Homilía de Mons. Javier Martínez en la Santa Iglesia Catedral.
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo Santo de Dios;
queridos sacerdotes concelebrantes;
muy queridos hermanos, hijos, amigos:
Para quien no haya estado en Palestina, Jericó, lugar de Palestina donde tiene su sede el Acontecimiento que hoy nos narra el Evangelio y que es el Acontecimiento esencial del cristianismo (si queréis, en un sentido, porque aquello para lo que Jesús se encarnó es más profundo lo que sucede en el Misterio Pascual y en la Semana Santa); cuando los cristianos antiguos describían para qué se había encarnado el Señor decían: “Para caminar en la vida junto con nosotros porque Jesús, porque el Hijo de Dios, porque Dios es amigo de los hombres”. De hecho, “amigo de los hombres” era uno de los títulos que se daban a Jesús en el cristianismo antiguo. Amigo de los hombres y amigo de los pecadores y amigo de los que tenían más necesidad de Él y de Su salvación.
Para quienes no habéis estado nunca en Palestina, Jericó es un oasis que debió ser un oasis ya en la más remota antigüedad, puesto que junto a la actual Jericó se conservan las ruinas de los muros de una ciudad del neolítico que creo que se suele situar en torno al 9000 A.C. y vive, existe la ciudad, sigue siendo hoy un centro grande, porque es uno de los pocos puntos de paso entre Cisjordania y Transjordania, entre lo que hoy sería el Estado de Israel, o la zona de Cisjordania, y lo que es la nación actual de Jordania. Es uno de los pocos pasos por donde se puede cruzar el Jordán desde siempre. Y por lo tanto, era un lugar, una “autopista”, por así decir, del mundo antiguo. En el norte de Palestina hay alguno más pero son gargantas muy fuertes y muy empinadas, y por lo tanto lugares más peligrosos. Jericó está en medio del desierto de Judá, pegando al río Jordán, lleno de buganvillas, de flores tropicales, de producciones de naranjas, limones, limas, toda clase de cítricos; es un lugar sencillamente bellísimo, como una flor grande en mitad de un desierto de arena blanco y de roca, pero también muy blanco por el tipo de roca y por la luz tan potente del sol, a casi 300 metros bajo el nivel del mar, puesto que está al borde también muy cerquita del Mar Muerto.
Subrayo el aspecto de que era un centro comercial grande porque Zaqueo –dice- “era jefe de publicanos”. Es decir, no es que hubiera un publicano. Los publicanos eran, como sabéis, colectores para el Imperio romano de un cierto tipo de impuestos que, en España, a principios del siglo XX, se llamaban los fielatos. Los había en Madrid. Si uno entraba con mercancías, si entraba a lo mejor con un burro cargado de plantas, de frutos, de aceitunas o sacos de trigos, tenía que pagar un cierto impuesto por entrar de la ciudad, salir de la ciudad o pasar por allá. Siendo uno de los pocos lugares de paso entre el Mediterráneo y el desierto de Siria, era, evidentemente, un lugar sumamente importante, y no había un publicano o unos pocos publicanos, sino que había toda una red de publicanos, probablemente porque los que pasaban por allí, además de pimientos, pepinos y limones, eran también sedas, piedras preciosas que venían de la Ruta de la Seda, de China u otros lugares, como uno de los lugares para llegar al Mediterráneo. Por lo tanto, Zaqueo era un potentado en aquella ciudad, pero era un hombre que había apostatado de su fe judía, por el hecho de ser publicano. De ahí el escándalo. Era un apóstata y los judíos, cuando uno era publicano, cuando uno era jugador de dados o pastor, como no podía cumplir las condiciones que la ley mosaica judía según la mentalidad farisea de devolver a los que habían robado lo que les había robado, quedaban excluidos para siempre de la comunidad judía, eran proscritos. Ningún judío piadoso entraba en la casa de un publicano; ningún padre judío bueno recibiría un hijo que ha sido pastor y, además, pastor de cerdos. ¿Os acordáis de la parábola del hijo pródigo, no? Jesús ve a Zaqueo y le dice: “Zaqueo, baja que quiero hospedarme en tu casa”. Era un escándalo. Como era un escándalo la entrada de una mujer pecadora, que no hay que hacerse demasiadas fantasías para entender lo que era una mujer pecadora (podría ser la mujer de un publicano, a lo mejor la mujer de un Zaqueo cualquiera en cualquier otro pueblo). Cuando Jesús entra a comer el sábado después de predicar en la sinagoga en casa del fariseo Simón, y una mujer pecadora se acerca a él, se postra sus pies, los enjuga con sus lágrimas llorando y los seca con sus cabellos, de nuevo un gran escándalo en el contexto de la casa de un fariseo. ¿Cómo entra una mujer publicana, una mujer pecadora y trata así al maestro que ha predicado en la sinagoga? Imposible.
Fueron este tipo de cosas las que les costaron a Jesús Su Pasión y Su muerte, pero ahí está la revelación más grande de Jesús: “Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”; “No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos”. Uno de los corazones del Evangelio está ahí, y qué diferente es esta actitud a la que tenemos nosotros normalmente. Nosotros nos parecemos más (no lo hemos llegado a formular en forma de leyes), pero nuestra sensibilidad es más la de sentirnos afines con los afines, la de sentirnos a gusto con los que piensan como nosotros, con los que son como nosotros, con los que tienen los mismos valores que nosotros o las mismas creencias, decimos, que nosotros, y por eso no somos una “Iglesia en salida”.
Yo quisiera subrayar un aspecto del encuentro de Jesús con Zaqueo. Hay muchos, evidentemente. Eso le abrió el corazón a Zaqueo y derrochó su fortuna, la que tendría, la que tuviera, a causa de ese gesto de Jesús: le cambió el corazón, le cambió la vida. Y a eso estamos llamados en la Iglesia: a que siga sucediendo. Esa es la vida cotidiana de la Iglesia, y sigue sucediendo. Yo sé que sigue sucediendo. Sigue habiendo encuentros de esta naturaleza, y constantemente, en los que una persona se encuentra con un cristiano o ve una familia cristiana, pero pasa demasiado poco. Yo me preguntaba esta mañana: Señor, si no fuera porque esto es una Catedral; si no fuera porque yo celebro la Eucaristía y tenemos toda una tradición detrás, yo sé que vienen personas a la Catedral de aquí y de fuera, y que al menos la Catedral está a la mitad; si no tuviéramos iglesias, si no tuviéramos colegios católicos, ¿la gente con vernos a nosotros como Zaqueo se entero de que venía Jesús? Porque Jesús no tendría que venir solo, tendría que venir acompañado de un grupo de gente, como para subirse al sicomoro y tratar de verle siendo él pequeñajo. ¿Nos pasaría a cualquiera de nosotros? Seguro que no. Pensamos que nuestro cristianismo y que nuestra fe es una realidad privada y la vivimos privadamente. Y a lo mejor, muy bien. Pero puede en quien nos vea reconocer que somos miembros gozosos, agradecidos, contentos, orgullosos de ser cristianos, de haber conocido a Jesucristo, conscientes de que Jesucristo es la salvación para esas personas que no piensan como nosotros, que no tienen los mismos criterios que nosotros, que a lo mejor se sienten o se van por la vida flagelando porque han destrozado su propia vida y no se sienten ni siquiera dignos de ser amados por Dios, y no se aman a sí mismos. ¿Podría alguien que se encontrase con nosotros, así, reconocer en nosotros la mirada y el abrazo de Cristo? Esa es mi pregunta, mi pregunta para mí. Si no viviéramos con la herencia, digamos, de toda una historia cristiana, ¿reconocería la gente que somos cristianos? Una herencia que se expresa en piedras, en edificios, en instituciones, ¡en tantas cosas! ¿Me verían a mí como un cristiano que me siento responsable del destino entero del cristianismo, del destino del mundo? Si Cristo vive en nosotros, si Cristo está en nosotros, “Señor, yo me siento lejísimos de esto que estoy diciendo, y porque me siento lejos le pido al Señor que ensanche mi corazón, que me haga consciente de la infinitud de Su amor y que cambie mi corazón como cambió el corazón de Zaqueo; que me permita comenzar una vida nueva, vivir de un modo nuevo, ser un punto de diferencia en los criterios de este mundo, que son los de división, que son los de intereses, que son los de luchas de poder de unos con otros, que son a veces los del teatro de estas luchas de poder o de esos intereses, escenificados por los medios de comunicación de mil maneras. ¿Puede mi vida, puede mi persona significar una diferencia en este mundo de tal manera que quien se acerque a mí pueda, como Zaqueo, cambiar su corazón? Pero antes de que mi vida sea así, ¿puede mi corazón cambiar en el encuentro contigo, Señor?, ¿puedo reconocer que Tu amor es verdaderamente infinito?
Y enlazo con la Primera Lectura. Hay una frase en la Primera Lectura que era con la que comenzaba, del Libro de la Sabiduría, del último libro del Antiguo Testamento, escrito un par de siglos antes de Cristo; pero dice una cosa sobrecogedora: “El mundo entero es una mota de polvo en la palma de Tu mano”, dirigiéndose a Dios. Yo hubiera traducido mejor, porque la palabra griega es “cosmos” (es un libro escrito en griego, pero el cosmos es el universo, el universo entero, las galaxias… todo). Todo es una mota de polvo en las manos del Creador. Dios Santo. Si esa proporción vale de alguna manera para imaginarnos Tu grandeza, ¿cómo será la grandeza de Tu amor? Si un amor tan pequeño es capaz de suscitar las pasiones que suscita en este mundo como son nuestros amores, de celos, de odio, de envidia, de deseo de avaricia, de poseer a lo mejor a una persona; si un amor tan pequeño es capaz de conmover nuestro corazón de tal manera, cómo tendría que conmoverme a mí ser consciente de la infinitud de Tu amor; que entre mi amor o el amor más grande que haya podido haber descrito la literatura, el cine, la poesía jamás, y Tu amor, hay una distancia infinita… Y no me sobrecoge. Y vivo como si Tú no estuvieras, y me asustan las situaciones o las circunstancias del mundo, y cuando veo al mundo perderse, me pongo a lamentarme de lo mal que está el mundo, en lugar de dejarme sobrecoger por Tu amor y dejarme cambiar. Que Tu amor cambie mi corazón, que está hecho para que corresponda con el Tuyo, para injertarse en el Tuyo, para ser una manifestación del Tuyo, que algo del Tuyo brille en mi vida, como brilló en ese momento en la de Zaqueo para todos los habitantes de Jericó. Que algo de Tu amor, de Tu infinito amor, brille Señor en nuestras vidas.
Concédenos por intercesión de Tu Madre, de los santos, de aquellos que han sabido acoger Tu vida, y que nosotros sepamos ser un poquito de esa luz en este mundo nuestro, que se muere de hambre y de sed, de desorientación y de oscuridad, de confusión y de tristeza, y de soledad.
Cuando un amor infinito está al alcance de la mano y nosotros podríamos ser sus portadores, abre Señor nuestro corazón y haznos una pequeña luz en medio de la noche del mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
3 de noviembre de 2019
S.I Catedral de Granada