La Comunión de los santos

Homilía en la Eucaristía en la conmemoración de los fieles difuntos, el 2 de noviembre de 2020, en la S.I Catedral de Granada.

Muy queridos hermanos;

La celebración de hoy no es una celebración en absoluto triste. Es una celebración de acción de gracias. Toda ella, todo el día. Como una sombra del Prefacio con la que empieza la oración central de la Eucaristía y que por eso, porque es el comienzo, se llama “prefacio”: “Es justo y necesario. Es nuestro deber y salvación darTe gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios Todopoderoso y eterno”. Siempre, en todo lugar, podemos dar gracias.

Ayer celebrábamos el número incalculable de triunfadores. Como diría un novelista al que citaba el Papa Francisco, “los santos de la puerta de al lado”, que algunos hemos conocido. Algunos, nuestros mismos padres, que, sin ninguna pretensión, ni pensar jamás que ellos podrían ser contados en el número de los santos, pero que forman parte de esa belleza única en la historia que es el Pueblo santo de Dios. Santos de los que la Iglesia está llena. Personas que, sin meter ningún ruido, como si pasaran por la vida en zapatillas, sin embargo han derramado a su lado amor, misericordia, perdón. Somos hijos de ese Pueblo. Somos hijos de esa multitud. Y un poco como también hacemos en la Plegaria eucarística, que primero pedimos por los que participan de la Resurrección de Cristo y después, “por todos los que han muerto en Tu misericordia”. A la sombra de la celebración de ayer, hoy pedimos por todos los difuntos. Naturalmente, especialmente por los nuestros.

No nos pide el Señor otra cosa. Y todos tenemos, que no sabemos si pertenecen al primer grupo o no… Esperamos que sí, con toda nuestra esperanza y nuestra fuerza, aunque conozcamos sus defectos; aunque sepamos los límites que tenía su vida. Pero han sido redimidos por la Sangre de Cristo. Han sido amados infinitamente. Son amados infinitamente por Cristo. Y la muerte no rompe los lazos de unos con otros. Eso es algo que, aunque rezamos el Credo todos los domingos, los cristianos no somos especialmente conscientes de ello. No es una verdad del Credo que nos impresione o que vivamos, y sin embargo tenemos mucha necesidad de vivirla.

La muerte no rompe la relación entre quienes estamos de peregrinación por este mundo y quienes han terminado su peregrinación. La muerte no rompe el Cuerpo de Cristo, ni acaba con la misericordia y el amor de Cristo. Entre otras cosas, el amor de Cristo, por ser el amor de Dios, es eterno. Es desde toda la eternidad y para toda la eternidad. Y ese amor no se acaba. Es un gesto. Por lo tanto, la celebración de hoy es un gesto, más que de piedad y también de piedad; pero es un gesto de la Comunión de los santos. Es un gesto que expresa la Comunión de los santos. La certeza de los vínculos que nos unen a quienes nos han precedido en la fe y, sin embargo, forman parte de nuestro cuerpo, siguen formando parte de nuestro cuerpo, y siguen unidos a nosotros y nosotros unidos a ellos. Por eso los lazos sacramentales, misteriosos, que unen a los miembros del Cuerpo de Cristo.

Decía un teólogo muy grande del siglo XX (quizás el más grande), Von Balthasar, que mientras que en la Tradición de la teología hay una corriente que dice que en el Cielo no hay fe y que en el Cielo no hay esperanza, que en el Cielo solo hay amor; hay otra corriente en la teología, y creo que san Juan de la Cruz estaba en ella, que dice que en el Cielo el mismo Jesucristo tiene fe porque la humanidad de Cristo está adherida. La fe no es sólo creer lo que no vemos, sino ser fieles a lo que vemos. Permanecer unidos a lo que vemos. Y dice que en el Cielo hay fe. La tiene Jesucristo y la tienen los santos, y los difuntos. Y hay esperanza. Y la razón que dan los teólogos que han sostenido eso a lo largo de la historia de la Iglesia (porque también se puede decir que cuando uno ha llegado y conseguido lo que esperaba, ya no tiene esperanza, ¿no?, pero eso es una manera muy pobre y muy individualista, en el fondo, de pensar en el Cielo, pensar en el Cielo para mí), decían ellos: ”Sí, pero hay dos maneras de esperar. Uno, esperar para uno mismo; y otro, lo que uno espera para aquellos a los que quiere”. ¡Me parece precioso!

Dice: “Y Jesús, en el Cielo, mientras el número de los hombres nos haya completado, tiene esperanza. Nos espera a nosotros. Espera nuestra llegada. Le faltamos nosotros, que estamos todavía de peregrinación, que no hemos llegado a casa. Entonces, también nosotros esperamos el Cielo para nosotros”. Claro que sí. La vida eterna, no por nuestros méritos, sino por la misericordia de Dios. Pero esperamos también por todas las personas que queremos.

Que el Señor las haya consolado. Que el Señor haya recompensado sus fatigas. Que el Señor les dé descanso; que perdone sus faltas con la misma misericordia con la que pedimos que perdone las nuestras y todos un día, juntos, sin que nos falte nadie. Si nos faltara alguien, no sería el Cielo. Si a la oración de Cristo a su Padre, por todos y cada uno de nosotros… Es verdad que podemos responder que no. Es verdad que somos libres y el misterio profundísimo, que es el misterio más grande de la Creación, de nuestra libertad, hace posible que le digamos que no, y podemos empeñarnos en ese “no”. Pero nosotros confiamos en los caminos secretos del amor infinito de Dios. Fijaros que el amor, también en la experiencia nuestra de la vida; el amor de una madre, el amor de unos padres o de un esposo, de una esposa, es capaz de hacernos hacer los mayores sacrificios y de que los hagamos libremente. Es decir, sin que esos sacrificios signifiquen una disminución en nuestra libertad, sino todo lo contrario. Esos sacrificios que hacemos por amor, esos esfuerzos o esos excesos que hacemos por amor (y sería la palabra “excesos” la mejor), es lo más libre de nuestra vida. Nadie queremos que nos quiten esos excesos. Nadie queremos que eso desaparezca de nuestra vida. No quisiéramos ser un trozo de madera, un trozo de banco, ¿no?

El amor es lo más esclavo y lo más libre. Y si el amor en esta vida tiene tantos recursos para obtener la respuesta de amor, los recursos del amor infinito de Dios, no podemos ni imaginárnoslos. Por eso esperamos que todos tus hijos resucitarán. Por eso esperamos que no nos falte nadie. Por eso pedimos por ellos. Por eso pedimos, porque han sido difuntos.

Quisiera terminar, aunque me alargo un poquito, con una anécdota que descubría antes de ayer. En la Casa Real de Habsburgo –que, por cierto, uno de los emperadores del Imperio Austro Húngaro, uno de ellos, el marido está en proceso de beatificación, y ella creo que está apunto de abrirse su proceso–, había una costumbre cuando los enterraban. Después del funeral, de las exequias, con el cadáver presente, se dirigen al sepulcro familiar y al panteón familiar, y el capellán del panteón está en la puerta, y pregunta “¿quién viene?”, y dice alguien de los que acompañan al féretro “el emperador Otto, emperador de Austria y de Hungría”, y lee sus títulos como emperador; y el capellán dice “no le conozco”. Sigue, “archiduque de ‘nosequé” y sigue diciendo títulos de esas casas reales antiguas, que son larguísimos, y el capellán responde siempre “no le conozco”. Eso puede durar un ratito. Al final, el que responde al capellán dice “un miserable pecador”, y el capellán dice “que pase”. ¡Me parece de una sensibilidad preciosa! Porque aquí, ante Dios, no vale ningún título de este mundo, ¡ninguno! El único título que vale es que, como mendigos, suplicamos para todos nosotros, y para todos, la misericordia de Dios.

Lo último que quería deciros y que no quiero dejar sin decir, después de esta preciosa anécdota, es que pidamos por aquellos que no pide nadie. Yo sé que han muerto muchas personas en este tiempo. Hay mucho sufrimiento en familias que no han podido… Estoy pensando en ti, Montaña, que no has podido despedirte de tu madre y tuviste que ir, cuando pasó ya el estado de alarma, a recoger sus cenizas. Y como tú, tantas personas. Son hermanos nuestros. Son miembros de nuestro cuerpo. Los tenemos muy, muy en el corazón.

Pero luego, hay otros que no tenían a nadie que pidiera por ellos. La historia está llena de personas. Y yo creo que esta fiesta, esta celebración de todos los fieles difuntos es una invitación a que los tengamos especialmente en cuenta. Porque yo pienso en mi madre, y mi madre siempre me dijo: “Hijo mío, el día que yo haya muerto no vayas a verme al cementerio, que allí no estoy yo. Tú reza por mí”. Pero, ¿y los que no tienen a nadie, que nadie les ha dicho eso, que piensan que nadie les ha querido en esta vida lo suficiente como para acordarse de ellos? Yo creo que son los que están más cerca del Corazón del Señor. Y si nosotros estamos unidos al Señor, porque Él ha querido unirse a nosotros, también para nosotros, esos, que son los más pobres, los más abandonados, aquellos de los que literalmente nadie se acuerda tienen que ser hoy de una manera especial objeto de nuestra comunión y de nuestra oración.

Vamos, pues, a continuar la Eucaristía y que el Señor tenga misericordia y reciba en Su Reino a todos nuestros hermanos difuntos.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

2 de noviembre de 2020

S.I Catedral de Granada

Escuchar homilía

Contenido relacionado

Enlaces de interés