Queridísima Iglesia del Señor (digo siempre Esposa de Nuestro Señor Jesucristo, pero, hoy, Esposa afortunada que ha recibido en su casa, en nuestras vidas el Verbo de Dios), feliz Navidad:
Feliz Navidad porque a ese Dios que nadie ha visto jamás, y podríamos añadir y que nadie ha oído jamás, nosotros le hemos visto, le hemos oído, tenemos la experiencia de su poder redentor, y una vez más celebramos su amor por nosotros y su Venida a nosotros. Esa Venida que llena la vida de luz y de alegría hasta en medio de las circunstancias más duras, más espantosas, si queréis.
Yo recordaba anoche, como estoy seguro aunque sabía que lo iban a nacer, aunque no tenía ninguna imagen ni tenía ninguna noticia especial, pero sé que los cristianos de Alepo anoche estaban celebrando la Eucaristía, en una iglesia probablemente derruida, sin techo, pero ellos no pueden dejar de cantar la Gloria de Dios. La Gloria de Dios que viene a nosotros a pesar de todas nuestras miserias y de todas nuestras pequeñeces. Fue lo mismo que hicieron en Qaraqosh, fue lo mismo que hicieron en todas las aldeas cristianas de alrededor de Alepo: entrar y lo primero de todo dar gracias a Dios; en mitad de esa espantosa guerra, dar gracias a Dios. Yo creo que pocas cosas nos ayudan más a entender qué es lo que significa la Navidad, cuando para nosotros el hecho de que haya mal, violencia, dificultades, siempre constituye una objeción, como la enfermedad constituye una vejación en nosotros, en hombres y mujeres, occidentales, de países desarrollados, cualquier cosa que sucede mal tenemos que buscar un culpable, y ese culpable al final le toca muchas veces ser a Dios.
La mirada es diferente. La mirada es de acción de gracias. Dios ha hablado en un niño, en el nacimiento de un niño, en unas condiciones pobres y miserables, donde se pone también de manifiesto la mezquindad humana. Pero Dios Gloria ha revelado su Gloria, ha revelado la inmensidad de su amor, hasta escogiendo a dos clases de personas despreciadas en el mundo en el que nació Jesús: los paganos y los pastores, para ser los primeros testigos de esa Gloria, porque son siempre los pobres, los humillados, los despreciados por la humanidad los que mejor entienden la necesidad que tienen de salvación, cuando tantos de nosotros nos sentimos confiados en nosotros mismos que somos nosotros los que tenemos que hacer esa salvación, y cuando las cosas no funcionan, naturalmente, buscamos un culpable.
Dios ha hablado. Dios ha hablado y nos ha dicho sólo una cosa. Nos lo ha dicho a cada uno. Nos lo dice hoy a cada uno. No ha dejado de decírnoslo, de una manera tangible, audible, visible desde que el Hijo de Dios se hizo carne: Yo te quiero a ti, que te sabes indigno hasta del amor de tu familia, o de tu mujer o de tu marido, o de tus padres, hasta muchas veces incapaz de quererte a ti mismo, o de mirarte con ternura y con piedad y con misericordia a ti mismo. Y la voz del Señor resuena: “Yo te quiero”. Curiosamente, uno de los temas más frecuentes y ricos y de lo mejor de la literatura del siglo XX ha sido el silencio de Dios. Un novelista como Albert Camus, en “La Peste”, se preguntaba, contando la historia de una peste en una ciudad del norte de África, “dónde está Dios, dónde está la justicia de Dios”. Y esa pregunta la hemos oído muchas veces después, con motivo de un tsunami, con motivo de los terremotos de Haití o de Managua, o con motivo de los huracanes en tantas ocasiones.
Dios estaba, naturalmente, en las víctimas del tsumani, como estaba en las víctimas de la guerra y de la persecución terrible de ISIS, no sólo a los cristianos, también a musulmanes, chiitas, pero ciertamente a los cristianos, y esas víctimas dan gracias a Dios, no por haber sido perseguidos, sino porque la certeza del amor de Dios les hace capaz de sostenerse en mitad de la persecución y en mitad de la dificultad. Pero, repito, el silencio de Dios ha sido uno de los temas de las personas más honestas, más profundas en la literatura del siglo XX. Y no porque no fueran justamente aquellas personas que fueran capaces de ser sensibles al lenguaje de la Creación o al lenguaje del corazón humano, y percibían que ese lenguaje aún en su belleza es un lenguaje como fragmentario, como palabras sueltas, que no tienen sentido. Otros muchos autores, además de Camus, lo han subrayado. Kafka decía: conocemos una meta, sabemos cuál sería un ideal de la vida humana: ser felices, vivir juntos y felices, pero dónde está el camino, cómo se llega a esa felicidad, quién nos dice cuál es el camino. Por supuesto, Kafka y tantos autores del siglo XX… en el siglo XXI ya no hay ese dolor por el silencio de Dios, sencillamente uno se ha habituado al silencio y se trata de tapar a base de comprar cosas y a base de hacerse una felicidad de “todo a euro”, fácil, sencilla, sin problemas, vivir en un nihilismo blando hasta que un día nos llegue la muerte y sencillamente ese silencio nos turbe de nuevo, pero trataremos de apagarlo lo más posible.
Perdonadme, parece que no es éste un discurso de Navidad, pero sería absurdo cerrar nuestros ojos a todos los gritos de dolor del mundo para poder celebrar la Navidad. Sólo sobre el trasfondo de esos gritos de ese dolor, sólo sobre el trasfondo de ese silencio, el Anuncio de la Navidad adquiere su significado verdadero. La felicidad no consiste en que no haya en nuestras vidas ningún drama. La felicidad consiste justamente en que en el anuncio de Belén, en la Gracia que nos es ofrecida, porque cada domingo, en cada altar, cada día, cada mañana, en cada altar del mundo, vuelve a ser Belén. Vuelve a ser Belén y vuelve a ser la mañana de Pascua, y vuelve a ser el Gólgota y vuelve a ser la mañana de Pentecostés, donde la vida de Cristo se nos da y se siembra, no en las entrañas de la Virgen, sino en nuestra propia vida.
Dios nos habla. Cuando escuchamos su voz, cuando acogemos su Palabra en nosotros, nos damos cuenta que Dios ha sido siempre Palabra. Dios se ha dicho a Sí mismo como amor al entregar toda su vida el Padre al Hijo, toda su existencia. Y Dios se ha dicho el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se han dicho, y se han dicho de amor desbordante al crear las galaxias, los millones de galaxias y el mundo, y las casi infinitas especies de plantas y animales, y todas las bellezas de la tierra. Y Dios se ha dicho al crear al hombre a su imagen y semejanza. Ninguno de nosotros somos necesarios, y sin embargo Dios ha querido crearnos, y cr
earnos con una capacidad de percibir la belleza, de darnos cuenta de lo que significa el amor, de intuir algo de lo que puede ser una felicidad infinita, inmortal. Eso es decir que Dios nos ha creado a imagen y semejanza suya, en un nivel absolutamente distinto al nivel de la vida animal; absolutamente distinto y al mismo tiempo en continuidad porque somos cuerpo y nosotros intuimos la belleza a través de los sentidos, que compartimos con los animales, pero nosotros nos damos cuenta de lo que sería una belleza infinita. Nosotros podemos prever el sufrimiento y la muerte. Nosotros podemos intuir lo que es un amor en plenitud. Somos capaces de hacer promesas. Somos capaces de perdonar. Y eso es a mí, infinitamente más allá de cualquier especie animal.
Resuena la voz de la Navidad. Resuena el Anuncio de Belén. Y ese Anuncio es “Yo te quiero”. Es Dios quien me dice a mi pobre criatura, “Yo te quiero, y te quiero con un amor infinito, y te he querido desde toda la eternidad, y te querré siempre, aunque tú te olvides de mí, aunque tú me abandones, aunque tú vivas preocupado por otras mil cosas que no son este regalo inmenso que yo te hago. Te querré siempre. No podré dejar de quererte porque tendría que dejar de ser Dios para quererte”. Y Dios nos lo ha dicho en un lenguaje humano. Sabiendo que nosotros jamás llegaríamos a descifrar ese lenguaje fragmentario de la Creación, que son palabras sueltas, que intuimos pero que al final nosotros no somos capaces de hacer una frase con esas palabras, no somos capaces de hacer un idioma con esas palabras. El Señor ha asumido nuestra condición y ha asumido nuestro lenguaje, nuestro idioma. ¿Y cuál es nuestro idioma? Obras son amores y no buenas razones. Y el Señor viene a ser uno de nosotros. Se hace uno de nosotros. Sufre la traición y la mentira y los engaños de los hombres y las pasiones de los hombres, y entrega su vida en la cruz, por ti, por mi. Y si uno pudiera ser hombre de una manera que lo fuese veinte veces, mil veces, un millón de veces a lo largo de la historia, el Señor estaría dispuesto a serlo y a entregar su vida de nuevo. Eso es lo que nos recuerdan las palabras de la Eucaristía constantemente. El Señor, ya con su humanidad introducida en el Cielo, no para de decir al Padre: “Yo me ofrezco por ellos. Yo me consagro por ellos, para que ellos vivan”. No ha venido el Señor a condenar al mundo; ha venido a abrazar nuestra miseria, para introducirnos a nosotros en la gloria y el gozo de la vida divina.
Dios mío, cómo no cantar. Cómo no dejar que nuestro corazón exprese desde lo hondo de sí mismo, no sólo con la ternura de los villancicos, a veces muy superficiales, que cantamos, sino desde lo profundo de nosotros mismos, una gratitud sin límites a un amor que no acabará nunca, que no me abandonará nunca, que no dejará de mirarme con ternura, con afecto, aunque yo me llene de irritación o de rabia o de resentimiento, o la vida termine consumiendo mi capacidad pobre de esperanza y de amor. Dios no se cansará de nosotros, aunque nosotros nos cansásemos de lo que entendemos que es la vida cristiana.
La vida cristiana es esa explosión de alegría de la noche de Navidad. Que no se pasa en lo que nosotros somos capaces de hacer, sino en esa Palabra dicha por Dios de una vez para siempre; de esa Palabra que sostiene el universo pero que ahora se hace niño para decirme te quiero. Cuando nosotros nos decimos te quiero hace falta examinar esa frase y ver si las obras ratifican las palabras, y si las palabras tienen consistencia, o son capaces de permanecer en el tiempo o son capaces de regenerarse mediante la misericordia y el perdón. Cuando Dios dice te quiero no hay marcha atrás. Es desde siempre y es para siempre. Y ése es el único fundamento de una alegría que es capaz de traspasar el mal, la enfermedad y la muerte. Esa es la alegría de la Navidad. No es la alegría de estar juntos y de que no pasa nada. No es la alegría de que no exista la muerte ni la vejez, no es la alegría de que todo va bien. Es la alegría de un te quiero que es más sólido que la tierra que pisamos, infinitamente más sólido que la tierra que pisamos; infinitamente más sólido que nada que nosotros podamos ver, tocar, oír, y es ése el fundamento de nuestra alegría y nadie puede arrancarnos. Lo dijo también el Señor en la misma oración de despedida en su vida: me iré –refiriéndose a su muerte- y volveré a vosotros, y os llenaréis de alegría y nadie podrá quitaros vuestra alegría. Nadie podrá quitaros vuestra alegría. Esa es la vida de un cristiano, que tal vez tropieza todos los días en mil cosas pero que sabe que es amado con un amor del que nace una alegría que nadie puede arrebatarnos porque tendría que ser alguien más poderoso que el amor de Dios, más poderoso que Dios. No hay nadie más poderoso que Dios y Dios es amor. Eso es lo que celebramos en Navidad.
Mis queridos hermanos, mi querida familia, feliz Navidad.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
25 de diciembre de 2016
S. I Catedral