Jesucristo, alimento de nuestra vida y de nuestro corazón

Homilía en la Santa Mida del martes de la III semana de Pascua, el 28 de abril de 2020.

Muy queridos hermanos y hermanas, y amigos, que nos unimos a la Eucaristía a través de las imágenes de la televisión:

El relato de hoy de los Hechos de los Apóstoles nos pone ante los ojos el martirio de Esteban, el primer mártir cristiano; tres años, cuatro años, después de la muerte de Jesús, nada más, incluso menos.

La Iglesia ha vivido siempre de los elementos que aparecen en esta primera parte de los Hechos de los Apóstoles, que son bellos. Desde el principio, le ha acompañado la predicación, el anuncio de lo que hemos visto y oído, el anuncio de Jesucristo; la vida común, una comunidad que comparte dones y que comparte bienes, y que comparte la vida, realmente. Por lo tanto, yo sé que suena ya a frase hecha el decir “queridos hermanos y hermanas”, pero es que es lo que somos. Y somos la familia de Dios, y rezamos juntos a nuestro Padre común. Y yo creo que más el mundo se seculariza y más necesidad tenemos nosotros de vivir como una familia, no sólo para defendernos, o en una actitud defensiva o así, sino para ser más fieles. Es una oportunidad que el Señor nos da de ser más fieles a lo que somos y también para poder anunciar al mundo a Jesucristo. Y desde el principio ha tenido persecución. El otro día Pedro y Juan estaban en la cárcel. Hoy es el martirio de Esteban. Por lo tanto, la persecución y el martirio son rasgos que han acompañado a la Iglesia desde el primer momento.

No es tampoco la liturgia, que marca ritmos de tiempo y nos educa a través de los ritmos de los tiempos, no es casual que al día siguiente de Navidad la Iglesia celebre justamente a San Esteban. Es decir, se encarna el Hijo de Dios y porque la experiencia del Encuentro con Jesucristo es la experiencia del Evangelio de hoy. “Yo soy el pan de vida”. Jesucristo es el alimento de nuestra vida. Jesucristo es el alimento de nuestro corazón. Jesucristo es el que cumple y sacia nuestros anhelos y nuestros deseos de nuestra vida. “Yo soy -por decirlo con palabras suyas que tienen mucha más fuerza y potencia- el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre si no es por mí”. Pues, Él dice aquí algo equivalente: “Yo soy el pan de vida”. El alimento sacia nuestra hambre. Y luego, Él habla de que “el que cree en mí no tendrá sed jamás”, algo muy parecido a lo que le dijo a la Samaritana -“El que guste de esta agua nunca más tendrá sed”- y le dice “Señor, dame de esa agua, porque quiero no tener que venir al pozo a buscarla”, y Jesús le hablaba de otra agua.

Él es quien sacia nuestra humanidad, que está constituida por un anhelo y por un deseo: el deseo de ser felices, el deseo de plenitud. Plenitud en la inteligencia de las cosas, de nosotros mismos, de los demás. Plenitud en la libertad, que no es el hacer lo que a uno le apetezca o le venga en gana, sino el poder darse. La libertad. El modelo de la libertad es la libertad divina, que es la libertad de darse a otro y, por lo tanto, es una condición indispensable para poder querer. El amor sólo es posible en un ser libre. Es como una infraestructura que el Señor nos ha dado. Igual que la razón, porque el amor también es un acto de la razón. La inteligencia y la libertad nos la da para poder amar, que es la meta de nuestra vida. Y el Señor nos abre al uso de la razón, nos abre al uso de la libertad y nos enseña el uso de la razón y de la libertad, y nos enseña el uso del afecto, que es algo más directamente relacionado con el amor.

Tú eres el pan de vida porque nosotros somos sed de esa plenitud, no en cualidades, no en ser más listos, no en tener más cosas o en tener más éxito, o en tener una posición en la vida, sino esas tres realidades nos constituyen: la razón, la libertad y el afecto. En poder crecer en ellas, siendo criaturas siempre, pero crecer en ellas siempre de tal manera que seamos plenamente lo que Dios desea para nosotros, que es nuestra grandeza mayor, porque nadie desea más mi la felicidad que Dios. Infinitamente más la desea que yo mismo. Y la prueba es que cuando yo busco mi felicidad al margen de Dios, me estrello y sólo cuando me acerco al Señor, sólo cuando abro mi vida al Señor y acojo al Señor, entonces mi vida se despliega y es bella, y uno da gracias.

“Yo soy el pan de vida”. Aliméntanos, danos siempre de ese pan, Señor. Por supuesto, en los próximos días veremos cómo el Señor concreta eso en el pan de la Eucaristía. Pero lo primero que es imprescindible tener claro es que nuestro alimento verdadero es Jesús. Es la persona de Jesucristo quien sacia nuestros anhelos. Pero a Jesucristo no llegamos nosotros así por nosotros mismos. Llegamos en la Iglesia, en la comunión de la Iglesia, llena de defectos, pero nos ha transmitido hasta nuestros días y hasta nuestro tiempo, y hasta nuestros lugares donde vivimos; nos ha transmitido el anuncio de Jesucristo como esperanza del mundo. Nos ha transmitido la verdad de la fe cristiana y nos ha transmitido en los Sacramentos la vida del Espíritu Santo. ¿Por qué os digo esto? Porque San Pablo dirá en una ocasión, “nadie puede decir ‘Jesús es Señor’ -es decir, nadie puede creer en Jesucristo- si no es en el Espíritu Santo”. Entonces, la Iglesia nos da ese Espíritu de forma que la presencia, la acción de Jesucristo, el gozo de alimentarnos de Él, de saber que Él es nuestro alimento, nuestro sustento, como el esqueleto de nuestra vida -“Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo que vive en mí”-, y esa experiencia de Cristo en nosotros, hecho uno con nosotros, esa es la vida cristiana. Y esa es la fuente de la esperanza.

Un autor del que mañana os hablaré un poquito más tiene una obrita de teatro que se llama “El pórtico del misterio de la segunda virtud” (el autor se llama Charles Péguy). Hay un momento en que hay una anciana hablando con Juana de Arco y le dice, a una Juana de Arco jovencita, pues todavía no ha empezado el camino de su vocación, “hija mía, para tener esperanza hace falta haber sido objeto de una gracia muy grande. Hace falta haber sido muy feliz”. Es tremendo, pero es precioso. “Para tener esperanza hace falta haber sido muy feliz”, haber tenido experiencia del encuentro con Cristo.

Hace pocos días, hablando con una persona y hablando justamente del Cielo y del horizonte del Cielo y de la esperanza del Cielo, y yo le decía, le recordaba a esa persona, que yo he tenido la gracia de Dios de que en mis primeros diez años de sacerdote he podido hacer unos campamentos de jóvenes en los Picos de Europa, que eran 15 días de experiencia de cristianismo, sólo que varios de esos años yo hacía varios turnos de campamentos, con lo cual me pasaba un mes entero entre rebecos, piedras, neveros y chicos y chicas universitarios que nos íbamos juntos a pasar esos quince días. Yo decía: es una introducción a la vida cristiana, porque aprendíamos a rezar Laudes y Vísperas, como hacéis todas las tardes. De ahí han surgido muchísimas vocaciones, muchísimos matrimonios cristianos, que algunos de ellos los conocéis porque actúan y hablan en los medios de comunicación social, pero que eran chavaletes de quince, diecisiete o veinte años, y yo en muchos momentos decía en aquellos campamentos “el Cielo es como este campamento, pero a lo bestia”. Perdonadme la expresión, que es una expresión de cura joven con chicos jóvenes, y se lo decía así, y cuando alguno me decía “¿cómo? ¿por qué?”, yo decía, “mira, si a mí ahora mismo me añaden un centímetro cúbico más de felicidad, reviento aquí mismo. O sea, no me cabe, no puedo ser más feliz de lo que soy”.

Aquellos campamentos han servido de conversión para mucha gente. Recuerdo a una chica que hizo un turno, se acababa el campamento y dijo “mi hermano -que era juvenil de un equipo de baloncesto muy conocido y muy grande, y muy famoso, y estaba en Inglaterra- viene esta noche a casa. Si yo le digo que se puede venir al turno siguiente conmigo, porque esto es muy bonito, se vendrá; si le digo que venga él solo, no va a venir. ¿Me dejáis repetir turno?”. “Claro que puedes repetir turno”. Y se lo trajo. El chico no había pisado una iglesia desde su Primera Comunión, pero el último día que hicimos una marcha por los Picos hasta Covadonga, estuvo hablando mucho rato conmigo, se confesó en aquella marcha y su vida cambió. Volvió, y a las pocas semanas de volver del campamento, entrenando en el equipo de baloncesto, tenía un bultito en la mano, tenía algo en la mano que le molestaba y en tres meses murió de un cáncer. Aquel chico dijo antes de morir a su hermana, y lo dejó escrito: “Yo ofrezco mi vida para que muchos chicos puedan conocer lo que yo he conocido”.

Quiero decir, cuando digo felicidad en el campamento, no me refiero al placer de una puesta de sol, que lo son; ni me refiero al placer de la convivencia entre amigos, que es una cosa preciosa y que yo he aprendido a valorar justamente allí. Hablo de algo que ciertamente uno tiene conciencia de que es una Gracia del Señor, y las gracias del Señor, todas duran para siempre, y la certeza de esa gracia estoy seguro de que la habéis podido tener todos en vuestra historia de alguna manera, y que podemos señalar en la vida de un matrimonio, en el nacimiento de unos hijos y en el regalo de qué es un hijo. Yo os hablo de esto porque ha sido de los momentos más bellos de mi vida sacerdotal y como sacerdote. Pero soy consciente de que cuando el Enemigo me quiere tentar en la esperanza o contra la esperanza, yo miro para atrás y digo “que no, que no, es que yo lo he tocado, es que yo sé lo que es el Cielo, y sé lo que me espera”. Vamos, no tengo ni idea de lo que es Cielo, pero si esto poquito que hemos podido gustar aquí es tan verdadero y tan bello… Pero es en la línea y en la dirección de un cumplimiento de nuestra humanidad, no de ningún recorte.

Buscad en vuestra vida momentos en los que habéis experimentado la Presencia de Dios de una manera innegable y pedidLe al Señor que podáis apoyaros sobre esa roca. Experimentar la Presencia del Señor es experimentar que Cristo sacia nuestros anhelos y nuestras esperanzas; que sacia nuestras vidas; que Él lo es todo; que Él es en realidad lo más querido. Nos pueden pasar cosas de mil clases, pero no nos pueden arrebatar del amor de Cristo, porque no es el amor que nosotros le tenemos a Él, sino el que Él nos tiene a nosotros, y nadie es más fuerte que ese amor que Él nos tiene.

Vamos a ofrecer la Eucaristía. La ofrecemos por todos nuestros hermanos que siguen aún sufriendo de muchas maneras. Les deseamos lo mismo que deseamos para nosotros: el Cielo. Y luego, vamos a pedir también hoy por Pruden (ndr. salmista en la eucaristía diaria). Pruden es un regalo en nuestras Eucaristías humildes y sencillas, todas las tardes, y hoy es su santo. Pues vamos a pedir también por Pruden. Estamos aquí en familia. Gracias, hija, por tus cantos y por ayudarnos todos los días.

 

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

28 de abril de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)

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