Homilía en la Santa Misa el jueves de la VI semana de Pascua, el 21 de mayo de 2020.
Muy queridos hermanos y hermanas (los que estáis aquí presentes y los que nos podemos seguir uniendo gracias a la televisión, en distintas partes de España y del mundo):
De la homilía de ayer he traído unas pocas copias, pero como hemos duplicado hoy el número de las personas que estamos, me temo que no llegará a todos. Yo he traído treinta y cinco, nada más.
Acerca de las Lecturas de hoy hay dos cosas que me parecen útiles, que pudieran seros, para la contemplación y la meditación de la Palabra de Dios.
Una, en el Evangelio, esa pregunta de Jesús repetida tres veces -porque primero lo dice Jesús, después, muy en el estilo de San Juan, que repite ciertas cosas para que se graben, la repiten los discípulos y luego Jesús dice “Vosotros os veo que estáis discutiendo sobre eso que he dicho”, y lo vuelve a repetir-; Jesús está anunciando sencillamente su Pasión. Anunciando, y que eso va a ser un motivo de tristeza grande para los discípulos. Ya al principio de su ministerio terrero, Jesús, cuando le preguntaron si por qué los discípulos de los fariseos y los discípulos de Juan ayunaban y los suyos no, ya hizo un anuncio de la Pasión indirecto ahí, donde Él decía “¿es que los amigos del novio, del esposo, puede, el día de las bodas, ayunar cuando está con ellos el esposo?”. No, ese día no se ayuna. “Ya les quitarán al Esposo y, entonces, ayunarán”, dice Jesús.
Y aquí viene a decir lo mismo: “¿Vais a estar tristes? Pero el mundo se alegrará”. ¿Por qué se alegra el mundo? Porque piensa que ha destruido -siempre piensa el mundo que ha destruido- a Jesucristo y que ha destruido a la Iglesia. Lo pensaron los fariseos, Pilatos se quitó un problema de encima, lo pensaron… y “dentro de otro poco me volveréis a ver”. Fue de otra manera, evidentemente. En los días que duraron las apariciones hasta la Ascensión del Señor. Pero Jesús sigue en su Iglesia, y siguió con Pablo y con Silas, y ha seguido hasta hoy. Nosotros tenemos la certeza de eso: de que el Señor acompaña a Su Iglesia. Cuántas veces, igual que el mundo se alegró porque había sido quitado de en medio el obstáculo de este hombre que anunciaba que se habían cumplido las profecías y las esperanzas de las naciones, y que había llegado a los hombres el Reino de Dios, y parecía muy inofensivo eso, pero se ve que era visto como muy peligroso porque ponía todas las demás cosas, empezando desde el matrimonio y la familia, hasta las instituciones económicas, o hasta las instituciones religiosas las ponía el Señor, en su sitio. Por ejemplo, con la samaritana. “¿Dónde hay que adorar?”. Se peleaban unos con otros: “Aquí, en Jerusalén”. “Llega la hora, mujer, en la que ni aquí ni en Jerusalén. Los hombres, los verdaderos adoradores, adorarán en Espíritu y en verdad”.
Y todas esas palabras adquieren vida: “Dentro de un poco ya no me veréis”. Los tres días que duró la Pasión. “Y dentro de otro poco me volveréis a ver”. ¿Pero dónde se ve a Jesús hoy? En Su Cuerpo, que ha ocupado, porque está vivificado por el Espíritu, porque hemos recibido el Espíritu de Dios, porque vivimos del Espíritu de Dios, hemos recibido ese don tremendo que es la vida divina que nos hace hijos de Dios, como al Hijo, sólo que a nosotros, por gracia y por adopción, pero hijos verdaderamente de Dios; y porque nos alimentamos de la vida divina, cada vez que recibimos al Señor, y, por lo tanto, somos nosotros -dejadme decirlo así- la visibilidad de Jesucristo hoy, en el mundo. Que los hombres puedan vernos, Señor. Viendo nosotros, viendo lo frágiles que somos, sin embargo, la fuerza de Jesucristo en nosotros. Nuestro san Agustín, tan grande, en algún momento daba gracias de que el Señor no hubiera escogido para ser apóstoles a hombres muy sabios, ni a hombres especialmente virtuosos tampoco (tenían entre ellos sus rencillas y sus cosas), sino a pescadores. Y dice él, ¿eso por qué fue? Ni a grandes estrategas, ni a grandes generales, no fue a los lugares importantes del mundo -digamos- a manifestarse. Predicó en una provincia que tenía una fama espantosa en el Imperio Romano (nadie quería ir allí de procurador, o de gobernador, la provincia de Judea, porque era rebelde, era peleona, era muy desagradable estar viviendo con aquella gente que siempre desconfiaban, casi por naturaleza, del Imperio Romano). Y va allí y escoge a pescadores. ¡Santo Dios! Luego, Jesús lo dijo muchas veces: “Muchos últimos será primeros y muchos primeros serán últimos”.
Pues, Jesucristo vive en nosotros. Y nosotros es lo único que tienen los hombres para conocer a Jesucristo. Y sólo lo reconocerán si pueden ver en nosotros la libertad de los hijos de Dios, que es fruto del Espíritu; un amor al mundo y a los hombres análogo, parecido, en el que se pueda ver reflejado el amor del Señor, y una capacidad de perdonar, que es siempre la forma última y exquisita, más exquisita, del amor. Y ahí entra la Primera Lectura. La Iglesia no ha tenido, hasta los tiempos muy recientes, muy modernos (no es una cosa que esté en la Tradición de la Iglesia), diríamos, un cierto espíritu de proselitismo. No. Los cristianos en los primeros siglos, que, si un día pudiera traeros un mapa de lo que es la Iglesia en los tres primeros siglos, antes de la paz de Constantino, me gustaría traéroslo, para que vierais en trescientos años, que son seis bodas, que no es nada, y, sin embargo, cómo se había desparramado por todo el Mediterráneo y había llegado hasta Inglaterra. Tenemos noticias, nosotros, de que había llegado hasta allí.
Si aquella gente, si no tenían iglesias, si no tenían universidades católicas, si no tenían toda una red de colegios, si no tenían nada de eso, ¿cómo crecían?, ¿cómo crecían tanto? Sus vidas. Sus vidas proclamaban que Jesucristo estaba vivo. Su modo de vivir, dice uno de los Padres de la Iglesia más antiguos, “a todas voces, asombroso”. Vivían de una manera asombrosa. Asombrosa en su comunión y en su amor mutuo. Asombrosa en su atención a los que no eran cristianos; si tenían enfermos, si participaban de algún sufrimiento. El Emperador Juliano “El Apóstata” les llegó a decir a los sacerdotes paganos: “Que los cristianos no tienen pobres y ayudan a los nuestros, ¿y vosotros que hacéis?”. Era notorio. Era notorio el modo de vida de los cristianos. Y no como forma de propaganda, de verdad. No buscaban, no hacían proselitismo. El proselitismo es un fenómeno moderno, que tiene que ver con ciertos presupuestos profundos. En el episodio de hoy se ve muy claro, que, además, lo había dicho el Señor: “Si en un sitio no os reciben, os marcháis a otro, os sacudís las sandalias”, una manera de decir que “no os preocupéis por eso”. Lo mismo en nuestras circunstancias de hoy. No os preocupéis demasiado. Donde haya una fisura, donde alguien exprese hambre del Señor, donde alguien necesite la caridad del Señor, que resplandezca nuestra humanidad, porque la humanidad verdadera sólo resplandece cuando el Espíritu Santo está. El Espíritu Santo no ha venido para hacernos raros, ni para que hagamos cosas raras. Decía en una ocasión san Gregorio de Nisa, “para que podamos vivir de acuerdo con nuestra naturaleza, porque estamos creados para el Reino, para el Cielo”.
Menciono a san Gregorio de Nisa. Ayer era una homilía entera de san Agustín. Y termino leyéndoos de otro Doctor de la Iglesia, que es san Gregorio de Nisa, en lo que hoy es Turquía, uno de los cuatro Doctores orientales. El rasgo más característico de los orientales es que comparado con san Agustín, san Agustín era muy existencial: “¿tienes hidropesía?, no te preocupes, está seguro, vas a morir”; ¿tienes hidrocefalia? (otra enfermedad), ¿tienes gota?, puedes estar seguro de que vas a morir. ¿Has nacido?, puedes estar seguro de que vas a morir”. Apela, san Agustín. Es muy existencial en sus homilías y reflexiones. Los orientales son más contemplativos, parecen menos existenciales. Cuando uno les coge un poquito el gusto, se da cuenta de que ahí detrás hay mucha miga. Y esta es una homilía también para Pascua, sobre la Resurrección de Cristo. Es más o menos de la misma época de san Efrén, primera mitad del siglo IV. Dice así:
“Ha comenzado el reino de la vida y se ha disuelto el impero de la muerte. Han aparecido otro nacimiento, otra vida, otro modo de vivir, la transformación de nuestra misma naturaleza. ¿De qué nacimiento se habla? Del de aquellos que han nacido- como dice San Juan- no de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. ¿Preguntas que cómo es esto posible? Lo explicaré en pocas palabras.
Este nuevo ser lo engendra la fe. La regeneración del Bautismo lo da a luz. La Iglesia, como una nodriza, lo amamanta con su doctrina y sus instituciones, y con su pan celestial lo alimenta. Llega a la edad madura con la santidad de vida. Su matrimonio es la unión con la sabiduría divina. Sus hijos la esperanza. Su casa el reino. Su herencia y sus riquezas las delicias del paraíso. Su desenlace no es la muerte. Su desenlace no es la muerte, sino la vida eterna y feliz en la mansión de los santos.
Este es el día en que actuó el Señor. Día totalmente distinto de aquellos otros establecidos desde el comienzo de los siglos y que son medidos por el paso del tiempo. Este día es el principio de una nueva creación, porque, como dice el profeta ‘en este día, Dios ha creado un cielo nuevo y una tierra nueva´. ¿Qué cielo? El firmamento de la fe en Cristo. ¿Y qué tierra? El corazón bueno, que, como dijo el Señor, es semejante a aquella tierra que se impregna con la lluvia que desciende sobre ella y produce abundantes espigas.
En esta nueva creación, el sol es la vida pura. Las estrellas son las virtudes. El aire, una conducta sin tacha. El mar, aquel abismo de generosidad, de sabiduría, y de conocimiento de Dios. Las siervas y las semillas, la buena doctrina y las enseñanzas divinas en las que el rebaño, es decir, el pueblo de Dios, encuentra su pasto. Los árboles que llevan fruto son la observancia de los preceptos divinos.
En estos días es creado el verdadero hombre, aquel que fue hecho a imagen y semejanza de Dios. ¿No es por ventura un nuevo mundo el que empieza para ti, en este día en que actuó el Señor? ¿No habla de este día el profeta al decir que será un día y una noche que no tienen semejante? Pero aún no hemos hablando del mayor de los prodigios de este día de gracia. Lo más importante de este día es que Él destruyó el poder de la muerte y dio a luz al primogénito de entre los muertos, aquel a quien hizo este anuncio: ‘Subo al Padre mío y al Padre vuestro, al Dios mío y al Dios vuestro’. ¡Oh, mensaje lleno de felicidad y de hermosura!
El que por nosotros se hizo hombre, semejante a nosotros, siendo el Unigénito del Padre, quiere convertirnos en sus hermanos. Y al llevar su humanidad al Padre, arrastra tras de Sí a todos los que ahora ya somos de Su raza”.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
21 de mayo de 2020
Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral (Granada)