“Lo que Dios quiere es a nosotros y nuestro corazón”

Homilía en la Santa Misa del lunes de la XV semana del Tiempo Ordinario, el 13 de julio de 2020.

Algunos pensamientos que nos ayuden a ensimismarnos en estas palabras que hemos escuchado, que son sorprendentes, por lo menos sorprendentes; pero que son iluminadoras, como siempre, la Palabra de Dios.

En primer lugar, el pasaje de Isaías, donde Dios vuelve a decir que no le importan los sacrificios; que está harto de toros, de carneros, de cebones… que eso Él no lo necesita para nada. Lo mismo las celebraciones de los sábados y de las lunas nuevas; que eso no es lo que Dios quiere. En realidad, lo que Dios quiere es a nosotros y nuestro corazón. Y no porque Él lo necesite, sino porque nosotros lo necesitamos a Él. Quiero insistir en eso: Dios no nos necesita. Muchas veces pensamos, de tanto insistir en la voluntad de Dios como una regla de vida a cumplir, y muchas veces llegamos incluso a decir “es que Dios quiere, necesita nuestro amor, necesita nuestra reparación o necesita nuestra ofrenda”.

Fijaros en nuestras relaciones humanas. Cuando queremos a alguien y pensamos que necesita algo de nosotros, es verdad que se lo damos a lo mejor con cariño, pero fácilmente, después, surge el resentimiento. O pensamos que esa persona nos busca o nos quiere, o nos trata bien, porque tiene necesidad de eso que nosotros tenemos. Sea lo que sea, que pueden ser bienes de este mundo, o puede ser afecto, sencillamente, o juventud, o belleza… Y eso empaña siempre nuestro amor y deja un poso de desconfianza en ese amor. Y más cuando vivimos en un mundo saturado de publicidad, que trata siempre de convencernos de que necesitamos lo que nos quieren vender. Entonces, yo quiero subrayar, un poco en el estilo del Evangelio (que al Señor le gustaban las paradojas), que Dios no nos necesita; que Dios no necesita nada de nosotros; que nosotros no podemos ofrecerle a Dios nada, por una parte, nada que Dios no tenga, porque Dios es Dios, sencillamente, y no hay nada que le falte; y segundo, nada que no tengamos nosotros y que no nos lo haya dado Él. Tal vez, como le decía el Señor a santa Faustina Kowalska, “lo único que es verdaderamente tuyo son tus pecados, porque todo lo demás te lo he dado Yo”.

Que nosotros no Le podemos dar a Dios nada que Él necesite. Es como cuando nos preguntamos si el hombre sirve para algo. Pues no, no sirve para nada, porque afirmar que el hombre sirve para ciertas cosas es poner a esas cosas por encima del hombre. Porque no servimos para nada, sólo necesitamos ser tratados con respeto, ser reconocidos en nuestro misterio y en la profundidad de nuestro misterio; ser amados, que se nos diga la verdad… Sólo buscamos eso. Porque somos imagen de Dios, no lo olvidéis. Las cosas sirven para el hombre, pero el hombre, imagen de Dios, está hecho para ser, de alguna manera, un pequeño dios y Dios no sirve para nada. Las cosas son sagradas cuando no sirven más que para aquello para lo que han sido hechos. Nosotros hemos sido hechos para Dios, no servimos… Incluso, a veces, pensamos que la vejez es triste porque no servimos para nada . Si la dignidad de una persona no viene de las cosas que hace, no viene de aquello para lo que sirve; viene de que somos lo que somos, de que somos quienes somos, mejor dicho. Y somos hijos de Dios, cada uno de nosotros amado con un amor infinito y único. Justamente, porque el amor de Dios es infinito, nos puede amar a cada uno tal como somos: con nuestra historia, con nuestro temperamento, con nuestros defectos, con nuestros límites… No ama nuestros pecados, pero nos ama a nosotros infinitamente a pesar de nuestros pecados.

Dios no nos necesita. Pero eso hace que el amor de Dios por nosotros sea un amor verdaderamente grande, bello, hermoso. Y eso hace que nuestra relación con Dios no sea la relación de un esclavo, sino la relación de un hijo. La relación de alguien que se goza justamente en el amor de sus padres; que se goza, sencillamente, por ese amor que ni Dios tiene necesidad de darnos, y sin embargo nos lo da, ni tiene nada con que yo le pueda pagar lo que me da, ni quiere eso que yo con que yo le puedo comprar… comprar su afecto. No, no. Todo eso envicia nuestra relación con Dios. Somos hijos libres de Dios, un pueblo de hijos libres de Dios.

Y sin embargo, la generosidad de Dios es tan grande. El Evangelio de hoy era todo paradojas. Eso de “el que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí”, suena muy fuerte. Todavía suena más fuerte “el que ama a su hijo más que a Mí…”. Porque el amor de los padres por los hijos parece que es una cosa que ni siquiera está en los mandamientos porque no hacía falta, solía decir mi madre: “Dios puso un mandamiento de amar a los padres, pero no puso un mandamiento de amar a los hijos, porque no hace falta”. Y es verdad. Pero hay que amar al Señor más que a los hijos, porque es la única manera de amar a los hijos bien. En cuanto no amamos al Señor más que a las personas que amamos, por mucho que las tengamos que amar… y mira el amor de un esposo por una esposa, claro que es voluntad de Dios, y que quiere que se amen; la única regla de la moral matrimonial es “amaros sin límite”, “amaros como Yo os he amado”, “amaros sin poner nunca barreras al amor, de ninguna clase”. Esa es toda la moral cristiana en un matrimonio, y en la misma relación humana. En cuanto ponemos límites al amor lo estropeamos, lo empobrecemos. Pero al Señor le gustaban las paradojas. Es curioso: si no amamos a Cristo, si no amamos a Dios más que a los seres más queridos, los amaremos mal, estaremos exigiéndoles: exigiéndoles que nos hagan felices, exigiéndoles que sean de determinada manera, exigiéndoles que sean como nosotros queremos, y estropeamos inmediatamente la relación. Sólo cuando el Señor es el centro de nuestro corazón y amamos a los demás en Cristo, por Cristo y para que ellos puedan encontrar a Cristo, y que lo encuentren de la mejor manera posible, entonces los amamos bien.

El último pensamiento y termino: lo del vaso de agua. El gesto más pequeño que hacemos en nuestra vida tiene una repercusión para toda la eternidad. Por muy pequeño que sea: un vaso de agua, una sonrisa, una caricia, una mira afectuosa, un gesto de escuchar, un gesto de dar tiempo. Lo más pequeño de nuestra vida, tiene una repercusión para toda la eternidad. Cambia el mundo. Ser conscientes de eso es un tesoro. Es descubrir el valor infinito que tienen hasta nuestras acciones más pequeñas.

Que el Señor nos ayude a vivir con esa riqueza, con esa profundidad que expresa nuestro ser y nuestra vocación. Que así sea para todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de julio de 2020
S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía

Palabras finales

Siempre, en la homilía me meto en charcos en los que necesitaría después mucho más tiempo para salir del que tengo y entonces a lo mejor a alguien le he escandalizado diciendo eso de que “no servimos para nada”. Yo os dejo una pregunta. Os prometo seguir hablando de eso más días, pero la pregunta es ¿para qué sirve la poesía?, ¿para qué sirve la pintura, el arte, la belleza? Las cosas importantes de verdad son justo las que no sirven. ¿Para que sirven todos estos metros que tiene esta catedral? Para dar gloria a Dios, obviamente, como nosotros. Pero no es porque sea necesario. Es porque es bello y porque corresponde mejor a la grandeza y a la dignidad de Dios y de la vida humana. Los primeros cristianos hablaban mucho de eso de ser útil o inútil, porque «christós» significa Cristo, “christianó” significa “cristiano”, pero “chrísimos“ en griego significa “útil”. Los cristianos decían “somos inútiles para Dios en el sentido de que Dios no nos necesita, pero somos utilísimos para el mundo, porque el mundo sí nos necesita, pero nos necesita como cristianos”. Pero de eso hablaremos otro día.

Contenido relacionado

Enlaces de interés