Homilía en el Basílica de Nuestra Señora de las Angustias, en el día de la procesión de la Patrona por las calles de Granada.
Queridísima Iglesia de Dios, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo, reunida aquí -hoy más que reunida, casi enlatada aquí, porque no cabe un alma más en esta Basílica de Nuestra Señora de las Angustias, para celebrar el día de su fiesta, que, como me decía alguien, justo en el momento que me bajaba del coche para venir: ‘verá el día de la Virgen hace como la Virgen quiere’; y luego, D. Francisco (nota: el párroco de la Basílica) me recordaba en la Sacristía que a lo mejor la Virgen ha considerado más importante que los campos se regasen y que los olivareros puedan recoger este año una cosecha decente de aceitunas que la procesión. Veremos a ver: lo que Ella quiera.
Venimos aquí a honrarLa y a recordar en su Imagen el momento central de la Historia para quienes hemos conocido al Dios verdadero que se ha revelado en su Hijo Jesucristo. ¿Por qué es el momento central de la Historia? Pues, porque es el supremo abrazo de Dios con nuestra pobre, con nuestra miserable, con nuestra mezquina, con nuestra pequeña, con nuestra dolorida humanidad. Ese abrazo ha guiado la Historia, la Historia de Salvación desde Abraham a lo largo de toda la Historia de la Alianza de Dios con Abraham, con Moisés, con su pueblo. Pero se ha hecho una sola cosa, se ha hecho un abrazo nupcial, se ha hecho un abrazo esponsal en la encarnación del Hijo de Dios. Y luego ese abrazo ha tenido que sufrir la prueba del desamor, la prueba de la ingratitud, la prueba del influjo de los poderes del mundo sobre la gente y vivir la soledad de cómo quienes habían comido en la multiplicación de los panes abandonaron a Jesús en el momento de la prueba, o quienes habían cantado los «hosannas» el día del Domingo de Ramos, gritaban luego «¡Crucifícale!» (…).
Hay una frase que yo he oído decir a una médico en una ocasión que se dedica a cosas de matrimonio, de familia y que me impresiona mucho cuando la pienso a la luz de la Encarnación y de la Pasión. Dice: «En las dificultades de la familia, en las dificultades de los matrimonios, gana siempre quien abraza más fuerte». El abrazo que el Señor ha hecho a nuestra humanidad al hacerse hijo de la Virgen ha alcanzado todo su poder, y Dios se ha revelado en todo su poder justamente en la impotencia de la cruz. Y no hay frase más sobrecogedora en la historia humana que esa frase del Hijo de Dios: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». En ese mismo momento, Jesús estaba abrazando nuestras torpezas, abrazando hasta el fondo la miseria de la humanidad y diciendo -así termina el «Cantar de los Cantares», que es un canto del amor de Dios y su Esposa, el amor de Dios y su pueblo- ‘el amor es fuerte como la muerte’. No. El amor revelado en Cristo, el amor de Dios es más fuerte que la muerte, infinitamente más fuerte que la muerte, infinitamente más fuerte que todos los pecados de toda la humanidad, que todos los horrores que vemos reflejados en las películas de la II Guerra Mundial o en los telediarios de cada día. O en los reality shows, que son siempre las mismas miserias: la instrumentación de lo humano, las mentiras, la violencia institucionalizada… las heridas de nuestra humanidad, que parecen que podrían llevarnos a perder la esperanza. Si tuviéramos que depositar esa esperanza o cimentarla sobre nuestras capacidades y sobre nuestras fuerzas, desde luego tendríamos todos los motivos del mundo para perderla.
Pero conocemos ese amor. Ése es el amor que vemos reflejado en la preciosa Imagen en la que Jesús se ha dado a Sí mismo hasta la muerte, hasta el final, y la humanidad -como acabamos de escuchar en el Evangelio- representada en la figura de María, lo acoge como hijo y es entregada al mismo tiempo; la Virgen es entregada como madre para nosotros…, como madre para nosotros para interceder por nosotros como mediadora de la Gracia, como mediadora de la Salvación. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Basílica Nuestra Señora de las Angustias
28 de septiembre de 2014