiento. Esta es la realidad de ser cristiano, que ya se anticipa. Por eso en la Eucaristía, ya estamos masticando la resurrección. “El que come mi carne y bebe mi sangre -dice Jesús- tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día”.

Queridos hermanos, el vivir la fe en la resurrección nos lleva a plantearnos la vida, a decir y a pensar en qué la estamos dedicando. Si estamos dedicándolo en esos valores por los que merece la pena ser vivida. El ser humano no sólo busca medios de vida con los que sobrevivir en la existencia, no sólo comer y reproducirse para sobrevivir. El ser humano busca también las razones por las que vivir. ¿Merece la pena la entrega, el sacrificio por los hijos, tantos esfuerzos? Claro que merece la pena. Pero cuando hay esa fe en la resurrección, cuando nos estamos desviviendo por esos valores, por amor… En definitiva, como nos dice nuestro san Juan de la Cruz, “seremos examinados al final de la vida. Seremos examinados de este amor”. “Venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado para vosotros”, dice Jesús. “Porque tuve hambre y me disteis de comer. Tuve sed y me disteis de beber. Fui peregrino y me acogisteis. Estuve enfermo y en la cárcel, y me visitasteis. Cuando lo hicisteis con uno de estos, mis humildes hermanos…” .

Luego, queridos hermanos, trabajemos por la vida eterna, pensemos en el Cielo. Eso nos da esperanza, como estos hermanos macabeos que nos han presentado hoy la Palabra de Dios. Ya en la Biblia aparece muy claramente la fe en la resurrección. No tienen miedo a la muerte, porque saben que no es el final, porque saben que Dios les resucitará. Cuando una persona tiene fe, cuando un enfermo, cuando un moribundo tiene esta fe -y lo hemos visto en tanta gente buena que conocemos, esas personas que en medio de una enfermedad incurable tienen la esperanza, aunque les duela la muerte, aunque les atraviese el alma el dolor de la separación de sus seres queridos-, cuando hay fe en la resurrección, la vida se vuelve de otra manera. Por eso Jesús deshace este entuerto que presenta esta prueba de los saduceos que no creían la resurrección. Jesús les habla muy claramente y les dice que están confundidos, que en la resurrección vamos a resucitar también con nuestros cuerpos, que la resurrección al final de los tiempos y la vida eterna al final de nuestra historia personal, por la que seremos juzgados, y el Señor en Su misericordia nos acogerá, nos abrazará y nos examinará de amor… Pero tenemos que preparar ese examen. Tenemos que preparar ese final de nuestra vida respondiendo. Porque Jesús dice: “No todo el que dice ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, ese entrará”. Nos viene a decir que no podemos ser cristianos sólo de nombre, no podemos ser cristianos de esa “cofradía” de creyentes, pero no practicantes. No. Tenemos que ser cristianos de cuerpo entero. Cristianos débiles, eso sí, con nuestros defectos, como los tenían los propios apóstoles; con nuestros defectos, pero sabiendo que el Señor nos perdona. Cuando acudimos al Sacramento de la Penitencia, pero vamos caminando, vamos luchando y esforzándonos por seguir a Jesús para un día recibir el abrazo de Dios, la resurrección al final de los tiempos, esto es lo que nos da esperanza. Esto, en medio de las dificultades, nos hace crecernos y nos hace vivir la vida con esa mirada de la fe, que es la mirada de Dios, y descubriendo otro sentido que el de simplemente tener cosas que se acaban y se quedan aquí. El Papa dice muy graciosamente que no ha visto nunca, en un cortejo fúnebre al cementerio, un camión de la mudanza.

Lo que tenemos que saber es la cuenta de Dios y pensar en la resurrección. Pensar en la vida eterna, no vivir sólo de tejas para abajo: “Comamos y bebamos, que mañana moriremos”. Apaga y vámonos. El hombre no es un ser para la muerte. El Señor nos ha dicho: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre -nos dice el apóstol San Juan- para llamarnos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es”. Dios es la felicidad plena. Cuando hay ese sentido de Dios en la vida de una persona, en la vida de una familia, de manera distinta se vive el trance y el dolor de la pérdida de un ser querido. Cuando hay ese sentido de la fe, de qué otra manera se vive en sociedad, se hace el trabajo, se vive la educación de los hijos, porque se vive con la virtud de la esperanza cristiana.

Luego, apostemos, metamos más la vida eterna, que no es para olvidarnos de las tareas que tenemos aquí abajo, no es pensar sólo en el Cielo; es labrar el Cielo dejando por la tierra el paso de un hijo y una hija de Dios, que se esfuerza por hacer un mundo mejor y porque Jesús nos va a examinar de amor, y el amor hemos de hacerlo con los otros.

A esto nos invita la Palabra de Dios, en este domingo en que celebramos también el Día de la Iglesia diocesana. No nos salvamos solos. Nos salvamos en comunidad. Y Cristo ha puesto su Iglesia, esa Iglesia sobre estos apóstoles que, como veis, están aquí representados en las columnas, porque son las columnas de la Iglesia y el templo representa la Iglesia. Nosotros somos el templo de Dios y es en esta Iglesia particular de Granada, esta Iglesia con su historia, con sus costumbres, con sus tradiciones, en esta Iglesia que tuvimos el gran don de la visita del Papa Juan Pablo II hace cuarenta años y que se puso a los pies de nuestra patrona, de nuestra Virgen querida de las Angustias, seguro que pediría por todos los granadinos hace cuarenta años. Muchos de vosotros quizá fuisteis testigos de esa presencia del sucesor de Pedro. Y esa Iglesia se hace presente, en la Diócesis de Granada, presidida por su arzobispo y por este pobre obispo que el Papa os manda para continuar la sucesión apostólica en esta Iglesia; por los sacerdotes, por tantos y tantos religiosos y religiosas, y por tantos laicos que colaboran. La Iglesia no es un club. La Iglesia no es un asunto humano. No se puede decir “yo creo en Cristo y no creo en la Iglesia”. Dentro de un momento vamos a confesar nuestra fe en la Iglesia. “Creo en la Iglesia que es una, santa, católica y apostólica”, a pesar de los pesares -diría yo- de los vuestros y los míos, de nuestra debilidad, pero a estos apóstoles los escogió el Señor y no hizo una selección de personal. No fueron ayer con el currículum a ver quién era mejor. Eligió a unos pobres pescadores que se pelean entre sí, que muestran sus defectos, pero son los apóstoles que Jesús escogió y a los que cambió y que cambiaron el mundo. Nosotros también podemos hacerlo.

Gracias por tanto a tantas personas que ayudan a la Iglesia. Y el cariño también pasa por el bolsillo. La tenemos que sostener. Hay un quinto mandamiento que lo olvidamos: ayudar a la Iglesia en sus necesidades.

Demos gracias a Dios hoy por el Papa san Juan Pablo II, que rezó por nosotros aquí a los pies de la Virgen Santísima, que también interceda por nosotros en este momento de la historia tan complicado. Por la Iglesia, por el mundo, por la paz. Que él interceda, para que seamos cristianos de verdad; cristianos abiertos a esa esperanza en la vida eterna y llevamos esa esperanza a nuestro mundo, que tan necesitado está de ella.

Que la Virgen, que el pueblo cristiano la invoca diciendo “vida, dulzura y esperanza nuestra”, que la Virgen Santísima de las Angustias, que ya refleja en su rostro el dolor del profeta, pero refleja también la esperanza de que ese Hijo, entre sus brazos, está transido de Resurrección; que Ella también, como decimos, nos haga “dignos de alcanzar las promesas de nuestro Señor Jesucristo”. Así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo coadjutor de Granada

Basílica parroquial de Nuestra Señora de las Angustias
5 de noviembre de 2022

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