“Madre Nuestra, intercede por nosotros”

Homilía en la Eucaristía en el III día de la Novena en honor a la Virgen de las Angustias, el 19 de septiembre de 2020, en la Basílica.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;

querida familia:

A mí siempre me ha parecido esta parábola del Evangelio que acabamos de escuchar como un signo un poco del buen humor de Jesús. No es el único signo que hay en el Evangelio, hay unos cuantos. La parábola va dirigida de manera muy parecida a la del hijo pródigo. Pues, contra aquellos que reclamaban justamente unas relaciones con Dios basadas en la idea que tenemos los seres humanos de la justicia (que siempre es “yo te doy tanto y tú me tienes que dar tanto”), Dios rompe esos esquemas. No los rompe por debajo, sino que los rompe por arriba.

Quiero haceros llamar la atención sobre lo que hemos pedido en la oración de la Misa de hoy. Si un capitán del ejército da unas órdenes a sus soldados, supone que las cumplen; y si no las cumplen, les castigan. Si un Estado o una administración pública da unas leyes, se supone que la gente tiene que cumplirlas y aquel que no las cumple sufre las consecuencias de no haberlas cumplido. Es justo y eso implica una concepción determinada de la justicia. Pero Dios no es así. Os voy a poner un ejemplo que es evidente. ¿Cuál es el primer mandamiento de la Ley de Dios? “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu ser”. ¿Y el segundo, ese que dice el Señor que quien cumple eso ha cumplido toda la Ley? “Amarás a tu hermano como a ti mismo”, a tu prójimo. ¿Vosotros creéis que nosotros podemos obedecer esa orden? A lo mejor, pensamos que sí, pero si pensamos que sí es que estamos muy equivocados, porque pone nuestras relaciones con Dios en ese mismo terreno que las relaciones entre los hombres, un “yo te doy tanto y ahora te pido tanto”. Esas son las reglas del juego y el balance a final de mes tiene que estar equilibrado. En un matrimonio, entre compañeros o entre amigos, igual. Y si alguien pensamos que no corresponde, pensamos que no tenemos obligaciones con él. Lo malo es que nos imaginamos a Dios así.

Os voy a volver a repetir la oración de la Misa de hoy: “Tú has puesto la plenitud de la ley divina, de la ley de Dios, de lo que nos mandas cumplir, en el amor a Ti y al prójimo. Concédenos cumplir Tus mandamientos”. Es decir, Te pedimos que nos des la gracia de cumplir Tus mandamientos. Pero, tan acostumbrados estamos a imaginarnos nuestra relación con Dios como son las relaciones entre los hombres, o las concepciones y las categorías que rigen esas relaciones, que, efectivamente, empequeñecemos muchísimo a Dios.

Y lo que Dios nos pide, fijaros, es aquello para lo que estamos hechos: estamos hechos para el amor. Somos imagen y semejanza de Dios y, por lo tanto, estamos hechos para el amor y, además, para un amor infinito. Y sin embargo, no somos capaces más que si Tú nos das tu Espíritu Santo; si Tú nos das tu Gracia; si eres Tú quien amas en nosotros y, por así decir, nos introduces en Tu vida divina. Si no, nosotros concebimos nuestras relaciones contigo como los fariseos. Ya me lo habéis oído decir más de una vez, pero el Papa ha subrayado varias veces que una de las tentaciones de los cristianos de nuestro tiempo es ésa: estamos tan influidos por el ambiente de la cultura en la que vivimos que uno se hace a sí mismo, que uno tiene capacidad para hacer la felicidad y el progreso humano, que pensamos que la vida cristiana es así, y Le pedimos ayuda a Dios simplemente para que nos proteja, nos sostenga o para que, un poco como el fariseo, nos premie el esfuerzo que hacemos. Dios mío, no podemos cumplir Tus mandamientos sin Ti, Señor. En eso son diferentes Tus mandamientos. Y es que Tu mandamiento es justamente vivir de una manera que no podemos vivir sin Ti. Sólo Tú eres capaz de amarnos y mostrarnos Tu amor en la vida, de tal manera que salga de mi corazón. Además, es curioso que sea un mandamiento de amar. Las leyes de este mundo te mandan hacer cosas y normalmente cosas que está en tu mano hacer, que está en tus capacidades. Pero el amor tiene que ser libre. O sea, yo no puedo amar a Dios a la fuerza, ni puedo amar a mi hermano a la fuerza. El amor tiene que nacer del corazón.

¿Cómo es posible, Señor, que yo Te pueda amar a Ti con todas mis fuerzas? Sólo si Tú te manifiestas a mí, Te me regalas y yo percibo que Tú eres el don más precioso, lo más querido. Eres lo más querido, porque sin Ti no sería nada, realmente. Tú me has creado. Tú me has dado todo lo que tengo. Tú nos has hecho ser lo que somos y Tú nos has revelado y dado en tu Hijo y en el amor de tu Hijo el signo, y más que el signo: nos has dado tu propia vida, realmente, para que participemos de ella y para poder ser hijos tuyos y vivir como hijos tuyos. Que nos concedas, puesto que nos has mandado amarTe, tanta gracia que nos surja ese amor de nuestro corazón. Que tu gracia cumpla tu designio en nosotros, como lo has cumplido, a la manera como lo has cumplido en nuestra Madre María.

Yo venía comentando con algunas personas que el amor de Dios es infinito. Alguna vez he hecho alusión a esto, pero quiero insistir. Justo porque el amor de Dios es infinito, cada uno de nosotros podemos coger de ese amor toda la cantidad que queramos y no disminuirá. Y al revés. Mi hermano, que tiene otras cualidades distintas a las mías, esta persona del grupo, de la parroquia, de la comunidad, compañero de trabajo o este familiar mío, puede coger todo el que quiera. Es curioso que dice el Señor en el Evangelio: “¿Vas a tener envidia porque yo sea bueno?”. Si el amor de Dios es infinito, si todos podemos coger… La envidia… fijaros, creo que es el pecado del que menos nos acusamos los seres humanos, quizás porque nos parece que decir que uno tiene envidia es reconocer una mezquindad especial; nos acusamos de muchas otras cosas, pero de tener envidia no, y sin embargo yo estoy convencido de que una de nuestras pasiones más cotidianas es justamente la envidia, “porque si este tiene, pero bueno, pero qué se creerá que es”. Dentro de las familias, entre hermanos, en los mismos matrimonios.

La inmensidad del Dios que es Amor hace absurda la envidia. Si a mí no me hace falta nada. Si yo tengo todo lo que necesito. Si conTigo, Señor, tengo todo. Si me has entregado Tu vida. Me has entregado a Tu Madre, para que yo pueda vivir la mía, acompañado por Ti, por Tu poder salvador, por Tu gracia, por Tu amor infinito. Yo no necesito nada. San Pablo lo decía una vez de una manera infinita: “Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios”. Quien ha encontrado al Señor, somos todos inmensamente ricos. Porque si tenemos al Señor, lo tenemos todo. Todas las cosas son nuestras y podemos ser pobres, verdaderamente pobres, y muy pobres, y sin embargo somos ricos, con una riqueza que nadie nos puede arrancar, que es la riqueza de tenerte a Ti, Señor, Tu Compañía, Tu Presencia, Tu Misericordia, Tu Perdón. Todas las veces que sea necesario y nos volvamos a Ti. Tu amor, tu amor sin límites.

Yo no he hablado en estos días apenas de lo que hemos estado viviendo en este año, que es una situación verdaderamente sin precedentes, única. No se había dado. Yo creo que nunca se había dado en el mundo. Epidemias las ha habido siempre en la historia, pero las había en una zona, las había en una región, las había en un país. Que podamos seguir a tiempo real casi una epidemia que abarca el mundo entero, no se había producido nunca, y eso también significa que nos afecta de una manera. Porque no es lo mismo vivir una epidemia en tu región, en tu comarca, a estar viendo por la televisión cómo se vive eso en los miles de millones de personas que formamos la humanidad.

Algunas cosas, en esta Novena, quisiera yo subrayar que es necesario que aprendamos en esta pandemia y sólo tienen sentido plenamente si se apoyan en el amor infinito de Dios y en la intercesión de nuestra Madre. La primera de ellas. Eso, que somos ricos. Que no tenemos que vivir asustados. Un hijo de Dios no vive asustado. Dios mío, tenemos que tener la prudencia que se nos pide que tengamos. Tenemos que ser responsables y serios con nuestras vidas y con nuestras relaciones con los demás, evidentemente, claro que sí. El Papa lo decía en una ocasión muy explícitamente: “Hay dos epidemias. Una es la epidemia del Covid-19 y la otra es la epidemia del miedo”. Los hijos de Dios, que conocemos el amor infinito de Dios, que nos apoyamos en ese amor, que esa es la roca sobre la que hemos construido nuestra casa y nuestra vida, no vivimos asustados, ¡claro que no! Y si el Señor nos llama -decía San Pablo hoy-, “morir es con mucho lo mejor”, porque me voy a estar con el Señor. ¿Por qué? ¿Por mis méritos? ¡No! Ya estamos midiendo al Señor como si fuéramos nosotros, como si fuera tan pequeño como nosotros. No. Por Tu misericordia infinita, pero yo sé que voy a vivir con el Señor. Espero. No dejarnos vencer por la epidemia del miedo.

Luego, un par de cosillas más que nos da la pandemia ocasión de aprender. Nos habíamos creído, nos han enseñado, nos han educado, sobre todo los medios de comunicación, en la idea de que el progreso es una cosa que va siempre para adelante, que la economía siempre va a mejor. Que siempre se puede desarrollar, que siempre puede ir mejor, que siempre podemos vivir con más bienes, en un estado de mayor bienestar. Eso es una gran mentira, eso es un mito. Todas las culturas han tenido momentos de desarrollo y momentos de decadencia, y es posible que hayamos pasado de tal manera los límites de lo que estaba en nuestras manos hacer en el mundo, que ahora se nos exija y se nos pida un poco el decrecer. Yo sé que los políticos de muchas generaciones han estado diciendo siempre que el crecimiento económico resuelve todos los problemas, y que siempre la salida es como un paso hacia delante en el crecer. Que no, que ahora sabemos que no. Que tenemos que aprender a vivir a lo mejor de una manera más sencilla, más humilde, conformándonos con lo que es necesario. Que no tenemos por qué comer las frutas que se producen en Sudáfrica o en Indochina o en América Central. Que podemos conformarnos con comer las frutas que se producen en nuestras comarcas. Y al mismo tiempo, estamos alimentando a nuestros vecinos. Porque eso de poder comer uvas en el invierno, porque vienen de Costa Rica o del Perú, como si todo el mundo fuera nuestro en este sentido, como fruto de un desarrollo económico, eso nos hace vivir en un mundo irreal. Y el virus ha sido una bofetada de realidad que nos dice que nuestras vidas tienen límites. Y es mejor aprender a vivir con esos límites. Tenemos más alegría cuando sabemos vivir con poco, cuando nos conformamos con lo que el Señor nos da a nuestro alrededor, que no cuando nos sentimos dueños del mundo y capaces de dominar el mundo, el futuro, nuestra salud, la historia entera. Todo bajo nuestro control, todo bajo nuestro poder. Mentira. Es un mito.

Y el otro mito es que somos individuos. El individuo no existe. El individuo es un ser tan fantástico como los centauros o como esas figuras de la mitología griega. Somos personas. El uso occidental de la palabra persona se deriva de la consideración de la Trinidad, siempre comunión. La persona es fruto de una relación. Para empezar, somos hijos de una relación, deseablemente de una relación de amor que nos ha querido llamar a la vida. En todo caso, de una relación de amor: del amor de Dios. Pero también del amor de nuestros padres. El ser humano concebido como individuo, concebido como cápsula, concebido como mónada, concebido como algo aislado. Y el miedo, y esto tiende a aislarnos más, y favorece todo lo que nos aísla, y la sociedad, y la cultura de nuestra sociedad, que se ha endiosado, que ha tratado de endiosar a la humanidad y nunca hemos sido menos capaces de dirigir realmente nuestra historia, de ser dueños verdaderamente de nuestra historia. Si no sabemos ni ser útiles a nosotros mismos. Imaginad que faltase de repente la electricidad en nuestra ciudad. ¿Cuántos de los que estamos aquí sabríamos hacer pan para comer? Muy poquitos. ¿Cuántos sabríamos fabricar nuestros vestidos o hacernos unos vestidos? Tampoco. No sabemos ni vestirnos ni comer. Todo está delegado en empresas.

Dios mío, perdonadme, insinúo cosas que os pueden chocar, pero no somos individuos. Somos personas. No es bueno que el hombre esté solo. Hemos nacido para ser hermanos unos de otros, para compartir unos con otros, para ayudarnos unos a otros, para tender la mano a todos aquellos… En eso a lo mejor las mascarillas nos ayudan. Porque es verdad que, de momento, no vemos más que los ojos, casi a veces no sabemos reconocer a las personas; si nos conocen, si no nos conocen, pero también sentimos más necesidad de darnos la mano, de darnos un abrazo, de hacer una caricia, de cosas muy básicas que son humanas.

Yo sé que nos damos la paz como nos la tenemos que dar: deseándonos la paz. Pero yo pienso en una de las epístolas de San Pablo, cuando San Pablo dice al final de una de ellas: “Saludaos unos a otros con el beso de la paz”. La forma de darse la paz, los primeros cristianos, era dándose un beso. “Saludaos unos a otros con el beso de la paz”.

Dios mío, estamos hechos para la comunidad, estamos hechos para la comunión. No nos dejemos que la pandemia, que las dificultades tan tremendas de este tiempo, que el dolor tan agudo que viven las personas que han tenido una muerte cerca, o que la han visto muy de cerca, y quizás todos la hemos podido ver muy de cerca por los mismos medios de comunicación, que eso nos aísle, que nos haga sentirnos más solos, más alejados de los demás, más solos con nuestros pensamientos.

Hoy yo saludaba a una farmacéutica de Granada, en su farmacia (pasaba por allí). “¿Cómo estás?”. Y me decía: “Don Javier, que la pandemia ha hecho que a mucha gente ‘se le vaya la olla’”. Perdonadme que lo diga con la familiaridad con que ella me lo decía. Que no se nos tiene que ‘ir la olla’; que nos seguimos necesitando; que nos necesitamos más; que tenemos que ser hermanos todos de todos; que somos hijos del mismo Padre; que Dios es nuestro Padre; que Cristo ha entregado Su vida por nosotros, para que nosotros podamos vivir como hijos de Dios. Y que nos ha confiado a Su madre para que nos acompañe y nos proteja.

Lo que Le hemos pedido al Señor en la oración de hoy se lo podemos pedir a la Virgen de las Angustias, claro que sí. Por Tu intercesión, Señora, Madre; Madre nuestra, Madre de todos, de los que están más solos, de los que se sienten más pobres, de todos. Porque todos somos igual de pobres en Tu Presencia.

Tú, que has puesto la plenitud de nuestra vida en un amor a Ti y a nuestros hermanos, concédenos vivir ese amor, para que alcancemos la herencia que nos prometes. Intercede por nosotros, para que vivamos en ese amor, hoy, y todos los días de nuestra vida.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

20 de septiembre 2020

III día de Novena en honor a la Virgen de las Angustias
Basílica de Nuestra Señora de las Angustias

Escuchar homilía

Contenido relacionado

Enlaces de interés