“Llevamos sembrada en nosotros la vida divina”

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Solemnidad de Cristo, Rey del Universo, el domingo día 22 en la S.I Catedral.

Queridísima Iglesia de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, muy amado;

muy queridos sacerdotes concelebrantes, nos acompaña hoy en la Eucaristía un sacerdote polaco, que pasa por aquí y se une a nuestra celebración;

saludo también a la coral «Yájar» de La Zubia (sois ya un poco veteranos, en el sentido que no es la primera vez que venís y que tenemos el don de celebrar juntos este regalo precioso que es cada día, especialmente cada domingo, el don de Cristo, que nos permite vivir todos los días en la Eucaristía, en acción de gracias):

Mis queridos hermanos y amigos, celebramos hoy la fiesta de Cristo Rey, que es una fiesta con la que, de algún modo, al final del calendario litúrgico, se resume todo el misterio de la fe cristiana. Es verdad que es una fiesta relativamente reciente. Fue instaurada a finales del siglo XIX, y sin embargo contiene en su núcleo lo que significa ser cristiano. Y permitidme, para hacernos caer en la cuenta de eso, citar un párrafo de una mujer, apenas casi no conocida entre nosotros, a pesar de que escribió seis hermosísimos volúmenes sobre la educación y el papel de los padres en la educación, y fue la fundadora de eso que se llama «homeschooling» -que abre muchos horizontes justamente al protagonismo de los padres en la educación de sus hijos-. Era una amiga de Chesterton y era profundamente cristiana. Fue maestra de niños toda su vida a las afueras de Oxford y escribió seis volúmenes sobre filosofía de la educación, el papel de los padres en la educación, padres e hijos, qué significa educar; seis volúmenes preciosos que siguen vendiéndose en inglés en muchas ediciones (hasta «Amazon» tiene una edición propia). Son verdaderos clásicos de un tipo de pedagogía que no funciona, o no existe entre nosotros apenas, pero que es muy fructífero en otras partes del mundo.

Ella, que era profundamente cristiana, católica, decía: primero, que la educación, lo que llamamos la educación liberal -esa educación en las libertades, en la dignidad de la persona humana, en el aprecio de toda forma de belleza que pueda existir en la Creación, en el reconocimiento del amor y del bien y de la cooperación como el modo de vida más bello, más adecuado a nuestro ser de personas humanas-, ella decía que esa educación había nacido del cristianismo y sin el cristianismo no permanecería. Y tenía razón. Y luego hacía este comentario: nosotros, los cristianos, hemos llenado nuestra religión de un montón de cosas acerca de Jesucristo; tenemos la Palabra de Dios, tenemos los sacramentos, tenemos las prácticas de piedad, tenemos muchas reglas y tenemos muchas cosas sobre Jesucristo a veces sin Jesucristo. Y el cristianismo consiste sólo en el amor agradecido a Cristo, nuestro Rey -dice ella, escrito en 1896-. En el amor agradecido a Cristo. En eso consiste el cristianismo, nuestro Rey.

La fiesta es reciente, pero lo que la fiesta expresa está contenido en el Credo cristiano más antiguo. Antes de que se compusieran los Credos que conocemos hoy, el corto y el largo -el largo que tuvo su origen más en oriente y el corto que se desarrolló más en el occidente de Europa-, antes de que se fueran componiendo esos Credos que tienen como un resumen de toda la fe cristiana y que tienen todos la estructura del Dios Trino, centrado en torno a la figura de Jesucristo, los cristianos tenían una forma de reconocerse entre sí, por eso se llama también símbolo. Y la forma más antigua de reconocerse es «Jesús es el Señor», o «Jesucristo es el Señor». Nosotros usamos la palabra «Señor» y no le damos mucho contenido, es ya tan habitual que casi…, de la misma manera que cuando decimos «Cristo» no nos damos cuenta que «Cristo» significa «el Ungido», pero eso es aparte. Decimos «Señor» y lo decimos casi como una palabra para decir «Jesús», pero sin caer en la cuenta de la carga que tiene. Decir «Jesús es el Señor», la palabra «Señor», tal y como la usaban los primeros cristianos sólo se usaba o para el emperador o en Persia y en oriente para el rey de reyes, para el «Sha» de Persia, el emperador de Persia. Por tanto, cuando los cristianos decían «Jesús es el Señor» estaban diciendo algo muy semejante a lo que nosotros decimos hoy cuando decimos «Cristo Rey». Es verdad que hoy la palabra «rey» tiene toda la historia de las monarquías, de la Revolución Americana y de la Revolución Francesa y, por lo tanto, tiene otras connotaciones, pero no era una palabra inocente decir «Jesús es el Señor»; era una palabra que abría, es decir, que mostraba que realmente nuestras vidas, nuestra religión consiste en la pertenencia a Cristo y a Cristo como Señor, Señor de nuestros deseos, Señor de nuestra imaginación, de cómo concebimos el bien y el mal, de cómo concebimos la verdad y la mentira, de cómo concebimos la vida, lo que significa florecer la humanidad, lo que significa desarrollarse. El Papa nos invitaba, no hace mucho, a repensar el concepto de desarrollo humano: qué significa una humanidad floreciente, qué significa un verdadero desarrollo. Para un cristiano un verdadero desarrollo significa una vida humana marcada por el Señorío de Cristo. Cristo es el Señor de nuestros afectos, el Señor de nuestras vidas, de nuestros actos, de nuestro tiempo, del modo como lo empleamos, de todo. Ser cristiano es confesarse siervo de Cristo, siervo de ese Rey que es Cristo.

Y ahí empiezan toda una serie de cambios, porque, Señor, la verdad es que eres un Rey muy extraño, para explicar lo que ibas a hacer en tu muerte, esa muerte que no te caía como nos caen a nosotros las desgracias, sino que tú, de alguna manera, fuiste en su busca: «Nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero». Esa muerte, a la que te entregaste por nosotros: hiciste oficio de esclavo, lavaste los pies a tus discípulos y nos dijiste que hiciéramos nosotros, unos con otros, lo mismo. Es decir, Señor, tú te has hecho Rey nuestro haciéndote siervo nuestro; tú te has manifestado como el más poderoso justamente por tu capacidad de desnudarte de tu poder divino para hacerte esclavo nuestro; tú has querido enterrarte en la tierra como el grano de trigo para florecer en nuestras vidas, en una espiga de humanidad bella; tú has querido despojarte de tu divinidad para que nosotros seamos divinos y participemos. Ésa es tu realeza. Ése es tu derecho de conquista. Nos has conquistado. Pero nos ha conquistado la omnipotencia de tu amor y de tu misericordia, que no se detiene ante nada. Tu amor al hombre es tan poderoso, y cuidado, Dios mío, que conocemos miserias en la historia humana, cuidado, tenemos ante los ojos todos una miseria espantosa que vemos, además, multiplicarse. Y tú nos hablas de otro mundo, de otras categorías, donde la verdadera grandeza y el verdadero poder consiste en triunfar en el amor. Tú te revelas como el Dios verdadero, precisamente, porque eres tan omnipotente que eres capaz de prescindir de ti para darte a nosotros, que no somos mas que pobres criaturas, que vivimos nada, apenas un minuto en la historia. Y sin embargo, tu amor por nosotros es infinito, tu amor por nosotros es sin límites. Te has sembrado en nuestra carne, te has sembrado en nuestra historia, para sembrar en cada uno de nosotros a través de tu Cuerpo, que es la Iglesia, sencillamente, esa vida divina que nos permite a nosotros vivir en la libertad de los hijos de Dios. Tú decías, los reyes de este mundo dominan a sus pueblos, los oprimen, los someten. Tú eres Rey porque te sometes a ti para que nosotros seamos libres. Te haces tú esclavo para que nosotros vivamos en la libertad de los hijos de Dios, siendo pobres criaturas, pobres siervos, nos has hecho hijos. Cantamos en una canción, con una frase tomada del Nuevo Testamento, «Pueblo de Reyes». «Pueblo de Reyes», claro que sí, pueblo de Reyes, porque nuestro destino es la vida eterna, porque Dios se ha unido a nosotros y nos ha hecho hombres divinos y rey
es de la tierra, no en el sentido de que la tierra se nos somete por arte de magia -como en Harry Potter y como creo que en una película que está muy de moda también que se llama «Little Boy», que no he llegado a ver pero por lo que me han dicho es posible que tenga que ver algo también con ese tipo de cosas-. No, no es que se nos someta la tierra, es que somos capaces de amar por encima del odio, como tú nos has amado a nosotros por encima de nuestros pecados. Somos capaces de amar, nos haces capaces, tu vida divina, tu presencia en nosotros, tu Ser dueño nuestro nos hace a nosotros libres y, en cuanto libres, capaces de darnos, más allá de la envidia, del egoísmo, de las ansias de poder, del pecado.

Mis queridos hermanos, en estos días después de los horribles atentados del viernes de la semana pasada y también en Mali todavía de esta semana y los que puedan seguir, Dios quiera que no, pero de los que puedan seguir en el mundo, muchas personas han dicho tenemos que apelar a lo más profundo de nuestra tradición, de la tradición de nuestras libertades. Sin duda ninguna. Pero lo más profundo de la tradición de nuestras libertades es nuestra fe cristiana. Nuestro ser siervos de Cristo nos hace libres y nos hace vivir de un amor que nada ni nadie tiene el poder de destruir. Nos hace libres del miedo, libres de la ansiedad, libres de ese terror que trata, por así decir, de apoderarse de nuestras sociedades. ¡No! La verdad es que cuando una analiza la letra de la «Marsellesa» no es precisamente un canto al amor, pero ese gesto de cantar, ese gesto de cantar. Si pudiéramos cantar alabando el amor que sostiene nuestras vidas y que es la única esperanza del mundo, ese gesto de cantar es nuestra victoria; o expresa, si queréis, la certeza de una victoria, que es la victoria del amor, la victoria de los que construyen y no destruyen, la belleza de los que aman, aman a la Creación, se aman unos a otros, siembran amor por el mundo, y aunque la vida nos fuera arrebatada, no hay nadie que pueda arrebatárnosla, porque llevamos sembrada en nosotros la vida divina que es inmortal, la vida del hijo de Dios que es inmortal. Ésa es la realeza de Cristo, ésa es nuestra realeza.

Mis queridos hermanos, al recibir una vez más al Señor, que misteriosamente en la Eucaristía se entrega por nosotros para sembrar, para dar, para comunicarnos su vida divina, pidámosle que esa vida florezca en nosotros, que nos haga fuertes, fuertes en el amor, fuertes en la misericordia, fuertes en la capacidad de perdón, fuertes en construir paz y amor y relaciones bonitas con todas las personas que tengamos alrededor. Nosotros nos sentimos muy impotentes a la hora de pensar en ‘vamos a cambiar el mundo’, pero cada uno de nosotros podemos cambiar seguramente un metro cuadrado alrededor de nosotros, perdonando, haciendo que el amor venza, abrazando más fuerte que el que no nos quiere bien, queriendo mejor, pidiéndoLe al Señor que Él nos enseñe a querer como Él nos quiere y como nosotros queremos ser queridos y como estamos seguros todo ser humano en este mundo, venga de la tradición que venga, tenga la historia que tenga, tenga las heridas que tenga en su corazón, desea y anhela ser querido. Que nosotros sepamos querer así, alrededor nuestro, y empezarían a nacer flores y prados muy diferentes al desierto moral en el que vivimos. Es ese desierto moral nuestra gran fragilidad, frente al terrorismo y frente a tantas otras plagas. No. Pero no estamos llamados a eso. La certeza de la realeza de Cristo, la confesión del Señorío de Cristo, nos abre a otro horizonte bello, verdaderamente bello, verdaderamente humano.

Que podamos ser parte de ese horizonte, de esa historia, es lo que se nos da con nuestra fe cristiana y lo que, al mismo tiempo que le damos gracias al Señor por su don, Le pedimos que fructifique en nosotros a la medida de su gracia y de nuestras capacidades.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

22 de noviembre de 2015, S.I Catedral
Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo

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