Fieles al precioso don recibido de la paternidad de Don Giussani

Homilía de Mons. Martínez en la Eucaristía celebrada en el X aniversario del fallecimiento de D. Luigi Giussani, fundador de Comunión y Liberación, y el XXXIII aniversario del reconocimiento pontificio de la Fraternidad de Comunión y Liberación.

La verdad es que parece mentira que hayan pasado diez años desde el día de la muerte de D. Giussani. Y a la hora de pensar en esta acción de gracias en la que pedimos por su alma y pedimos por la realidad eclesial que él ha generado en la Iglesia, y pedimos por nosotros, para que podamos vivir el don y la gracia que él ha representado en nuestras vidas, a mí me es muy fácil dar gracias. Extraordinariamente fácil. Son tantas las cosas que yo he aprendido de él. Y no puedo desvincular su figura, además, de la de otra persona, cuyas enseñanzas y cuyos gestos eran tan cercanos y tan, yo diría, paralelos, tan identificados los del uno con los del otro (me refiero a la figura de san Juan Pablo II).

¿Qué cosas?, pensaba yo esta tarde, así como haciendo un repaso. Digo, pues si es que son infinidad: desde la conciencia de que la Iglesia es una compañía y una amistad, con una familiaridad hecha del deseo de que el otro pueda cumplir, realizar su destino como forma más pura y más genuina del amor, del afecto. El mero hecho de una mirada positiva, y siempre dispuesto a hacerlo madurar y crecer en la caridad teologal de esa mirada positiva sobre el efecto humano; la percepción de que Cristo cumple la vida, no es como algo añadido que uno se pone y se quita, sino que realmente uno sólo puede decir ‘yo’ con una conciencia plena, o dice ‘yo’ con una conciencia tan desbordantemente plena, cuando dice Cristo, cuando tiene la conciencia de haber sido, no tanto de haberse dado uno a Cristo cuanto de haber recibido el don inmenso, inefable, de la Gracia de Cristo, de la Redención de Cristo. La conciencia de que estamos hechos de Cristo.

Uno de los textos que yo he leído con más gusto en mi historia fue un texto que se está volviendo a leer ahora mismo, «En Camino», donde, hablando D. Gius a una pareja de novios, le pregunta: ‘¿De qué está hecha tu novia?’. Dice, ‘de Cristo’. Y dice: ‘Pues, trátala como a Cristo’. ‘¿Y, de qué estás hecho tú?’. ‘De Cristo’. Reconocer ese «que estamos hechos de Cristo y que estamos hechos para Cristo» no añade nada al Nuevo Testamento, porque nadie puede añadir nada al Nuevo Testamento, pero ese pasaje que leemos tantas veces, ese himno de San Pablo que leemos tantas veces en las Vísperas: «Todo ha sido creado por Él y para Él, y todo tiene en Él su consistencia».

El mundo existe en Él, existe en Cristo. Y nuestra vida humana encuentra su plenitud en Cristo. Pero, entonces, Cristo no sólo no es un añadido… La frase «el santo es el hombre verdadero» no es alguien que hace piruetas o se dedica al funambulismo, sino es el hombre en quien uno reconoce una vida humana cumplida, la capacidad de dar la vida, una consistencia que hace que no esté a merced de los vientos que soplan, de los afectos que van o que vienen, de las circunstancias de la vida; y sin embargo, esas circunstancias son siempre amables porque siempre está en ellas Cristo.

Recuerdo otro comienzo de unos ejercicios espirituales. Cuántas veces pensamos que las circunstancias son un obstáculo para que nosotros podamos encontrar al Señor, y que lo encontraríamos muy fácilmente si las circunstancias cambiasen, cuando es Cristo quien desde las circunstancias me está llamando a que le diga sencillamente «sí», y en ese «sí» se cumple mi existencia, se cumple mi vocación, se cumple nuestra vocación, el gusto por decir «nosotros» como una comunidad humana, como una familia humana. Y podría seguir añadiendo y añadiendo, y repito: no son ideas, porque las ideas no sostienen la vida. Era la experiencia de un modo de estar en la realidad, de un modo de vivir.

Por ejemplo (y no quiero dejar de decirlo), la conciencia de que el cristianismo no crece mediante la comedura de coco. La Iglesia no se extiende porque uno va persiguiendo a nadie tratando de convencerle de no sé qué ideas porque la Iglesia no es una ideología: es una experiencia de redención, es el gozo de haber encontrado un hogar y una casa, y unos amigos con los que hacer el camino.

Entonces, uno no va detrás de nadie tratando de convencerle de nada. Sin embargo, la experiencia, cuando es verdadera, tiene un resplandor. Y ese resplandor tiene un atractivo, tiene una belleza, y esa belleza atrae. Y es el atractivo, primero la forma insustituible de la misión de la Iglesia, la forma insustituible del apostolado, la forma en la que la Iglesia creció en los primeros siglos, y la única forma sólida en la que crezca, porque ni sustituye, ni limita, ni corroe, ni deshace la libertad de nadie, sino que sencillamente suscitan esa libertad, y hace que el hombre se adhiera a la belleza que ha visto como un bien para la propia vida. Repito: podría seguir y seguir y seguir, y seguramente no acabaría. Y sin embargo, justo en las circunstancias y en el tiempo que hemos estado viviendo, yo quiero dar gracias por algo que nace de Don Giussani, pero que tiene carne y hueso. Y es por vosotros, y por la compañía de otras personas concretas, es decir, que han expresado de mil maneras diferentes su comunión, su afecto, su fidelidad, no a mi persona, sino a una vocación que hemos recibido juntos, a una gracia que hemos recibido juntos y que no podríamos negar.

Cuántas veces en estos meses me preguntaban personas ‘está usted en paz’ o ‘está usted contento’. Y digo: «Hay circunstancias que si son verdaderas, me producen mucho dolor, pero no puedo negar que hay una alegría misteriosa en el fondo del corazón que nadie me puede arrebatar». Esa alegría misteriosa no ha dejado de estar ningún momento. Me viene una frase de Don Gius: «Tendría que arrancarme los ojos para negar que he visto». ¿Y qué es lo que he visto? He visto la gloria de Dios. Pero he visto la gloria de Dios aquí en esta tierra, entre vosotros, entre otros muchos, y la he visto no porque ni la comunidad, ni vosotros, ni otros amigos que yo tengo (…) sea un grupo de personas sin defectos. Se trata de que en medio de nuestra humanidad frágil… y si queréis, hasta nuestra comunidad aquí en Granada es mínima y sumamente pequeña, como el Señor ha querido que sea (no hay tampoco ninguna preocupación por ese punto), pero tampoco los amigos que he tenido a lo largo de mi vida, como yo tengo defectos, evidentemente. No es las cualidades de las personas lo que te hace ser fiel a ese don. Es la certeza de que Cristo te acompaña en ese lugar. De la misma manera que te ha dado a tus padres y te ha dado a tus hermanos: no los has escogido tú, son un don de Dios. De la misma manera, es decir, la presencia de esa comunidad, en la que se hace tangible y palpable el misterio de la Iglesia, es el don más precioso.

Cuántas veces le he dicho yo a personas: ‘La gracia de Dios, la gracia del Señor tiene siempre ojos, y rostro y apellidos’. Y eso lo hemos experimentado mil veces en la vida. Yo lo he experimentado mil veces en la vida. Y hoy quiero especialmente dar gracias por la experiencia de esa compañía a lo largo de toda mi vida. Y soy consciente de que esa compañía es una fuente de libertad. La pertenencia a la Iglesia. La conciencia de que la Iglesia es mi familia, mi pueblo, mi patria, mi hogar, y que este hogar es el comienzo del hogar definitivo en el que el Señor nos aguarda (esperamos que Don Gius esté ya participando de la gloria infinita y del amor infinito de Dios). La conciencia de ese hogar, de esa patria, nos hace libres. Nos hace no estar determinados por las circunstancias, por las opiniones o por los juicios de los hombres. Y eso es un don muy grande en la vida, muy grande.

Damos gracias todos juntos por ese don del que todos participamos y le pedimos ser fieles a ese don, ser fieles a nuestra amistad, a esa amistad que no es una amistad del amiguete que te echa la mano por el h
ombro ni así; es la amistad de la que el Señor hablaba en la Última Cena cuando decía: ‘No os llamo siervos, os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer’, porque no os oculto nada de mi realidad, de mi vida y del Señor que hace nuestras vidas.

Le damos gracias juntos al Señor y le pedimos ser fieles a ese precioso don que hemos recibido de la paternidad de Don Gius.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Iglesia parroquial del Sagrario-Catedral
12 de febrero de 2015

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