«Le presentamos a Dios, por la intercesión de Nuestra Madre, todas esas súplicas, que llevamos en el corazón»

Homilía del Arzobispo de Granada, en la Festividad de la Virgen de las Angustias, Patrona de Granada.

Venimos a esta Eucaristía para dar gracias por el día que el Señor nos ha permitido vivir. Un año más, el día de la Virgen desborda el pueblo cristiano de Granada, por una ofrenda que a mí cada vez me resulta más rica en contenido, viendo las caras de las personas que traen las flores. Y sé que las han estado poniendo desde primera hora de la mañana, que no han sido sólo las horas que yo he podido ser testigo por la tarde. Rostros que expresan la gratitud, la gratitud por un poder recibido o la gratitud por la presencia y la compañía de la Virgen en la vida, la gratitud por el don de Cristo y por la gracia de Cristo y por la comunión de la Iglesia y por lo que Dios nos ha dado en entregarnos a su Hijo Jesucristo. Flores que expresan amor, amor a Nuestra Madre.

El Evangelio que hemos leído, donde Jesús confía a la Virgen, dice algún padre de la Iglesia que le confía a la Virgen al hijo de sus entrañas, no porque Juan fuera su hijo, sino porque Juan era primero el que más le quería y segundo era como el que más de cerca trataba de imitar y de seguir a Jesús, porque era el que más se parecía a Jesús. Jesús le entrega a la Virgen aquel hijo suyo que más se parecía a Él, para que le sirviera de consuelo a su Madre. En definitiva, con Juan está confiando a la Madre el cuidado de la Iglesia y a nosotros la atención, el cuidado y el cariño de la Madre. Muchas de las flores que se entregaban esta tarde expresaban ese amor de quien tiene la certeza de la misma manera que una madre en la tierra, que es la forma más exquisita de la ternura y el amor de Dios por cada uno de nosotros, pues la certeza de que tenemos una madre en el cielo, que está triste, que es Nuestra Madre la que nos acompaña con amor de madre en el camino de la vida, es una fuente de amor a Dios, de gratitud al Señor y de amor a la Virgen.

Yo siempre pienso que toda mujer desea ser querida, forma parte de su condición. Todos deseamos ser queridos, cada uno a nuestra manera, pero es verdad que la mujer necesita de una manera especial ser querida, saberse, sentirse amada. Y el Señor la ha regalado a la Virgen, un amor que ninguna mujer en este mundo podría desear tanto y ése es el privilegio que tenemos nosotros, de tener una madre que tiene un corazón en el que ha cabido Dios.

En esta Eucaristía, al mismo tiempo que damos gracias por todas estas gratitudes, por todas estas ofrendas que tenían las flores, también en muchas de ellas vienen muchas súplicas, muchas oraciones, muchas peticiones. Por ejemplo, el ratito que yo he estado, tantas personas que pasaban a la hora de estrecharte la mano: pida usted por mí, pida usted por mi hijo, bendígame para que le pueda llevar la bendición a alguien que tengo enfermo en el hospital, me operan de un cáncer esta semana… Son todas las súplicas que con los ojos decían muchas personas. ‘Que la Virgen escuche tu oración’, les decía, al mismo tiempo que les bendecía. Y me decían ‘pida usted para que sea así’. Pues, todos juntos, la Iglesia de Dios, ahora mismo, los que estamos aquí, le presentamos a Nuestra Madre, le presentamos a Dios, por la intercesión de Nuestra Madre, todas esas súplicas, que llevamos en el corazón. Algunas de ellas no se han expresado. Hay tantas que se quedan sin expresar, que se expresan en la forma de un ramo de flores, de esos que están puestos ahí en la fachada de la iglesia. Igual que, desde ayer, ahí recogiendo esas flores, recogemos lo que llevan las flores dentro; lo ponemos sobre el altar y cumplimos algo tan sencillo, tan bello como es la comunión de los santos. Porque todos somos miembros del mismo cuerpo, porque los males, las dificultades, los sufrimientos de cada uno de los miembros del cuerpo son los sufrimientos, los males, mortificaciones de todo el cuerpo. Y entonces, todos nosotros nos unimos a la ofrenda que Cristo hace. Y si hay algo de lo que podamos estar seguros es de que la Virgen no nos abandona, como no nos abandona su Hijo, como no nos abandona Cristo, jamás, en la vida ni en la muerte. Y si escuchas la oración, rezando un Avemaría, “ahora y en la hora de nuestra muerte, ruega por nosotros, pecadores”.

Ninguno de los sufrimientos que sufre un miembro del Cuerpo de Cristo son estériles, os lo aseguro. Nosotros podemos vivirlo con soledad, con una soledad terrible, pero son sufrimientos que han sido asumidos por la Pasión de Cristo; y puesto que Cristo se ha unido a nosotros, todo el sufrimiento de un cristiano, lo sepa o no lo sepa, se dé cuenta él o no se dé cuenta, son parte de la Pasión de Cristo, y no hay ningún sufrimiento estéril, ninguno. Eso no significa que haya que buscarlo, pero cuando viene, Cristo lo hizo por nosotros. Esa Pasión de Cristo la vive la Iglesia, la vivimos nosotros y recibimos en este mundo, pero es que nunca vivimos nuestros sufrimientos solos: Cristo los vive en nosotros. Y son parte de su Pasión, y esa Pasión redime al mundo. Esa Pasión que ve siempre el amor más grande que la muerte, que hace posible la esperanza y el nacer de una humanidad nueva, arrancada de la esclavitud del temor a la muerte, arrancada de la esclavitud, del pánico y de las consecuencias del pecado, ante el mal del mundo, ante el mal del propio corazón. Cristo nos ha arrancado todo esto para que podamos vivir en la paz y en la alegría. Cristo, el hijo de Dios, ha ido a la muerte para que nosotros no vivamos como esclavos de la muerte. Nuestros sufrimientos han perdido, por así decirlo, el poder de derruirnos, de destrozarnos, de acabar con nuestra esperanza.

Parece una barbaridad, pero, muy poquito antes de entrar, una mujer me decía ‘me operan de cáncer’, y yo decía ‘no te preocupes que la Virgen no te abandona y que, además, lo más complicado que te puede pasar es que te mueras, lo máximo que te puede pasar es que te mueras y te vayas al cielo, y la verdad es que en el cielo se está mucho mejor que aquí. En el cielo no hay ministerio de hacienda, no hay seguridad social, no hay un montón de cosas de las que aquí nos dan preocupaciones y disgustos, y puedes contemplar a la Virgen de las Angustias tan contenta, desde la ventana del cielo… Le pedimos al Señor que te cure, pero que si no, tampoco tienes que tener ningún miedo ni ninguna preocupación. Os parecerá una barbaridad, pero eso es lo que nosotros sabemos, no simplemente pensamos. Sabemos cuál es nuestro destino,  sabemos cómo acaba esta historia; si no, nuestras vidas no significarían nada, Dios mío.

Te presentamos estos sufrimientos conscientes de que son igual que cuando presentamos el pan: se nos devuelve el Cuerpo de Cristo. Nuestros sufrimientos que se nos devuelven son la Pasión de Cristo y han perdido todo el poder de destruir nuestra esperanza y nuestro alegría, nuestro amor, nuestra vocación a la vida eterna. Ni siquiera la muerte puede destruir eso. Por eso, podemos celebrar la Pasión de Cristo, y por eso podemos celebrar el dolor de la Virgen, y por eso podemos celebrar esa imagen de Cristo muerto, porque esa muerte es
el sentido de nuestra vida, y ese dolor el brote de nuestra alegría y nuestra esperanza, y ese sufrimiento y esa Pasión es el precio de nuestro contento, de nuestra libertad como hijos de Dios, que ni siquiera el temor a la muerte, ni siquiera el temor a las circunstancias duras de la vida tienen el poder de destruir y de atentar.

Con esa alegría celebramos la Eucaristía, ofrecemos nuestras vidas junto con todas las de nuestros hermanos para que el Señor nos las devuelva hechas gracia, la gracia de ese hijo que se nos entrega, que la Virgen nos entrega a todos nosotros constantemente, y ciertamente, de una manera especial cada vez que celebramos la Eucaristía. Vamos a pedir por nuestras necesidades y por las necesidades de la Iglesia.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
15 de septiembre de 2011

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