«El Señor confirma que no os abandonará jamás»

Homilía  de Mons. JAvier Martínez, arzobispo de Granada, en la Santa Misa del Sacramento de la Confirmación en Atarfe.

Estamos todavía en la luz de la Navidad. Me da alegría ver que, no obedeciendo a las indicaciones de los centros comerciales, sencillamente no estamos de rebajas, sino que estamos en Navidad, que es muy diferente, y con esa luz se celebran la fiesta del Bautismo del Señor, que es con la que termina oficialmente la Navidad, y luego el domingo siguiente siempre viene el Evangelio de las Bodas de Caná. En realidad, esos tres Evangelios –el de los Magos, el del Bautismo de Jesús y el de las Bodas de Caná–, en los primeros siglos de la Iglesia y en Oriente, constituían las tres celebraciones del Acontecimiento de Jesucristo, en toda su grandeza; si queréis, de la fiesta de la Navidad, pero no en un sentido biográfico, sino como el significado de la Navidad. De hecho, la fiesta que nosotros llamamos “de los Reyes”, la fiesta de la Epifanía, era en el Oriente cristiano la fiesta de la Navidad, no había otra. Y los ortodoxos siguen celebrando su Navidad cuando nosotros celebramos los Reyes.

En la Navidad, ¿qué se celebraba? Que el Dios inaccesible; que el Dios cuya luz supera infinitamente a la luz del sol, y cuyo color y cuya Vida llena todas las cosas y llena el mundo, se ha manifestado, se ha acercado a nosotros, ha salvado la distancia infinita y se ha manifestado hecho carne. “El Verbo se hizo carne” y solemos traducir “habitó entre nosotros”, otras veces “puso su tienda entre nosotros” se puede decir, porque las raíces de los verbos de la Biblia casi todas tienen su origen en prácticas de los beduinos y el verbo que significa “habitar” su significado original, el más antiguo de todos, era “desatar al burro o el camello”, que es lo que uno hacía al final del día, antes de acostarse y de dormir. Luego, de ahí vino a significar “plantar la tienda”. Uno desataba las ataduras del camello y lo que hacía era plantar las estacas y la tienda y pasar la noche, o quedarse a vivir, y eso es lo que los evangelistas han recogido ya. Ellos no tienen a lo mejor conciencia de esto que nosotros, al haber hurgado más en la Historia, cuando los evangelistas dijeron “y habitó entre nosotros”. Pero ese “habitó”, tal y como está en el Evangelio, siempre significa “vino a habitar entre nosotros”, “se quedó a habitar entre nosotros”, de tal manera que aquello que empezó con la Navidad sigue siendo verdad hoy. Es decir, el abrazo que Dios ha hecho a la humanidad en la Encarnación del Hijo de Dios es un abrazo como son los abrazos de Dios, que son para siempre, como es el amor de Dios, que es eterno, que no acaba. Por eso nosotros podemos decir (…) que la Navidad es todo el año. De hecho, cada celebración de la Eucaristía recoge la Navidad y recoge lo que celebramos hoy y el Evangelio del domingo que viene también.

En la Navidad, el Señor, el Dios inaccesible (inaccesible al pensamiento, a la imaginación. No podemos nunca imaginarnos a Dios) se ha acercado a nosotros, se ha hecho uno de nosotros, se ha hecho compañero –a san Juan Pablo II le gustaba decir que “se ha hecho compañero de camino de cada hombre y de cada mujer en el camino de la vida”, que se ha hecho compañero también de la humanidad en el camino de la historia-. Jesús está con nosotros. Es el Emmanuel: “Dios con nosotros”.

¿Y en el Bautismo qué es lo que celebramos? Lo pone muy de manifiesto el Evangelio de hoy, cuando Juan le dice a Jesús “cómo te voy a bautizar yo a Ti si Tú eres el Cordero Dios, Tú tendrías que bautizarme a mi”. El agua en el mundo de Israel era siempre como el abismo. Si habéis leído los Salmos, os encontréis con “tus torrentes y tus olas me han arrollado”. Israel aunque tiene costa, no tiene ningún puerto, sólo en el norte, Haifa (…), de tal manera que el mar era para ellos el lugar donde los enemigos no venían nunca del mar, porque no podrían atracar allí. Los enemigos venían siempre del este, del desierto y el mar era al revés, lo que tenían detrás. Y por lo tanto, ellos no tienen una poesía sobre el mar como bonito. Había una cosa bonita que venía del mar y es la lluvia. Entonces, cuando dice en el Antiguo Testamento “alegraos islas”. Las islas son las del mar Egeo. Eso significa que estaba lloviendo por allí y que pronto vendría lluvia que necesitaba. En Israel, normalmente, no llueve más que un par de veces, un par de días al año (…); pero, si no llueve ese par de días o ese día al año siguiente no comen, no comían cuando no había los medios hidráulicos para trasvasar el agua como ahora. Por lo tanto, para ellos el mar era el abismo. Jesús baja hasta el abismo. El Bautismo del Señor es un símbolo de cómo Él se une a nosotros hasta la muerte, es casi un símbolo de la Pasión. Él baja hasta el abismo de nuestra soledad, hasta el abismo de nuestras oscuridades, de nuestras perplejidades, de nuestras ansiedades, de nuestras heridas, de nuestros dolores, de nuestros resentimientos, de nuestra condición humana. Baja hasta el fondo de nuestra condición humana, pero baja para salir inaugurando lo que es el Bautismo después en la vida de la Iglesia. Es decir, un sumergirse con Cristo en la Pasión y salir a una vida nueva. Y es precioso que esa vida nueva es descrita por la liturgia de la Iglesia como una boda.

De hecho, la Encarnación es descrita como una boda. De hecho, cada Misa (…) es una boda. La lectura del domingo que viene es las bodas de Caná, donde faltó el vino. Y faltar el vino en una boda en Palestina era una desgracia. De hecho, cuando nacía un niño (…) se guardaba la cosecha de ese año para el día de su boda. Lo guardaban las familias. Por lo tanto, el vino y la boda eran dos cosas muy unidas. Y faltaba el vino, faltaba la alegría, faltaba todo. Y el Señor hizo que el vino se multiplicara. Fijaros, nacimiento, pasión y vida nueva; vida nueva de alegría de Cristo Resucitado. Es todo el Misterio de Cristo el que se celebra cuando se celebra la Navidad.

(…) Cuanto más conscientes seamos de que somos mortales, de que en la vida hay sufrimientos, y dolores, y heridas, y daño que nos hacemos unos a otros, más necesitad tenemos de recordar que el Señor nos ha abrazado en Jesucristo y que ese Amor suyo y esa Misericordia suya no se echan jamás para atrás. No se cansa jamás, no nos abandona jamás. No dice “pero si no consigo nada; si no consigo ni siquiera que seas bueno o que perdones, o que tu corazón se llene de buenos sentimientos”. No, el Señor no le echa para atrás nuestra miseria. Nos abraza, nos quiere y, de hecho, ha hecho con nosotros…. Cada Misa es una boda. (….)

El sacerdote siempre besa el altar al principio de la Misa. Un Papa que explicó la Misa hará casi mil años decía que el Papa se quitaba la tiara, igual que yo me he quitado la mitra, porque el que hace de puente unas veces representa a Cristo y otras veces representa a la Iglesia. Para rezar, me quitaré la mitra. En ese momento os estoy representando a vosotros delante de Cristo, estoy con vosotros frente a Cristo. Y cuando llevo la mitra puesta o el Papa lleva la tiara puesta representa a Cristo con vosotros. El sacerdote, que no lleva mitra, besa el altar. Y este Papa comentaba: “El Pontífice se quita la tiara y, en ese momento, en representación de la Esposa, besa el lecho nupcial donde el Esposo va a dar la vida por ella”. Tremendo. Cuando uno cae en la cuenta de que eso es lo que sucede en cada Misa, yo os aseguro que ese es uno de los momentos donde yo me pongo, Señor, en Tu Presencia de una manera completamente distinta. Tú vienes aquí y Tú que nos enseñas todo lo que es la realidad, todo lo que es vivir, el que somos hermanos, el que somos hijos del mismo Padre, nos enseñas también lo que es un buen esposo. ¿Y qué es lo que hace un buen esposo? Romper su cuerpo, gastar su vida por la vida de su esposa y de sus hijos. Porque eso es lo que ha hecho el Esposo, lo que sigue haciendo el Esposo. Si mil cuerpos tuviera, mil cuerpos daría, misteriosamente lo hace en el pan eucarístico. Cada día. Y el sacerdote besa el altar sabiendo que está besando en nombre de la Iglesia un lecho nupcial precioso. Es precioso y es tremendo. (…)

Y en su Pasión, simbolizada en el Bautismo, Jesús hizo lo que dijo en la Última Cena: una Alianza nueva y eterna. Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros y se entrega en una Alianza nueva y terna. Es una alianza de amor, es una esponsal, es una alianza matrimonial. De hecho, el matrimonio existe para que podamos entender cómo Dios nos quiere. Dios creó al hombre y a la mujer, para que pudiéramos entender, sobre la base de un amor humano el más grande que os podáis imaginar y el más bello que os podáis imaginar, cómo es el amor de Dios por nosotros. El primer Adán fue hecho para que entendiéramos al segundo Adán.

Entonces, el Señor en Su Pasión entregó Su Espíritu, entregó Su Vida por cada uno de nosotros. Siendo el Hijo de Dios, aquella muerte que sucedió bajo Poncio Pilato, nos contenía a todos en Su abrazo y en Su amor. Y en esa Alianza nueva y eterna nosotros hemos empezado a formar parte de ella por el Bautismo. Ya somos hijos de Dios, ya hemos recibido el Espíritu de Dios, claro que sí. Pero en los documentos importantes de este mundo, desde hace miles de años, hacen falta dos firmas. Firmaba, por ejemplo, el Emperador y luego tenía que firmar el “Cancelarius”, el que daba fe de que aquello era un edicto del Emperador (…) es una tradición muy antigua.

(…)

La Confirmación es la segunda firma. Nosotros hemos sido todos bautizados de niños y la Iglesia Latina ha querido separar la segunda firma de la primera para que pudiéramos recibir la ratificación de esa Alianza en una edad en la que nos damos cuenta de lo que estamos recibiendo. No sois vosotros los que confirmáis nada. Sí que expresáis que conocéis a Jesucristo; que conocéis a Dios, que sabéis que podéis esperar de Dios lo que no podríais esperar de quien más os quiera en este mundo. De nuestros padres, tal vez podríamos esperar que nos perdonasen todo, pero nunca podríamos esperar que nos den la vida eterna (…). Una definición de amor es amar a una persona es decirle yo quiero que tú no mueras nunca. Me parece exquisita, preciosa (…)

El Credo es decirLe al Señor “yo Te conozco y sé que me amas. Sé que me amas tanto que puedo esperar de Ti el perdón de los pecados (…) sin límites, sin condiciones. Y la vida eterna, que me la has prometido, Señor”. Ese es el Credo.

¿Qué significa entonces la Confirmación? Que el Señor confirma la Alianza que hizo con cada uno de vosotros, y con cada uno de nosotros en la cruz, Alianza nueva y eterna. Alianza esponsal, alianza de un amor infinito, al que quizás el que más se parece es el de los esposos, pero que es infinitamente pequeño comparado con el amor de Dios. Sin embargo, ese amor de Dios nos es dado en los gestos del Sacramento de la Confirmación, nos es dado en los gestos del Bautismo, nos es dado en la Eucaristía de la manera más expresiva porque el Señor, cuando lo comemos, Se hace uno con nosotros, de forma que es indistinguible casi. Cuando comemos pan, el pan se hace parte de nosotros. Cuando a quien comemos es a Dios, somos nosotros los que nos hacemos parte de Dios. Es el Señor el que nos asimila, nos une a Él.

Eso es lo que quiero deciros. Que sepáis lo que pasa aquí esta tarde. Que no venía aquí a hacer unos propósitos de ser buenos; que no venís aquí a confirmar vuestras buenas intenciones. Que el Señor confirma que no os abandonará jamás. Los que estáis empezando la vida adulta, como vosotros, ya os dais cuenta de que en la vida hay muchas fatigas, muchas cosas bonitas y las cosas bonitas quisieras que no se fueran y a veces se nos escapan o pasan; y también hay cosas dolorosas y feas, y duras, difíciles, a lo largo de nuestra vida.

Lo que celebramos esta tarde no son cualidades nuestras, no es nada que nosotros hacemos por Dios. Es que el Señor ratifica la promesa de sernos fiel para siempre y, pase lo que pase en nuestra vida, el Señor no nos abandonará. No os abandonará. Eso no significa que no os vais a poner malos, que si no estudiáis en inglés, no vais a suspender (…). Significa que, pase lo que pase en la vida, al Señor lo tendréis siempre a vuestro lado, estará siempre con vosotros. Y estará siempre con vosotros queriéndoos y Él es el que gana. Él es el que gana en la vida de cada uno de nosotros, y Él es el que gana en la historia (…) Como decía Chesterton, “el cristianismo es la única realidad de la historia que parece que se está muriendo y siempre renace”. Siempre tiene la posibilidad de renacer.

Hijos míos, puede renacer en vosotros si sois conscientes de lo que significa haber encontrado al Señor y la alegría. No somos mejores que los demás. Ciertamente, el Señor nos da la posibilidad de vivir de una manera distinta, porque nos descubre que el secreto de la vida humana consiste en aprender a querernos, a aprender a querernos bien. Y eso sólo lo hacemos cuando sabemos que Dios nos quiere. Eso es todo el secreto de vivir. Y eso es lo que hace bella e interesante, fantástica, nuestra vida. Cuando comprendemos que nuestra única tarea es querer, y aprender a querer, porque nunca lo sabemos del todo, o cuando creemos que hemos aprendido, metemos la pata o somos muy torpes queriendo. Somos muy pobres y llevamos la herida del pecado, pero el Señor está con nosotros.

Eso es lo quisiera grabar a fuego en vuestro corazón y en vuestra mente: el Señor está con vosotros y jamás, jamás os abandonara. Jamás dejará de quereros. Y eso sí que da una alegría que merece un banquete de bodas en el que sobren muchas tinajas de vino. De vino, espléndido, el que el Señor multiplicó en las bodas de Caná. Porque es Su boda con nosotros lo que celebramos cada vez que celebramos la Eucaristía. La boda de las bodas. El Amor de los Amores, que cantamos también en un canto eucarístico. El Amor que es fuente y plenitud de todo amor humano.

La Confirmación es para disfrutarla. En los Sacramentos es siempre el Señor el que hace algo por nosotros y lo único que sabe hacer el Señor es querernos, por lo tanto vamos a disfrutarlo. Comenzamos con la profesión de fe.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

11 de enero de 2020

Parroquia de Atarfe

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