En defensa de la vida y la dignidad de la mujer

Homilía de Mons. Martínez, en la Santa Iglesia Catedral de Granada, en el II Domingo del Tiempo Ordinario.

Muy queridos hermanos sacerdotes, queridas familias, hermanos y amigos:

En un día como éste, el primer pensamiento se dirige a las personas que – lo sabemos a través de las imágenes de la televisión y de los medios- han sufrido el terrible drama del terremoto en Haití. Son miles y miles las víctimas, las casas destruidas, las familias destrozadas y los heridos. No es posible en un mundo donde todos participamos de lo que ocurre en cualquiera de sus rincones, ser insensibles a ese dolor y sufrimiento. Como sabéis quienes sois de Granada, la colecta de la Eucaristía de hoy en todas las iglesias de la ciudad se destinará justamente a las víctimas del terremoto a través de Cáritas o, más rápidamente, haciéndolo llegar el dinero través de la Nunciatura Apostólica en Haití. Vamos a suplicar por ellos.

Sabéis que hoy es el día del emigrante, el día del refugiado. ¡Dios mío, el mundo está lleno! Nuestras calles, nuestras plazas están llenas de inmigrantes. En muchos casos, refugiados que huyen de persecuciones que tienen que ver con la falta de libertad religiosa. Alguien me daba una cifra: en el 75% de la Tierra no hay libertad religiosa, no hay libertad para vivir de acuerdo con lo que uno percibe o con lo que uno sabe que es el mejor modo de vida para los hombres. Suplicamos por todos estos refugiados, por todos estos inmigrantes que son nuestros hermanos.

Dios le recordaba al pueblo de Israel que también fue forastero en Egipto, y la Sagrada Familia, sin ir más lejos, una familia como las nuestras, también fue perseguida y fugitiva. No podemos, por lo tanto, sentirnos ajenos a todo este mundo al que hemos de abrir nuestro corazón con amor de hermanos, un corazón que la presencia y la Gracia del Señor ha preparado para aunar sin límites de razas, de fronteras ni de ninguna clase a todo ser humano, hombre y mujer, anciano y niño, desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, y desde antes de su concepción, puesto que Dios nos ha amado a cada uno desde toda la eternidad. 

Sed generosos en vuestra aportación, y si hoy no podéis –sé que en algunas parroquias lo anuncian hoy para que se haga el próximo domingo-, hacedlo en otro momento. Cuando la noticia ya no sea noticia tenéis todo el tiempo del mundo para hacer llegar la expresión de vuestro afecto, de vuestra comunión y vuestra solidaridad, porque seguirán estando el dolor y los campos de refugiados.

En segundo lugar, quiero daros las gracias a todos los que habéis venido a expresar vuestra comunión eclesial en esta Eucaristía. Algunos habéis venido desde lejos: Hinojosa del Duque, Pozoblanco, Murcia o Málaga, mis hermanos de Granada -¡mi familia queridísima que el Señor me ha confiado hoy!-.

No habéis venido aquí para expresar vuestra adhesión a mi pobre persona. Al comienzo de esta Eucaristía he pedido junto a vosotros perdón por mis pecados; y cada vez que un sacerdote celebra la eucaristía pide perdón por sus pecados. Estoy hecho de la misma carne que vosotros. Soy igual que vosotros. Cristiano con vosotros, necesito la Gracia y la Redención de Cristo. No habéis venido para expresar apoyo a mi persona. Habéis venido para expresar vuestra gratitud a Jesucristo y a la Iglesia, que nos arrancan del poder de la muerte y del pecado, que nos dan la libertad gloriosa de los hijos de Dios, según la cual conocemos la plenitud de la vida humana. ¡Porque Cristo nos ha amado con un amor infinito! ¡Y ese amor infinito nos descubre la grandeza, la solemnidad de nuestra vocación y de nuestra herencia! Él nos da la libertad de proponer ese camino, esa herencia y esa vocación en todos los rincones de la Tierra. Y nadie puede arrancarnos esa libertad. No hablo de mí. Hablo de la Iglesia, de vosotros. Hablo del pueblo cristiano. Gracias, gracias por vuestra comunión, por vuestro gozo en pertenecer a la Iglesia.

Las lecturas de hoy las ha elegido el Señor. Son las que corresponden a este domingo. Y nos dicen precisamente algo precioso que tiene que ver, sin duda, con la razón por la que estáis aquí, y con la razón por la que celebramos cada Eucaristía todas las semanas, o todos los días. La primera lectura es un canto de amor de Dios a su pueblo. “Por amor de Sión no callaré” (Is 62, 1). Por amor de Sión, de ese pueblo escogido por el Señor. Y le canta su amor, un amor que reanuncia la fidelidad sin límites. Toda la historia de Dios con el pueblo de Israel está descrita con el lenguaje del amor humano, con el lenguaje de un hombre enamorado, ¡herido a veces por los celos o por la traición! ¡Pero cuyo amor es tan grande que ni la traición repetida de su esposa es capaz de apartarle de ella! Todos recordáis aquel precioso pasaje de Oseas –considerado por algunos teólogos como la cumbre del Antiguo Testamento junto con el Cantar de los Cantares-en el que irritado, el Señor le dice al pueblo: “Ya no te llamaré mi pueblo ni seré yo para vosotros Dios” (Os 1, 9). ¡Es la fórmula de la alianza matrimonial! Dice que va a romper con su pueblo. Pero no puede, el Señor no puede: “Voy a seducirla, voy a llevarla al desierto y le hablaré al corazón.” (Os 2, 16), “y ella responderá allí como en los días de su juventud” (Os 2, 17), “me llamará Marido mío” (Os 2, 18) de nuevo. Esa afirmación es profundamente sólida, anclada en la tradición cristiana.

Creo que el amor humano existe y ha sido creado por Dios para que pudiéramos entender quién es Dios para nosotros, para que pudiéramos entender cómo Dios nos ama. ¡Que la belleza del amor humano ha sido creada por Dios! También la diferencia de los sexos, el atractivo inmenso entre el hombre y la mujer, y todo para que pudiéramos entender quién es Él y cuál es la vocación del hombre y la mujer. Y eso marca para siempre toda la historia del pueblo de Israel. ¡Toda la historia de Israel ha sido escrita por el mismo Señor a lo largo del Antiguo Testamento en esos términos de amor apasionado! Todo esto se cumplirá con la Encarnación del Hijo de Dios, que la Iglesia siempre ha entendido como una boda. La Encarnación es el acto por el que Dios se une a su criatura salvando la distancia infinita que había entre ellos, para hacerla así partícipe de su propia vida, para vivificarla con su amor y hacerla inacabablemente fecunda a lo largo de los siglos.

Cristo interpreta su propia persona en términos del Esposo, ¡es uno de los nombres que Jesús se dio a sí mismo! El Esposo, aquél a quien anunciaban los profetas, aquel que le decía al pueblo de Israel, como acabamos de oír, que se desposaría con él en fidelidad, con un amor eterno. Y ese desposorio ha tenido lugar en la Encarnación, en la realidad que estamos celebrando, y tiene lugar cada vez que se celebra un bautismo, se consuma cada vez que celebramos la Eucaristía. ¡Dios nos ama! Ese es el escándalo y la sorpresa, el milagro del hec
ho cristiano. Dios ama a ese pobre ser humano que somos cada uno de nosotros, de modo que quiere ser uno con nosotros. La unión de los esposos no es más que un pobre atisbo del amor de Jesucristo, del amor de Dios por cada hombre y cada mujer. Y la unión se ha hecho posible entregando su vida por nosotros y comunicándonos su Espíritu, espíritu que nos hace hijos suyos. Sólo a la luz de la experiencia de un amor tan grande se ilumina lo que significa el matrimonio cristiano.

La vida de un matrimonio cristiano no es una vida humana más o menos limitada por una serie de reglas que la Iglesia ha inventado a lo largo de los siglos. ¡No! La regla que precisamente rige el matrimonio cristiano es la profundidad, el abismo del amor sin límites de Cristo por su Iglesia, por la humanidad. Lo que Cristo le pide a los esposos es que amen a su esposa con ese mismo amor sin límites. ¡Cómo va a estar la Iglesia en contra de la mujer! ¡Absolutamente no! ¡Si una mujer nos ha dado al Hijo de Dios! ¡Si una mujer es aquella por la que Cristo se entrega! ¡Eso es lo que expresa cada Eucaristía! Sé que durante el Renacimiento y el Barroco a lo mejor se entendía de otro modo. ¡Pero la Iglesia es la esposa de Cristo! Y ser sacerdote no es más que entregar la vida por la Iglesia como Cristo la entregó por esa esposa. Ni siquiera es posible ser sacerdote sin ese amor inmenso por la vocación de la mujer, por el significado de la mujer, por el significado pleno de lo femenino y lo masculino y que, precisamente, se ha revelado al mundo en la Encarnación del Hijo de Dios.

Las bodas de Canaán son un signo precioso, el primer signo que Jesús hizo. En aquella boda se acabó el vino. ¡Es tan sencillo comprenderlo! En una boda palestina del primer siglo el vino era el signo de la alegría, algo tan precioso que las familias guardaban a veces el vino de la cosecha del año en el que nacía el hijo varón para el día de su boda. Se había acabado el vino. Se acabó la boda, la alegría, la fiesta.

¿Quién de nosotros no tiene la experiencia de que nuestro amor se fatiga, se cansa? ¿Qué matrimonio no tiene la experiencia de que hay momentos en los que las fuerzas humanas no dan más de sí? ¿En qué boda no hay un momento en que se acaba el vino? Eso expresa perfectamente la Redención de Cristo y cómo somos nosotros, y cómo la presencia de Cristo cambia nuestra condición humana, la enriquece y la llena de vida. No sólo no se acabó el vino porque estaba Cristo, sino que se multiplicó, ¡y un vino mucho mejor que el que ellos habían preparado! Donde está Cristo se revela –lo decía el Concilio, lo repitió miles de veces Juan Pablo II y lo sigue repitiendo Benedicto XVI- el hombre al mismo hombre. Cristo nos da la posibilidad de cumplir, de realizar plenamente nuestra vocación humana de esposos y de esposas. 

En el matrimonio y en la virginidad. Porque nunca dejará de haber en la Iglesia personas que, porque han comprendido y tienen la experiencia de ese amor sin límites, viven su matrimonio con esa densidad abismal de amor. Esta carne mortal se fatiga, está llena de tropiezos y caídas, de todo lo que constituye nuestra condición humana y pecadora, pero protegidos por la Gracia de Cristo se desvela cuál es la naturaleza del varón y de la mujer, cuál es su vocación y dignidad, cuál es la vocación a la que hemos sido llamados, cuál la herencia de la que estamos llamados a participar. El varón tiene la responsabilidad de cuidar a la esposa, de entregarse por ella como Cristo se entrega -¡hasta la muerte!-. Y siempre, en cualquier relación, el varón es el que tiene que demostrar que su mujer es tan preciosa, tan preferida, que vale tanto, que el mundo entero sería absolutamente incomparable con ella y que la propia vida es algo digno de darse para que ella pueda realizar su vida y su vocación.

Mis queridos hermanos, Jesucristo desvela el significado más profundo de la vida humana en todas sus dimensiones. Desvela lo que es ser esposo o ser esposa. Nos desvela también lo que significa ser padres y ser hijos. Ilumina lo que significa el trabajo, trabajar juntos y cooperar en la persecución del bien común. Nos descubre que el secreto último de la vida, que se realiza en el seno de la familia, está llamado a extenderse en la vida laboral, social o política como una forma de cultura que permite justamente una vida más humana.

Una forma de cultura cuya clave es el amor sin límites, sin condiciones. Un amor que todo lo espera, que todo lo perdona, que ama siempre, que siempre es capaz de acoger y de abrazar la vida humana, amar a todo hombre y mujer en su condición, sin prejuicios ni esquemas hechos de antemano. Porque la experiencia cristiana no es una ideología, ¡es un acontecimiento! Es la experiencia de un amor que salva la propia vida y que genera en el propio corazón una dinámica de amor que tiende a extenderse sin fin al mundo entero. Sólo este amor salvará al mundo. Sólo este amor es capaz de producir unas familias –sin que falte el pecado, repito, ni la experiencia de los límites y las torpezas- en las que se manifiesta un amor más grande que regenera la propia vida. 

Es este amor el que no dejará de generar unas formas de vida, de trabajo y empresa, de vida social y económica, que nacen justamente de eso que Juan Pablo II llamaba la “caridad social”, es decir, el deseo del bien de los hombres, del mayor bien para todos. Esa es la marca de autenticidad del pueblo cristiano. Es la marca que nosotros hemos recibido como Gracia -porque no somos mejores que nadie- y que nosotros, sin embargo, proclamamos con alegría. Y esa es la razón por la que daremos siempre gracias a la Iglesia, que nos ha enseñado a vivir así y que nos entrega a Jesucristo -nos lo entrega en esta Eucaristía-, que nos permite vivir con esperanza en medio de un mundo tan solo, tan desesperado y tan a oscuras. No podemos dejar de dar gracias a Dios por este don que no hemos merecido –ninguno- y que debemos a los hombres y al mundo, precisamente porque no lo hemos recibido por nuestros propios méritos.

Un último pensamiento. La segunda lectura decía que tenemos un mismo espíritu, una misma vocación fundamental y miles de formas de vivirla: matrimonios con muchos hijos -¡bendita vuestra generosidad!- que hacen a este mundo y a la Ciudad Celeste el don más grande, que cooperan con Dios en la creación con una generosidad análoga a la que Dios tiene con nosotros; matrimonios sin hijos, personas consagradas que tenemos como misión entregar a Cristo y nuestra vida por vosotros; vírgenes consagradas que proclaman que Cristo es el Esposo por el que se puede dar la vida entera. En todas estas formas, el Espíritu bendice a la Iglesia. ¡Pero todos formamos un solo cuerpo! ¡Todos vivimos la misma vida del mismo Espíritu! ¡Todos somos hijos del Padre! Cada uno con su vocación muestra cómo la presencia de Cristo hace siempre florecer la humanidad. Esa es la voluntad de Dios. No es machacarnos, sino hacer que nuestra humanidad florezca, y que florezca sin límites hasta la vida eterna. Vamos, pues, llenos de gratitud, a proclamar nuestra fe en Jesucristo, Esposo de la Iglesia, que nos revela lo que significa ser esposo y esposa, padre e hijo, hombre y mujer”.

Poco antes de concluir la Eucar
istía, Mons. Martínez añadió:

Corría el año 78, y era yo un sacerdote con 30 años, cuando, enfrente del Congreso de los Estados Unidos, en una Eucaristía en Washington, en uno de los primeros viajes de Juan Pablo II, yo le oí decir: ‘Y nosotros nos levantaremos para defender la vida del no nacido’. Estas palabras, que yo recordaré siempre con la fuerza con la que él las dijo, siguen siendo verdad hoy. Y de la misma manera, nos levantaremos para defender a cualquier mujer que no sea tratada de acuerdo con su dignidad de mujer. Que quede claro para todo el mundo: la Iglesia condena cualquier maltrato a la mujer, cualquier trato que no sea el modo como nosotros somos tratados por Dios, a la mujer, al hombre, a toda persona humana, desde el momento de su concepción hasta su muerte natural. Nos levantaremos y no dejaremos de defender sus vidas y su dignidad.

Estos aplausos son al Señor que acabamos de recibir, y que nos hace ciertos para sostener la verdad y el amor, que son nuestra única arma, en cualquier circunstancia.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Contenido relacionado

Enlaces de interés