«Estamos hechos para Dios»

Homilía de Mons. Javier Martínez en el II Domingo de Cuaresma, en la S.I Catedral.

Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo,

muy queridos sacerdotes concelebrantes,

amigos todos:

En continuidad con el domingo pasado, donde se nos presentaba la vida como un combate -recordad las tentaciones de Jesús-, la Cuaresma empieza siempre con las tentaciones de Jesús, viviendo en el desierto, que es una imagen de la tierra a la que fuimos expulsados cuando perdimos el Paraíso por nuestro pecado-. El Señor experimenta y lo experimentó a lo largo de todo su ministerio público, de toda su vida, desde el comienzo hasta la noche de Getsemaní, donde esa tentación se hace perfectamente visible. Y nos recordaba el domingo pasado que Cristo ha vencido al maligno y que el desierto, desde Cristo, puede volver a ser un vergel, puede volver a ser una anticipación del Paraíso. Hoy las Lecturas repiten de alguna manera ese mensaje, lo profundizan más.

El segundo domingo de Cuaresma siempre es la Transfiguración. Justo cuando para los discípulos empieza a hacerse patente que el ministerio de Jesús no va a terminar en un triunfo humano, sino en un fracaso humano, en la Pasión y en la muerte, Jesús se lleva a los tres discípulos más cercanos a Él, los mismos que van a ser testigos de su dolor y de su soledad la noche de Getsemaní, para que puedan contemplar la gloria de su rostro.

Aquello tuvo que ser una experiencia. San Pedro lo recordaría mucho tiempo después: cómo vieron la gloria de Dios en la montaña santa, cómo pudieron percibir en la humanidad de Cristo justamente que Él era el cumplimiento de las promesas, que Él era Aquél, por decirlo en palabras de San Pablo, en quien habitaba corporalmente la plenitud de la divinidad, que no estaban ante un rabino, ante un maestro o ante un profeta, que estaban ante la Gloria misma de Dios hecha carne en la humanidad de Cristo.

El Señor quiso que vivieran aquello como una defensa para el escándalo que iba a suponer la Pasión. ¿Y qué significa eso para nosotros? Ahonda, repito, el mensaje de la semana pasada: Cristo ha inaugurado una humanidad nueva, y la inaugura desde el comienzo de su Presencia en el mundo, desde el momento de la Encarnación, pero se hace patente cuando empieza su ministerio público. Pero la vida para nosotros sigue siendo un combate; combate de mil maneras, pruebas como la de Abraham, es decir, la vida para nosotros sigue siendo tentación, y lucha, y llena de dificultades, por varios motivos. Sintetizando mucho, uno por nuestras limitaciones, porque estamos hechos para el Cielo y la vida no nos da el Cielo, sencillamente. Aunque no hubiera habido pecado, habría una desproporción tan grande entre los anhelos de nuestro corazón y el destino para el que hemos sido creados… no nos haría sufrir si no hubiera habido pecado, porque la vida sería transparente, la muerte sería transparente. Por eso, las dos causas de nuestros males están siempre entrelazadas, nuestras limitaciones, no somos capaces de darnos a nosotros mismo el Cielo, por mucho que nuestro mundo crea que nos puede vender la felicidad, una felicidad a bajo precio, en toda clase de anuncios y de propuestas y así, de poseer cosas, de tener más aparatos, de tener más chismes, y en todas las pasiones humanas, pensando que la satisfacción de esas pasiones nos puede dar la felicidad. No, no nos la da.

Pero, aparte de que estamos hechos para algo más grande -estamos hechos para Dios, porque somos imagen suya y semejanza suya-, luego está la realidad del pecado y, entonces, la herida se ahonda.

Las pruebas de nuestra vida, muchas tienen que ver con nuestros pecados, los pecados propios o los pecados de los demás, pero también con los pecados de los demás hay siempre una cierta complicidad en nuestro corazón. Nadie podemos mirar al pecado como si estuviéramos fuera de él. En primer lugar, porque todos necesitamos la misericordia de Dios, y si nos miramos nosotros mismos con sinceridad, con limpieza de corazón, todos pedimos perdón al Señor, todos tenemos necesidad del Sacramento de la Penitencia en nuestras vidas, de una manera o de otra; siempre está la herida del pecado.

Pero, además, nunca podemos mirar el pecado desde fuera de nosotros porque somos el cuerpo de Cristo. A mí cuando me duele un dedo, soy yo el que estoy mal; no digo: ‘Ah, no me importa, como es solo un dedo, el resto del cuerpo está sano’. No. Cuando formamos un cuerpo, hay una herida, nos duele la cabeza, tenemos una migraña espantosa, somos nosotros los que estamos mal. No decimos: ‘Ah, como es solo la cabeza lo que me duele y el resto del cuerpo está bien’. Si hay un miembro del cuerpo que está mal, todos estamos mal.

El pecado y el mal del mundo nunca son ajenos a nosotros. Eso es siempre una hipocresía, el mirarlo como si no tuviera nada que ver con nosotros; forma parte de nosotros mismos y encuentra siempre una cierta complicidad en nuestro corazón. (….)

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

1 de marzo de 2015
Santa Iglesia Catedral de Granada

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