“La Creación se consuma en Pentecostés”

Homilía en la Santa Misa el sábado de la VII semana de Pascua, el 30 de mayo de 2020.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios (me dirijo a vosotros que estáis aquí y también a aquellos que nos siguen, que nos seguís a través de los medios de comunicación, de la televisión diocesana):

Hoy es un día grande. Grande para todos. Para todos los que hemos conocido al Señor, para todo el Pueblo santo de Dios, al que todos pertenecemos.

Comenzamos con esta vigilia la celebración de Pentecostés con la cual culmina el tiempo pascual. Se cierra en este día el bucle del que yo os he hablado varias veces a lo largo de estas semanas de Pascua.

El Hijo de Dios vino a la tierra y se unió a nuestra humanidad. Unido a esa humanidad hasta la muerte en una alianza que ni siquiera la muerte, ni el Enemigo, pudieron romper. Triunfa sobre el pecado y sobre la muerte, y sube al Cielo. Sube al Cielo llevando nuestra humanidad. Pero, podríamos decir: “Bueno, se la ha llevado al Cielo, pero nosotros estamos aquí todavía”. El bucle se cierra porque justamente al mismo tiempo que triunfa sobre la muerte deja sembrado en esta tierra el Espíritu de Dios. Su Espíritu de Hijo, el Espíritu Santo. Y con eso se cumple, se culmina la obra redentora de Jesús. Y empieza una historia nueva, empieza una humanidad nueva. Empieza, si queréis, desde la mañana de Pascua, pero es que es imposible separar verdaderamente la Resurrección, la mañana de la Resurrección de la mañana de la Ascensión, del día de Pentecostés. Son tres acontecimientos que son uno a la vez, aunque hayan sido diferentes en el tiempo, pero forman una sola realidad. La culminación de la redención del hombre por obra de Jesucristo. El único nombre bajo el Cielo que se nos ha dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos.

En realidad, no sólo culmina la obra de Jesucristo. Pensaríamos nosotros “bueno, eso es algo que nos afecta a los cristianos y a los que creemos en Jesucristo”. No. Culmina la obra de la Creación. En realidad, la Creación se consuma en Pentecostés. Es curioso que, desde el principio, el acto, la segunda línea, la segunda frase del libro del Génesis -“En el Principio creó Dios el cielo y la tierra”- la tierra era confusión grande y el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz del abismo. Ya en la Creación, porque el Espíritu es creador, es vivificador.

Cuando en la Creación del hombre vuelve a repetirse “infundió Dios Su Espíritu”, nos hizo partícipes de Su Espíritu. Es por lo que somos distintos de las demás criaturas. Porque tenemos un anhelo de Dios, que está sembrado en nuestro ADN desde la Creación. Un anhelo de Infinito y una manera de relacionar todo con el Infinito que no tiene ninguna otra criatura. Nosotros apenas conocemos una cosa y la ponemos siempre en un marco. Esa alianza de Dios los hombres la rompimos también desde el comienzo. Ese es el significado del relato, del pecado original. El hombre rompe su relación con Dios. Dios había creado al hombre para que fuera su amigo y viviese gozosamente en el jardín del Edén dominando, pacíficamente, sobre todas las criaturas, y el hombre rompió su relación con Dios.

No es casualidad que el relato que viene inmediatamente después de ese es el primer crimen entre dos hermanos. Se rompe la relación con Dios y la consecuencia inmediata es que los hermanos se separan. La obra de Dios es unir. La obra de Dios es crear. La obra de Dios es llamar a la vida. La obra de Dios es amar y en Su Amor darse. Y ese don primero, la primera gracia, el primer don del Señor es la Creación. Y nosotros desde el principio envenenamos la Creación al romper nuestra relación con Dios, porque también rompemos las razones para amarnos unos a otros como imagen de Dios que somos.

Y toda la historia de Salvación es la historia de esa ruptura y la historia de la fidelidad de Dios, a pesar de esa ruptura. La ruptura que consiste en la muerte de Abel por obra de su hermano, Caín, se sigue multiplicando más adelante y llega un momento en que, con el castigo del diluvio, el Señor divide las lenguas. ¿Es Dios quien ha dividido las lenguas? No, es el pecado de los hombres el que nos ha dividido y ha hecho que nos establezcamos. Las lenguas no son una división. Las lenguas son una preciosa ocasión de comunicarnos a través de ellas, como no es una división el ser hombre y el ser mujer. Son riquezas de la Creación. Pero la afirmación de nosotros frente a otros, la creación del concepto de extranjero, la creación del concepto de distinguir y separar el que tiene derechos y el que no tiene derechos en un determinado lugar, que va unido siempre al sentimiento de propiedad de ese lugar, eso es fruto del pecado. Después del diluvio, sin embargo, el Señor establece una nueva Alianza con Noé. Vuelve el pueblo de Israel (todavía no existe), vuelven los patriarcas a alejarse de Dios y a combatir unos con otros. Y Dios elige a Abraham para empezar con él una historia, hace una Alianza con Abraham, los hijos de Abrahán descienden a Egipto. También ahí hay un hermano que muere, cuando matan sus hermanos a José, y el Señor, sin embargo, los saca de Egipto y renueva su Alianza en el Sinaí, que es el texto que hemos leído.

En esa Alianza, Dios se manifiesta como fuego, humo, como un volcán realmente. Es la descripción de un volcán que derrite las rocas. Para el hombre antiguo del mundo semita, lo divino está hecho de fuego. Entonces, no es extraño que se cumpla
–diríamos-, en el día de Pentecostés…, bajaron como lenguas de fuego, para invadir el corazón de los discípulos.

Dios mío, la historia de Israel es la historia de cómo Israel es infiel a la Alianza y cómo Dios es fiel a esa Alianza. Y los oráculos de los Profetas. Hemos leído uno de ellos. Hay un montón de ellos que podrían servir para esta tarde. “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y vuestros jóvenes verán visiones”. Es la visión de un pueblo vivificado por el Espíritu de Dios. Por lo que este texto se escoge para esta tarde es justamente eso: porque es un pueblo el que nace, un pueblo el que nace del Espíritu. No es a unas personas especiales (como algún profeta que recibía el Espíritu del Señor), sino es un pueblo en el que todos son -lo habéis oído decir y está dicho en la liturgia muchas veces- “reyes, sacerdotes y profetas”. Reyes (y sacerdotes y profetas), porque participamos del triple oficio de Jesucristo, que es el de ser “Rey de la Creación” por derecho de conquista, por haber vencido a la muerte. Sacerdote, porque es mediador entre Dios y el hombre, y nosotros todos recibimos a Dios, y por lo tanto somos mediadores entre Dios y el mundo. Y profetas, porque si recibimos, acogemos el Espíritu de Jesucristo y vivimos del Espíritu de Dios, hablamos las palabras de Dios.

El Espíritu de Dios sacia nuestra sed. Os explico un poquito el trasfondo de este pasaje de San Juan. Dice el evangelista: “En el día más solemne de la fiesta, era la fiesta de los tabernáculos” (era una fiesta que tenía lugar en Jerusalén, en otoño, y la gente hacía cabañas por las calles de Jerusalén y cogían también ramos de palmas, y limones, y agitando los ramos de palma y tomando los limones les suplicaban a Dios por el don de la lluvia. La vida del pueblo de Israel dependía de que hubiera dos o tres días de lluvia en otoño. Si no llovía en otoño, no había siembra y no se vivía, había hambruna al año siguiente, y había que pedirlo todos los años. Tenía que llover dos o tres días en otoño y dos o tres días en primavera, en torno a la Pascua). Y esta es esta fiesta donde se pide la lluvia, donde Jesús dice: “El que tenga sed que venga a Mí y que beba”, porque, como dice la Escritura, “de Sus entrañas manarán torrentes de agua viva”. Y comenta el evangelista, de manera que nosotros podamos agradecerle el comentario, decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en el Él. El Espíritu, esos torrentes de agua viva que brotan de Cristo y que vivifican nuestras vidas y nos mantienen, y sacian nuestra sed.

Repito algunas de las cosas básicas que he dicho estos días que creo que es bueno repetir el día de Pentecostés: el Espíritu da vida y purifica con Su agua viva, de nuestro mal, de nuestros pecados, y el Espíritu genera la comunión. La comunión con Dios restaura nuestra naturaleza en el sentido de que restaura la comunión con Dios, la que Dios quería para el hombre desde la creación del mundo y la que nosotros no somos capaces de recomponer ni de restaurar. El amor y la misericordia infinita del amor de Dios restaura esa comunión y hace posible también la comunión con otros, creando un nosotros que abarca toda la Iglesia y que abarca idealmente al mundo entero, puesto que todo el mundo está llamado, o somos hijos de Dios, o somos un sagrario de Dios, que hemos sido creados para ser hijos de Dios. Todo ser humano, por el hecho de existir, es un sagrario. Puede no conocer a Dios, puede vivir de espaldas a Dios, puede no haberlo encontrado nunca, puede siquiera no haberlo buscado y, sin embargo, su corazón está creado para ser templo de Dios, morada del Espíritu, lleno de la infinitud del amor con el que Dios nos ama en Cristo Jesús.

Por eso, Pentecostés (que no se lee hoy, que se lee mañana por la mañana) habla de cómo en Jerusalén, el día de Pentecostés, que es como el nacimiento a la vida pública de la Iglesia, había en Jerusalén partos, medos, helamitas… Cuando se hace la lista de aquellos pueblos se ve que eran el mapamundi de alguien que vivía en Jerusalén y que tenía Jerusalén como centro, porque va recorriendo desde la zona de Persia, dando la vuelta por África hasta el sur, y recorre lo que sería el mapamundi. Era una manera de decir que había en Jerusalén gentes de todos los pueblos. Y también reciben el Espíritu de Dios. La comunión es para todos los pueblos. La salvación de Cristo, el triunfo de Cristo sobre la muerte y sobre el mal, sobre el pecado, es para todos los hombres, porque nadie, desde que por el pecado perdimos la primera gracia, nadie tiene acceso a la Vida divina. Sólo si la Vida divina nos es regalada. Y eso es lo que ha hecho Jesucristo de una manera inmensa, sobrecogedora, bellísima, increíble, inefable. Eso es lo que ha hecho Jesús: introducirnos, unirse a nosotros e introducirnos en la vida divina, e introducir y sembrar en nuestro corazón esa vida divina que es Amor; Amor y nada más que Amor.

Cuando decimos “Dios nos castiga” o “Dios se enfada”, todo eso son antropomorfismos, maneras de aplicar a Dios un poquito nuestras categorías humanas. Dios no es que tenga sentimientos de amor, es que es el Amor. Y, de hecho, cualquier amor verdadero, hasta el más chiquitito, aunque sea verdadero, es ya una participación en el Ser de Dios. Y es el amor lo que se ha derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

Que sepamos y el Señor nos dé, y nos ayude, a cuidar ese regalo precioso que no es comparable ni al oro, ni a ninguna joya de este mundo; que no es comparable a nada, y que es lo único que hace realmente nuestra vida feliz. Que ese don crezca en nuestras vidas, hasta llenarlas por entero mientras vamos de camino, y así en la vida eterna.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de mayo de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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