Homilía en la Eucaristía del XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, el 31 de octubre de 2021, en la S.I Catedral.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa muy amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes y el diácono que nos acompaña;
muy queridos hermanos y amigos todos:
Del Evangelio de hoy es tan esencial, tan en el corazón, de lo que es la relación entre Dios y el hombre… No es que necesite mucha explicación. Simplemente, necesita que caigamos en la cuenta de su grandeza como buena noticia para nosotros.
En nuestra relación con lo divino, en las diferentes culturas humanas que ha habido a lo largo de la historia, los hombres siempre nos hemos sobrecargado de reglas, normas, prescripciones, a veces en relación con la dieta, con otras cosas. A veces, cosas muy extrañas. A veces, sacrificando a Dios los propios primogénitos de la familia, o a los dioses. Eso ha sido muy frecuente en las tradiciones culturales de la historia humana. Todo ha sido sustituido por una sola regla, que es la que nos presenta el Evangelio de hoy que ya estaba formulada en el Antiguo Testamento de algún modo. Pero es verdad que los mismos escribas y sacerdotes del judaísmo habían acumulado tantas reglas en torno a los diez mandamientos (en tiempos de Jesús, eran más de quinientos los mandamientos que se pensaba que un buen judío tenía que cumplir).
La pregunta de este escriba a Jesús no era una pregunta obvia en su respuesta, y sin embargo el escriba también lo comprendió. El corazón de la Alianza de Dios con Israel. Esa Alianza que se cumple después en el sacerdocio de Jesucristo. Que cumple todos los sacrificios de la Antigua Alianza y todos los sacrificios bienintencionados de todas las tradiciones religiosas de la historia humana. Reduce nuestra relación con Dios a una relación de amor. Sólo se trata de una cosa: amar a Dios con nuestras fuerzas, sabiendo que esas fuerzas son pequeñas, pero con todas nuestras fuerzas. Y como decía el Concilio: “Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, el Verbo de Dios, al revelar a Dios Padre y a su designio de amor, revela también al hombre mismo, nos revela a nosotros nuestro ser”. Que somos imagen de Dios y, por lo tanto, revela también el secreto último de las relaciones humanas, en el trabajo, en la familia (las más profundas de todas), relaciones humanas en la vida social y política. ¿Cuál es el secreto de la vida humana?, ¿qué espera Dios de nosotros? Espera que Le queramos y que nos queramos entre nosotros. Que le queramos a Él con las fuerzas que tengamos. Que tratemos de quererLe con todas nuestras fuerzas, como nosotros mismos, es decir, lo mejor que sabemos, porque es a nosotros mismos a quienes, en principio, si no surgen heridas, espontáneamente tendemos a querer mejor.
Que el secreto de la vida humana se haya condensado en esta realidad… yo sé que la palabra amor está muy gastada y que se usa para cosas que tienen poco que ver, incluso que son formas sutiles de dominio o manipulación. Pero es el amor el secreto de nuestra felicidad, de la vida humana. Es la caridad el secreto de poder encontrar la verdad en nosotros mismos. Y en la verdad de nosotros mismos la alegría de ser nosotros mismos, de poder compartir con los demás esa verdad que somos.
Todos los mandamientos se condensan ahí. Fijaros, hay algo previo a esos mandamientos. Y es que para poder amar a Dios sobre todas las cosas, hay antes que haber caído en la cuenta de que todo lo que somos, todas nuestras capacidades, nuestros buenos deseos, nuestros buenos sentimientos, todo lo que hay en nuestra mente y corazón, todo lo que somos de bueno lo hemos recibido de Dios. Y entonces, sí; entonces, uno puede amar. Entonces, uno puede comprender también que Dios nos pida que Le queramos, porque Él nos ha querido primero, nos ha precedido en el amor, desde siempre, desde antes de la Creación del mundo, y nos precede cada día porque cada día nos da… Si en este momento estamos aquí, es porque el Señor nos ama. Y si en algún momento nuestra vida se termina o nos llama de nuevo, nuestro destino, gracias a Jesucristo y a su sacrificio eterno, también somos conscientes de que nos llama a participar más plenamente. Esta vida no es más que el prólogo, el prefacio, el “pregusto” de la vida eterna a la que hemos sido llamados justo por ser imagen de Dios.
Es verdad que existe en nosotros una cierta tendencia al mal. Existe en el mundo el poder del pecado, empezando por cada uno de nosotros mismos que nos aparta de Dios. Pero también es verdad que la misericordia de Dios es infinita; que el amor que hemos conocido en Jesucristo no se acaba; que se renueva siempre, no decae, no viene a menos con el paso del tiempo, o con nuestra ingratitud, porque todos nuestros problemas con el Señor son de ingratitud, de no reconocer suficientemente la plenitud y la bondad, belleza de sus bienes, que es el mismo de Su don.
Mis queridos hermanos, vamos a pedirLe al Señor, en cada Eucaristía el Señor renueva su don. La Misa es memorial de un solo sacrificio y renovación del don de Su espíritu que Jesús hace a toda la humanidad a través de su muerte, y que renueva constantemente a través de los Sacramentos de la Iglesia. Los Sacramentos no son ritos para demostrarLe a Dios que somos buenos, que Le queremos, o que tenemos que ser buenos. No. Los sacramentos son dones y regalos de Dios, formas en las que Jesucristo se da a nosotros, en el Bautismo, en el Perdón de los pecados, en la Confirmación. De manera más plena y más excelsa en la Eucaristía, siempre. Pero también en el Orden Sacerdotal y en el matrimonio.
Mañana habrá la Ordenación de un diácono a esta misma hora. Es un regalo no sólo que Dios le hace al diácono que se ordena, sino que nos hace a todos a través de ese diácono si vive con verdad, como desea vivirla, su vocación. De aquí a unos meses, si Dios quiere, será sacerdote, será consagrado a daros y comunicaros la vida nueva que Cristo da.
El matrimonio también es un don de Dios. Sólo cuando reconocemos que Dios, y la Presencia, la Gracia de Dios es esencial a la relación esponsal, a la relación de los esposos, es posible vivir el gozo de una relación esponsal en plenitud; la profundidad que tiene esa relación esponsal en plenitud por la sencilla razón de que no tiene fondo. Ahí se pone de manifiesto un amor que siempre puede crecer, mejorar, empezar de nuevo, porque es un amor que es reflejo y presencia, gracia, del amor con el que Dios nos ama y que se nos ha dado en Jesucristo. Es verdad que en la Iglesia actual se le pide a los novios que hagan los cursillos prematrimoniales para que puedan comprender mejor lo que es el matrimonio. Me parece que eso es una preparación muy pobre. Jesucristo ha venido para que vivíamos bien la vida. Vivirla con esperanza, gozo; para que aprendamos a querernos, para que aprendamos como el Señor nos quiere, como ese amor Suyo renueva nuestro corazón y nos hace posible querernos, incluso cuando parece que es imposible volver a quererse, o quererse más. Siempre es posible mejorar en el camino del amor.
Que el Señor, que se nos da en la Eucaristía, abra nuestros corazones a esta realidad. Dios es Amor. Quiere que participemos de Su amor. Nos comunica el secreto de nuestra vida humana como un amor semejante al suyo. Corrigió al escriba, pero lo hizo en la Última Cena: “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado”. Es decir, hasta el don de la vida: “No hay mayor amor que dar la vida por aquellos a los que uno ama”. Eso es lo que dice Jesús justamente cuando va a ir a la cruz, cuando sabe que es el don de Su vida lo que nos va a comunicar a nosotros la vida verdadera. A ese mayor amor estamos llamados. La santidad no es otra cosa. La santidad es el modo de la vida de Dios. No es cumplir unas reglas escrupulosamente, estar muy atento a todas ellas. La santidad es que el amor de Dios inunde nuestra vida con su corriente y pueda transformar la pequeñez de nuestro corazón, la dureza, las heridas de nuestro corazón, de forma que podamos crecer en el amor, hasta que resplandezca en nosotros y llene sobreabundantemente nuestras vidas en la vida eterna.
Que así sea para todos vosotros. Que así sea para mí. Que así sea para ese bebé que está en el carrito y que está empezando su camino: que descubra que en ese camino ha sido llamada a la felicidad eterna y que Jesucristo es la piedra angular sobre la que nuestra felicidad se puede construir sin que tiren abajo nuestra casa, ni las tormentas, ni los terremotos, ni las desgracias, porque está edificada sobre roca que es el amor infinito de Jesucristo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
31 de octubre de 2021
S.I Catedral de Granada