Homilía en la Misa del martes de la II semana de Pascua, el 13 de abril de 2021.
El Evangelio de hoy continúa el de ayer, para subrayar esa continuidad. Ayer veíamos que el Acontecimiento de Jesucristo lleva al hombre a nacer de nuevo, independientemente de la edad que tenga; a una novedad que se puede comparar a una nueva creación -como dirá San Pablo-, a un nuevo nacimiento. Y cómo ese nacimiento tiene que ver con el Bautismo, aunque los Sacramentos están tan deteriorados en nuestro contexto que no nos damos cuenta ni siquiera casi de lo que significan. Pero hoy, las Lecturas nos subrayan el primer fruto de ese nuevo nacimiento, esa nueva criatura. ¿En qué consiste? En lo primero es en hacer posible la unidad, que, curiosamente, si queréis lo podemos llamar la Comunión (en el Credo se llama la Comunión de los Santos, es la sustancia misma de la vida de la Iglesia). La Iglesia es una Comunión en Cristo, en la que todos somos miembros de Su cuerpo y miembros los unos de los otros, porque todos formamos un solo cuerpo.
Esa unidad es el primer designio de Dios. Es lo que Dios más desea que se produzca entre los hombres y, ciertamente, en aquellos que conocen a Cristo. Es un milagro. Es verdaderamente un nuevo nacimiento, porque, desde que existe la humanidad, el Libro del Génesis pone la primera escena después de la salida del Paraíso en el asesinato de Abel por obra de Caín.
La obra del diablo es siempre dividir. Él dividió al hombre de Dios y del designio bueno de Dios, que era la promesa del árbol de la vida, y él ha dividido a los hombres, a los dos hermanos, cuando no había más que dos hermanos, entre sí. Y la unidad es, por lo tanto, el don más grande de Dios, que no es uniformidad, que no significa que seamos todos iguales. Eso son las fábricas de coches. Los hacen en serie. No significa ser cristianos en serie. Cada uno tiene su riqueza única, su vocación única, su historia única, su relación única con el Señor.
Y sin embargo, la unidad es posible justo porque el milagro está en que, siendo diferentes, nos hace el Espíritu de Dios capaz de salir de nosotros mismos y de amar al otro, no sólo como es, sino según el designio bueno que Dios tiene para cada uno. Ver en el otro siempre el designio de Dios. Ver en los otros siempre el designio de Dios y contribuir el ser instrumento de ese designio que no violenta la libertad, que cuida sencillamente lo que es bueno, lo que es bueno para los otros. Pero una unidad tan grande que Jesús la compara a la unidad que Él tiene con el Padre. “De la misma manera que el Padre está en mí y yo estoy en el Padre, así vosotros”. “Sed uno, para que el mundo crea que Dios me ha enviado”. Esa unidad hay que pedirla, porque es una Gracia de Dios. Hay que pedirla en los matrimonios. El primer milagro de comunión y de unidad se da en el mismo matrimonio. Sin la Presencia de Dios, sin la Gracia de Dios, sin una Gracia de Dios cuidada, como se cuida una bella maceta de flores o un bello huerto, pero que está lleno de la Gracia de Dios, pues, un matrimonio se va al traste. Y puede ser una convivencia útil, una soledad de dos en compañía, con distancias infinitas entre el marido y la esposa, pero no se da la unidad, que siempre es Gracia de Cristo, parte del nuevo renacer.
De hecho, yo creo que, cuando San Pablo dice que, porque Cristo ha resucitado “ya no hay judío ni gentil, ni griego ni bárbaro”, mostrando cómo las divisiones que los hombres hemos creado, las mismas divisiones de las naciones (que la de griego y bárbaro era una división de sentido de nación. Los griegos eran la nación culta. Los bárbaros eran los hijos del desierto, los hijos del campo que no tenían cultura ninguna), ya no hay esa diferencia. Pero dice también: “Ya no hay hombre ni mujer”. Se refiere, fundamentalmente, al matrimonio, aunque, evidentemente, incluye la igualdad de dignidad entre el hombre y la mujer. Y la igualdad de vocación y la igualdad de destino, y la posibilidad, por lo tanto, de hacer siempre un camino juntos como hermanos, como amigos, como esposo y esposa. Pero si el matrimonio, que Dios lo ha ayudado de tantas maneras en la creación mediante el atractivo del hombre hacia la mujer y de la mujer hacia el hombre, la unidad misma es una comunión. Pensad en cualquier otra unidad: la unidad de amigos en la vida, qué difícil es que se mantenga en el tiempo. La unidad entre compañeros de trabajo. La unidad entre personas que se tropiezan… Pensad que el Señor nos pidió incluso amar a los enemigos, porque Él nos ha amado a nosotros cuando nosotros éramos enemigos de Dios, y ha dado Su vida por nosotros, cuando éramos nosotros enemigos de Dios.
Sólo os llamo la atención sobre un detalle y es que, en cada Eucaristía, inmediatamente después de que Cristo está presente entre nosotros en el altar, lo primero que la Iglesia pide es que aquellos que participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo formemos en Cristo un solo Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas. Cada una lo dice con unas palabras, pero la primera petición es la de la unidad.
El primer fruto de que Cristo ha resucitado es nuestro deseo, nuestro anhelo, nuestra búsqueda de esa unidad. Que el Señor quiera concedérnosla a nosotros, en el contexto en el que vivimos, en nuestras familias, en nuestra Iglesia e, idealmente, Le pedimos y deseamos que haya una unidad en el mundo entre todos los hombres, hijos del mismo Dios, criaturas del mismo Padre.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
13 de abril de 2021
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral