Alocución final antes de iniciar la procesión desde la Basílica de San Juan de Dios hacia la Catedral para inaugurar el Año Santo de la Misericordia, en la que Mons. Martínez explica las parábolas de la misericordia (Lc 15, 1-10).
Lo siento por los que estáis de pie, para explicar dos detalles del Evangelio que acabamos de escuchar (Lc 15, 1-10), que contiene casi el núcleo, como la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres». Claro que son los pobres materiales, los mendigos, pero también son los pecadores, que fueron los favoritos del Señor. De hecho, al Señor le acusaron «éste es un hombre comilón, borracho, que anda con pecadores y come con ellos». Y es muy posible que ése fuera uno de los motivos fundamentales, o más importantes, que llevaron a Jesús a la cruz, en aquel mundo regido por la mentalidad de los fariseos.
Sólo contrasto esa actitud de Jesús a veces con la nuestra. Nosotros estamos buscando siempre gente que piense como nosotros, gente que viva como nosotros, para poder colocarnos en una «mesa camilla», y esa «mesa camilla» se nos queda cada vez más pequeña. Por eso, el Papa Francisco nos reclama a salir. Y claro que lo que vamos a encontrar en el mundo es un mundo herido. No tiene nada de particular, a nadie le habrá sorprendido que empecemos el Año de la Misericordia en la Basílica de San Juan de Dios: la imagen de San Juan de Dios cargando con el enfermo a sus espaldas. Es la imagen de la Iglesia, es la imagen del Buen Samaritano, que se pone en juego y que los Padres de la Iglesia interpretaron como referida a Jesús. Jesús ha bajado al desierto, se encuentra allí un hombre herido y él paga por su curación, lo echa sobre su cabalgadura, lo deja en una buena casa donde cuida de él y deja para que cuiden de él.
Dos detalles. Ningún pastor hace lo que dice Jesús ahí, y eso es lo que Él quería enseñar: ninguno deja a las 99 ovejas en el desierto y se va a buscar una perdida; como ningún padre judío hubiera hecho la de la parábola del hijo pródigo. Pero Jesús lo hace porque eso es lo que hace su Padre del Cielo, y las 99 no corren peligro: Dios las cuida. Corren peligro si nunca salimos a por la oveja perdida. Entonces, corremos todos peligro. Entonces nos convertimos, como dice el Papa Francisco, en una Iglesia enferma. A lo mejor, si salimos, alguna herida cogemos, alguna cosa nos pasa, claro que sí; pero si no salimos, nos enfermamos y nos morimos: no podemos ser una Iglesia enferma. Para eso tenemos que ser una Iglesia «en salida», hacia el mundo de los pecadores, que también lo somos nosotros. Pero, ¿sabéis?, la mejor manera –decía también san Juan Pablo II- de comunicar la fe es darla; la mejor manera de protegerse contra las propias debilidades y los propios pecados es tratar de amar a quien lo necesita y hacer de nuestra vida un regalo para el mundo, y el Señor se encarga de protegernos de nuestras propias debilidades. Cuando luchamos contra ellas sólo como si fuera una especie de motor que gira sobre sí mismo dentro de nuestra conciencia, nuestra misma lucha nos debilita. Vamos como el Hijo de Dios salvó la distancia infinita entre Dios y nuestra miseria, y no se avergonzó de ella como un médico no se avergüenza de las llagas del enfermo, así que el Señor nos dé la fuerza para salir nosotros.
Y lo de la mujer que tiene veinte monedas y se le pierde una, pues, si eran céntimos de euro, no lo hubiera hecho ni tiene sentido la parábola. Pero, ¿sabéis qué son esas veinte monedas?: su dote de casada. Entonces, esas monedas son preciosas. Las mujeres del tiempo de Jesús las llevaban siempre en la frente, eran el precio de su vida y el precio de su, muy más que posible, viudez, porque los hombres iban a la guerra o los hombres sufrían muchas desgracias, y muchas mujeres se quedaban viudas, y aquello era la garantía de que podían seguir viviendo; pero también el signo de que era una mujer casada y bien casada, que ha tenido una buena dote: veinte monedas. Pierde una, y claro que barre toda la casa, porque esa moneda es preciosa.
Lo mismo. Dios, se le pierde una moneda, ¿quiénes somos la moneda?: nosotros, y para Él somos una moneda preciosa. La dote de su amor infinito. El precio de su amor infinito. El signo de que Dios es amor y no tolera que ninguno de nosotros nos perdamos. Cuántos se pierden por no conocer que Dios es amor, y que Dios les quiere como son, y no Le pueden conocer mas que a través de nosotros. Mientras vamos de camino le pedimos al Señor: «Señor, danos un corazón como el Tuyo para que amemos al mundo como Tú nos amas a nosotros, como Tú amaste al mundo hasta entregarte a Ti mismo, a tu propio Hijo, por la salvación de los hombres».
+Javier Martínez
Arzobispo de Granada
13 de diciembre de 2015
Basílica de San Juan de Dios
Apertura Año Santo de la Misericordia