La experiencia viva del Amor de Dios

Homilía en la Santa Misa el lunes de la X semana del Tiempo Ordinario, el 8 de junio de 2020.

Muy querida familia (y también aquellos que se unen a esta Eucaristía a través de la televisión):

 

Comenzamos hoy la historia de Elías. El nombre de Elías, como todos los nombres judíos (como en general los nombres en el mundo semita), tiene un significado y ese significado suele ser apropiado a la vocación de cada uno. De hecho, quien pone un nombre a otro expresa, no su poder tanto como su autoridad (autoridad en el sentido original, en el sentido de que uno le confiere la posibilidad de hacer o de vivir aquello que corresponde a su nombre) y eso pasa, Dios le manda a Adán y a Eva que pongan nombres a los animales y eso significa el dominio de Adán y Eva sobre los animales. Jesús pone nombre a Simón y le llama Pedro. Elías significa “mi Dios es Yahvé”. Yahvé era el Dios de Israel y hubo un momento en la vida de Elías en que él era el único, prácticamente, porque el pueblo se había convertido todo él en servidores de los ídolos, fundamentalmente de Baal, que era el dios más importante en Canaá (entre el Panteón) y los reyes de Israel, donde él vivía, se habían convertido también a esos dioses falsos, a esos ídolos que se veneraban en los montes, en las cumbres de los montes (por eso habla tantas veces el Antiguo Testamento de los lugares altos). Y hubo algún momento en que Elías era el único que en Israel mantenía la alianza y la memoria de la alianza del Dios vivo. Yo muchas veces, con la figura de Elías, que es un tipo grande y valeroso, un verdadero guía del pueblo, a mi me ha servido y os digo cómo me ha servido: ¿Y si yo fuera el único cristiano que hubiera en este pueblo o en esta nación, qué haría. Pues, eso es lo que tengo que hacer. Y puede ser que sea un pensamiento que os ayude. “Si no hubiera más cristiano que yo en el entorno donde yo trabajo o en mi vecindario, ¿qué sería lo que haría?, ¿cómo querría a las personas?, ¿cómo querría yo que conociesen a Jesucristo? Más que hablarles, ¿qué relación tendría yo con ellos para que a través de esa relación puedan conocer a Jesucristo?

Recuerdo también, fue la primera vez en mi vida hace muchísimos años, que yo conocía a una seglar consagrada que era profesora de instituto, profesora de gimnasia, era una chica bastante joven en aquel momento y era un instituto (no era aquí en España), pero era un instituto oficialmente erigido y creado por el Partido Comunista. Era la única cristiana que había allí. Recuerdo yo que le preguntaba unas cuantas veces cuando la conocí, ¿y tú qué haces?, ¿y cómo lo haces? Decía: ¿yo?, querer mucho a la gente. Una profesora en un momento se puso enferma su hija y yo empecé a ir a visitar a la hija después de salir de clase. Y durante un cierto tiempo ella me decía “yo sé que tú vienes a visitarme para convencerme, para que me pase a la vida cristiana y para que me haga cristiana”. “No. Vengo por cariño a tu hija y por cariño a ti. Y estuve haciéndolo casi tres años”, hasta que la hija salió (no recuerdo si era una leucemia, pero estuvo haciéndolo mucho, mucho tiempo), y luego cuando ya había pasado la enfermedad vino su compañera a preguntarle “yo quiero querer una fe y una capacidad de querer a las personas como la tuya”. Pero ella no había podido hacerle apostolado nunca. Reflejaba así la verdad de Dios y también la paciencia de Dios, y el hecho de que el cristianismo no es como una ideología, es otra cosa.

El cristianismo está expresado en el Evangelio que acabamos de leer que es, casi como un resumen, como la quinta esencia, como un perfume del Evangelio, y estamos muy acostumbrados a leerlo, a leer las Bienaventuranzas como si fuera un examen de conciencia, y las usamos para examen de conciencia, y eso vale para algunas de las bienaventuranzas, pero sólo para algunas. Por ejemplo, no vale para “bienaventurados los que lloran”. ¿Qué quiere decir el Señor con bienaventurados los que lloran?, ¿que tenemos que pasarnos la vida llorando? Ni hablar. Dios nos libre. Él está proclamando que el Reino ha llegado. En las Bienaventuranzas la palabra más importante es bienaventurados, dichosos, felices. Felices porque el Reino está aquí. ¿Cómo está el Reino aquí? Porque está Jesucristo y donde está Jesucristo está Su Reino. Y donde está Jesucristo, junto a Él, uno experimenta la libertad de los hijos de Dios. Junto a Él. Y que es lo que cambia en nuestro corazón y, después de cambiar nuestro corazón, cambia, a la medida de nuestras pobres fuerzas, la vida.

Las bienaventuranzas las hay de tres tipos. Una, la de bienaventurados los pobres, que San Lucas no dice “en el Espíritu”, sino “bienaventurados los pobres”, es del tipo de la de “bienaventurados los que lloran”. Los pobres eran una categoría en el pueblo de Israel, eran los que vivían conscientes de su pobreza esperando la llegada del Reino de Dios. Entonces, Jesús dice “dichosos vosotros pobres”. Si uno lo piensa, pobres somos todos y no hay más pobre que el que se cree que no lo es. Porque el que se cree que no lo es ya tiene bastante desgracia con vivir en la mentira en la que vive. Todos somos pobres, como todos lloramos, por una cosa o por otra, o por mil cosas. Hay vidas que parece que cuando uno las conoce dice es que el Señor ha elegido a esta persona para ser permanentemente un signo de su pasión. Y ha participado de la Pasión del Señor de mil maneras a lo largo de la vida y parece que su vida ha estado toda ella marcada por el sufrimiento y por la pasión. A esos les dice el Señor “dichosos porque ha venido el Reino de los Cielos”, “dichosos porque vais a heredar la tierra”. Entonces, hay unas cuantas bienaventuranzas que se dirigen a la condición humana, pecadora, pobre, que llora, que llora por mil cosas. Y nos dice: “Alegraos”. Alegraos porque la dicha está aquí, ya ha venido, este es el Reino de Dios. Acercaos, disfrutad. La dicha está aquí, al alcance de vuestra mano.

Luego, otras tienen, sí, efectivamente, un componente moral: “Bienaventurados los limpios de corazón”. Es evidente que nos invita el Señor a acercarnos a Él de nuevo también, para que nuestro corazón pueda purificarse. No nos purificamos nosotros. Nunca. Cuando nos purificamos nosotros, nunca se sabe si estamos actuando por orgullo, por estar a la altura de nuestra imagen, por esta a la altura de la imagen que queremos que los demás tengan de nosotros… por mil cosas que no son de Dios. Sólo nos limpia el corazón la Presencia del Señor, que nos hace reconocer nuestra pobreza, nuestra pequeñez y nuestra necesidad del Reino.

Luego, la palabra justicia aquí tiene un sentido que sólo se ilumina a la luz del lenguaje judío y del Antiguo Testamento. Es la salvación. “Bienaventurados los que tiene hambre y sed de la justicia”, entraría en la de los que lloran. Los que quieren ser salvados, los que quieren que les hagan justicia a las injusticias que han padecido a lo largo de la vida, porque la vida suele ser una serie de injusticias, una detrás de otra, muchas veces, y para muchos, para la inmensa mayoría de los hombres.

O “bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia”. Por causa de la justicia es por causa del Reino, por causa de la salvación de Dios, por causa del testimonio que dan: “Vosotros buscad sólo el Reino de Dios y su justicia”, decía el Señor. El Reino de Dios y la vida que el Señor trae, esa es la justicia. La justicia que Dios hace a los hombres, todos nosotros oprimidos. Y oprimidos unos por otros, y oprimidos sobre todo por el Enemigo, por Satán, por el pecado.

Y luego, hay una bienaventuranza que es muy propia y que es una categoría suya ella sola: “Bienaventurados vosotros cuando os insulten, os calumnien y os persigan”. Que no se trata de huir de eso. Yo, a veces, le he pedido al Señor, cuando me ha sido como, seguro que como a todos vosotros, porque a veces te calumnian en el ámbito de la familia o te hacen la vida difícil en el ámbito del trabajo, en circunstancias muy sencillas y muy cotidianas, y muy pequeñas se dan todo este tipo de circunstancias de perseguir; y si saben que eres cristiano, te pinchan porque eres cristiano, a ver cómo reaccionas. Yo le he pedido muchas veces al Señor: “Señor, enséñame la sabiduría que contiene esta bienaventuranza”, que yo me sienta dichoso, que pueda sentirme dichoso, porque eso es lo que hicieron contigo los hombres, eso es lo que hacemos contigo los hombres, todos los días. Eso es lo que, como Tú dices, hicieron con los profetas, y no es el discípulo mayor que su maestro. Pero, entrar en esa sabiduría es un don de Dios muy grande y muy especial. Yo no lo he conseguido nunca sentirme así, espontáneamente dichoso. Le pido al Señor que me lo concede. Pero, soy consciente de que hay ahí una sabiduría. He podido llegar a darLe gracias al Señor por ciertos sufrimientos o por ciertas formas de persecución, en algún momento, después de que han pasado. Pero digo, “me falta mucho, me falta mucho”. Quisiera sentirme dichoso cuando llega el momento y poder decir “nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero”. Pero el corazón del Evangelio está aquí. Y el Evangelio es ante todo un regalo, el regalo de la dicha, de la bienaventuranza, de la alegría. “Yo he venido para que mi alegría esté en vosotros y para que vuestra alegría llegue a plenitud”. Jesús no ha venido para hacernos buenos. Sabe que no lo somos. Jesucristo ha venido para que conozcamos hasta qué punto somos amados por Dios y podamos vivir contentos por la experiencia viva de ese Amor.

Que el Señor nos lo conceda a todos.

+ Javier Martínez
arzobispo de Granada

8 de junio de 2020
Iglesia parroquial Sagrario Catedral (Granada)

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