Homilía en el domingo XXXI del Tiempo Ordinario

Homilía de D. José María Gil Tamayo, arzobispo de Granada, en la Eucaristía celebrada en la S.A.I Catedral el 3 de noviembre de 2024. En esta Santa Misa, se oró especialmente por las víctimas y damnificados de la DANA que azota Valencia y Albacete.

Queridos sacerdotes concelebrantes y diácono;
queridos hermanos y hermanas:

Acabamos de escuchar la Palabra de Dios en este domingo XXXI del Tiempo Ordinario, en este mes de noviembre, que tenemos cerca el recuerdo de la celebración de Todos los Santos y, al mismo tiempo, la conmemoración de los difuntos; en este mes en que la Iglesia lo dedica especialmente a contemplar las realidades últimas, esas realidades que trascienden la muerte, ese cielo nuevo y esa tierra nueva, esa Esperanza con mayúscula de la que tan necesitados estamos en nuestro mundo. No sólo en la posesión de bienes temporales necesarios, sino también en esa aspiración a la trascendencia que da sentido a la vida del ser humano, hacia esa plenitud que sólo está en Dios. Esto nos olvidamos con frecuencia o hacemos una fiesta pagana, el Halloween, como si fuera una cosa de fantasía, cuando el ser humano, sí se queda sólo de tejas para abajo, se convierte en un sinsentido.

Por eso, este mes os invito a considerar esas realidades últimas que la Iglesia confiesa y que al final del Credo confesamos todos: creemos en la resurrección de la carne, creemos en la vida eterna. Y pedimos, al mismo tiempo, por nuestros difuntos, a la par que agradecemos la vida santa de tantos hermanos y hermanas nuestros.

Hoy, ¿que nos traen la Palabra de Dios en este domingo? Pues, lo esencial, queridos hermanos. Nos trae el mandamiento principal. Cuando de pequeños, en el catecismo decíamos “esos diez mandamientos se resumen en dos ‘Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo’”. En realidad, es un único mandamiento. Nos lo deja claro Jesús en el Evangelio que hemos escuchado hoy. Es ahí, en ese amor, porque el ser humano está hecho para amar. Aparte que lo esencial de nuestra fe es el amor. Nosotros hemos conocido el amor de Dios y hemos creído en Él, nos dice san Juan en su Primera Carta. Es más, nos define a Dios como Amor. Dios es Amor. Y es lo que llena de plenitud y de felicidad al ser humano. Y Jesús nos va a examinar precisamente de amor al final de nuestra vida. San Juan de la Cruz, que trae el Carmelo a Granada, decía que en el ocaso de la vida seremos examinados en el amor. Y es verdad. Es lo que Jesús nos va a preguntar: si hemos amado a los demás. Y en esa fusión del amor a Dios y el amor al prójimo está la novedad cristiana.

Hemos escuchado la Primera Lectura del libro del Deuteronomio, en que se expresa ese pacto y esa alianza de Dios con su pueblo. Al pueblo le irá bien. Gozará de prosperidad si cumple los mandatos de Dios. De ese Dios que se muestra como un único Dios. Escucha Israel, Shemá Israel. El Señor es solamente uno: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente”. Es esa oración que rezan los judíos piadosos, al menos dos veces al día y que ponen sobre su frente, sobre cerca de su corazón, en la entrada, en sus puertas, para que sea un recordatorio permanente de la trascendencia de Dios.

Dios no puede ser sólo para momentos de emergencia. Dios no puede ser obviado, no puede ser silenciado. No podemos vivir como si Dios no existiera, dejándonos contagiar, queridos hermanos, por ese ambiente laicista, o al menos de indiferencia religiosa. No, Dios tiene que estar presente en nuestras vidas. En Él nos movemos y existimos y somos, recuerda San Pablo en el discurso del Areópago.

Luego, pone el primer amor, cuando muchas veces no sabemos cómo declinarlo, cómo vivirlo. Amar a Dios nos parece algo etéreo. Amar a Dios con el corazón que tenemos, con este corazón de carne, que el Papa ensalza, exalta en su última encíclica “Dilexit nos”. Este corazón que es el que queremos a las personas que están a nuestro lado, a nuestros familiares, a nuestros amigos. Querer a Dios es quererlo con cariño, es tenerlo como referente de nuestra vida, como fundamento de nuestra existencia, como razón de ser, de nuestro comportamiento a través de su ley inscrita en el corazón del hombre, a través de la ley natural. Pero, sobre todo, en sus mandamientos, que son la expresión de la voluntad de un padre que ama a sus hijos. Ese Dios que, al mismo tiempo, se nos ha mostrado todo amor en su Hijo Jesucristo.

Y eso es lo que vemos al contemplar la devoción al Corazón de Jesús. “Los amó hasta el extremo”, nos dice el evangelista Juan. “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”. Es más, él nos dice: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos”. Luego, hasta qué punto nos ha amado Dios, que nos ha entregado a su hijo unigénito. Y ese amor exige una correspondencia. “Si alguno me ama -dice Jesús- cumplirá mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a Él y haremos morada en Él”.

Luego, el amor de Dios no es algo etéreo, no es algo abstracto. Es un amor con el corazón que tenemos. Es un amor de cariño. Es un amor de detalles. Es un amor que se tiene que ver reflejado en el prójimo, porque es inseparable. “Venid vosotros, benditos de mi Padre, y heredad el reino preparado para vosotros”, nos dice Jesús en el capítulo 25 de San Mateo. “Porque tuve hambre y me disteis de comer. Tuve sed y me disteis de beber. Fui peregrino y me acogiste. Estuve en la cárcel y me visitasteis. Estuve desnudo y me vestisteis. – ¿Cuándo lo hicimos, Señor? – Cuando lo hicisteis con uno de éstos, conmigo lo hicisteis”. Por eso, este doctor de la ley que le pregunta a Jesús se da cuenta de que están fundidos en un único mandamiento, el mandamiento original del amor de Dios que se expresa en el Decálogo y ese amor al prójimo. “Un mandamiento nuevo os doy -dice Jesús-: Que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado. En esto conocerán que sois mis discípulos”. Y es precisamente, esto lo esencial.

San Agustín decía “ama y haz lo que quieras”. Cuando hay este amor profundo a Dios y a los otros, hay mucha gente buena. Lo estamos viendo estos días en todos esos voluntarios, arrimando hombro, siendo generosos en medio de las dificultades que incluso le afectan a sus propios bienes y a sus propios familiares, al servicio de los demás, para salir de esa catástrofe que azota a la Comunidad Valenciana y Albacete.

¡Cuánto cariño hay en la gente! Es porque estamos hechos para amar. Y muchas personas desde ese amor pueden llegar al amor de Dios. Lo mismo que no podemos llegar a amar plenamente a los otros simplemente con un amor altruista. Necesitamos el amor de Cristo. Por eso, son inseparables. El primer precepto del amor a Dios y del amor al prójimo son inseparables. Sólo amamos plenamente a los demás con la mirada de Dios, que nos lleva, no sólo amarlos como a nosotros mismos (y fijaros si ya nos queremos cada uno), sino amarlos “como Yo os he amado”, dice Jesús. Que esto no se quede algo teórico, sino que examinemos nuestra vida a ver cómo andamos nosotros de amor a Dios y amor al prójimo.

Examinemos nuestra vida para que demos ese testimonio de amor en este mundo, nuestro frío, tan utilitarista. Lo estamos viendo también a la par que vemos la generosidad de tantos voluntarios, vemos también una gobernanza fallida. Vemos también cómo se pelean los que mandan unos y otros en una culpabilidad de paso de balones. Cuando la gente está tan necesitada. Y eso es consecuencia de cómo afecta a las poblaciones, a los ciudadanos, cuando la clase política vive en una polarización de unos contra otros, otros contra uno. Pues, cuando llegan los momentos hay que sumar, hay que salvar las diferencias. Hay que ponerse ante la urgencia de quien lo necesita, pues es más difícil.

Pidamos que vuelva la concordia. Pidamos que quienes nos gobiernan aúnen fuerzas. Pidamos que las diferencias no se vuelvan en contra de los más necesitados. Pidamos, en definitiva, vivir con mayor amor a Dios y mayor amor al prójimo. Cuando Dios está ausente, todo se vuelve utilitarista. ¿De qué me sirve? ¿Qué puedo ganar? ¿Qué puedo conseguir?

Queridos hermanos, pidamos esa cordura que viene de corazón. Pidamos esa concordia que viene de corazón y vivamos estos días acudiendo a Cristo, Sumo y Eterno sacerdote. La Carta a los hebreos sigue enseñándonos en estos domingos el sentido y la naturaleza del Sacerdocio de Cristo. Cristo es el mediador, el único supremo mediador entre Dios y los hombres. Al que ha unido, nos ha unido a todos en el sacerdocio común, participando de su ofrenda y, al mismo tiempo, ha escogido a hombres de su pueblo, para que, representándose como cabeza y pastor, quiera a su Iglesia. Pidamos por los sacerdotes y pidamos, sobre todo, por las víctimas y afectados de las terribles consecuencias de la DANA.

Que Santa María, la Madre de Dios, desamparada, como la convoca el pueblo de Valencia; Nuestra Señora de las Angustias, en esta angustia grande les proteja.

Así sea.

+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada

3 de noviembre de 2024
S.A.I Catedral de Granada

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