Homilía en el IV Domingo de Adviento

Extracto de la Homilía en la Eucaristía del IV Domingo de Adviento, el 22 de diciembre, en la S.I Catedral.

Lo que la liturgia nos dice en este IV Domingo de Adviento, lo que resuena en el trasfondo de todas las lecturas, de todas las oraciones, de lo que estamos viviendo podría resumirse en la frase que está al final de la parábola de Jesús -la parábola de las vírgenes, las diez muchachas-: «Ya viene el esposo, salid a su encuentro».

Efectivamente, el Misterio de la Encarnación ha sido siempre entendido por la Iglesia como un abrazo del Hijo de Dios a la humanidad, y en la humanidad a cada uno de nosotros. Un abrazo que tiene las características del desposorio, es decir, de un don de la vida, sin límites, sin condiciones, y para siempre. Y eso es lo que la Iglesia celebra en la Navidad. Y ésa es la alegría de la Navidad, realmente. Si tengo que transmitiros algo, querida porción de la Iglesia que el Señor me ha confiado, es, justamente, viene Cristo. La Navidad viene de acoger a Cristo en nuestras vidas, no va de hacer compras, ni va de preparar grandes cenas, ni siquiera de ese gusto de estar las familias reunidas. Si fuera de ir de compras, solo: muy poquito de lo que alegrarse, y mucha gente de lo que no se puede alegrar de eso; si fuera de estar la familia unida: pues claro que es bello, pero tampoco os creáis que hay muchas veces donde la alegría pueda ser pura, sin mancha, porque hay un abuelo que nos falta, porque hay una persona enferma en la familia, hay un matrimonio que se ha roto, hay unas tensiones entre los cuñados (…). Y hay mucha gente sola, y cuando se ha habituado uno a estar solo, a veces el encuentro con los demás necesita, como subir a las montañas –cuando es alta montaña, de verdad-, una marcha de aproximación. Sin marcha de aproximación, sin preparación ni nada, de repente, todos juntos, eso puede ser una explosión. Y hay el temor de que lo sea. (…)

Quiero recordaros que hay un motivo para estar contentos. Pero para eso tenemos que poner nuestra esperanza, nuestro corazón, en lo que verdaderamente hace posible vivir todas las circunstancias de la vida con paz. Y es saber que viene el Esposo, el verdadero Esposo. El único que es capaz de un amor eterno, sin condiciones, sin límites y sin fin. Ése es Dios. Y en segundo lugar, el único que nos ama tal como somos, aunque estemos hundidos en la miseria, aunque estemos hundiéndonos en el barrio, sucios, llenos de heridas, rotos, aunque esté nuestro rostro desfigurado -me refiero al rostro de nuestro alma, de nuestra vida, por la desesperanza, por el mal que hemos vivido de otros o el nuestro-; y el Señor se ha abrazado a nosotros sin poner ninguna condición previa. Y eso es la fuente de una alegría, de una vida gozosa, que salta hasta la vida eterna. Y eso es lo que celebramos. (…) Se puede estar transido de dolor, y al mismo tiempo tener paz; y se puede tener mucho champán, mucho turrón, mucho confeti y no tener nada en el fondo que celebrar.

Yo quiero pedirle al Señor que Él nos ayude a dirigir nuestra mirada a aquello que hace, no sólo la Navidad, sino la vida, digna de ser celebrada. Y ése es el amor fiel e infinito del Señor, que es el que viene a nosotros.

En la noche de Nochebuena, la Misa del Gallo, la Iglesia proclamará: «Ha parecido la Gracia de Dios». La Gracia y la paz que San Pablo deseaba para los suyos; la Gracia y la paz que nosotros deseamos para nuestra vida.

Gracia es sinónimo de misericordia; Gracia es sinónimo de ese abrazo sin condiciones, que es lo que el Señor nos da; de ese «Sí»: San Pablo les dirá a sus fieles en alguna ocasión que Jesús no ha sido «sí» y «no» para nosotros. Jesús ha sido, Dios ha sido, un «sí» incondicional. La imagen es muy expresiva, porque en nuestras relaciones humanas son siempre «sí» y «no», hasta en las más fieles, hasta en las más generosas, hasta en las más grandes, hasta en los esposos más enamorados, porque somos pequeños, porque somos limitados. Entonces, nuestro «sí» tiene límites. Y uno experimenta a veces esos límites a lo largo de la vida. Y a menos que uno se apoye -sigo refiriéndome a un matrimonio, y a un matrimonio que se quiere- en el amor infinito de Jesucristo, un día son los límites los que determinan la relación. Y cuando una relación está determinada por nuestros límites, es una relación que no puede satisfacer, que lleva dentro de sí el cáncer de la frustración, o de la desilusión, o del fracaso, o del sinsentido. Sólo cuando nuestro amor limitado, nuestra experiencia limitada de unas relaciones de «sí» y «no», o de «sí» hasta cierto punto, o de «sí» hasta que pueda y me falten las fuerzas –pero algún día me van a faltar las fuerzas o me han faltado muchas veces ya-, a menos que uno pueda acudir a ese depósito infinito de amor que se vuelca sobre mí y se derrama sobre mí, y me renueva –renueva mi corazón y mi vida-…, y eso es lo que la Iglesia nos propone cada año cuando celebramos la Navidad. Que ese amor está aquí, que ese amor nos es ofrecido.

Cada Eucaristía es una celebración de Navidad, también la de un día de diario, también la de un domingo de esos grises del año, que, aparentemente, no tiene ninguna relevancia. ¿Por qué? Porque Cristo viene a nosotros y ésa es la fuente de la alegría verdadera. (…)

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

IV Domingo de Adviento

22 de diciembre de 2013, S. I Catedral

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