El horizonte nuevo del Dios de la misericordia

Homilía de Mons. Martínez en la Catedral, en el XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, cuya Evangelio habla de Zaqueo y su encuentro con Jesús.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios:

La lectura de hoy es de las más sencillas, bellas y sobrecogedoras, de algún modo, de todo el Evangelio, incluso del Evangelio de San Lucas, que es el evangelio de la Misericordia, porque pocos relatos, pocos episodios del Evangelio ponen tan de manifiesto como éste la primacía absoluta de la gracia; la capacidad de ese don gratuito del Señor de ser quien suscita el cambio del corazón y el cambio de la vida.

Para un judío, la comida, el hecho de comer juntos, no es nunca un hecho profano, o una necesidad de nuestra vida temporal. Es siempre un gesto de comunión, un hecho religioso. Por eso, una de las acusaciones más fuertes que se le hacen a Jesús en el Evangelio es la de comer con publicanos y pecadores. Aunque no es éste el lugar de mostrarlo ni de dar todos los indicios que llevan a esa suposición, uno puede suponer con razón que fue ese gesto el que fundamentalmente llevó a Jesús a la condena. Porque era, de alguna manera, contradecir la interpretación habitual de la Ley judía en el mundo en el que Jesús vivía, que era la interpretación de los fariseos, y por lo tanto, según su mentalidad, ponerse en el lugar de Dios, sólo por el hecho de violar la Ley en ese punto. Un judío jamás entraba en la casa de un pagano o de un pecador público, que implicaba un cierto número de profesiones que tenían normalmente que ver con el robo y que eran considerados pecadores, entre ellos, los publicanos.

Los publicanos eran unas personas normalmente ricas que alquilaban al Imperio Romano el cobro de los impuestos de las mercancías que entraban en una ciudad o que salían de una ciudad, Ellos ponían los precios. Ellos alquilaban ese puesto por un año o por el tiempo que fuese, normalmente ya de una manera casi permanente, habitual. Y ellos ponían los precios para recuperar lo que le habían dado al tribuno o al senador que fuese, la cabeza de aquella provincia romana o de aquella ciudad, y luego sus propios beneficios. Entonces, eran siempre sospechosos de haber robado y no podían devolver, porque como eran lugares de paso, ellos ¿como podían devolver lo que habían robado?

En la mentalidad farisea, para recibir el perdón de Dios, uno tenía primero que haber recompuesto la vida. Y nosotros participamos mucho de esa mentalidad farisea. Pensamos también, con mucha frecuencia, que nosotros tenemos primero que convertirnos, y que cuando nos convertimos el Señor nos quiere y nos perdona, porque, inevitablemente, los hombres proyectamos sobre Dios y sobre la imagen que nos hacemos de Dios nuestra propia manera de ser. Y nosotros solemos exigir que la persona arregle sus relaciones conmigo o con cualquiera de nosotros para poder nosotros volver a quererla, o volver a acogerla; y cuando eso no se da, entonces mantenemos la distancia.

Como nos imaginamos a Dios un poco como nosotros, pensamos que Dios es lo mismo: primero tenemos que demostrarle a Dios que ya somos buenos otra vez, después de haber hecho algo, o después de percibir nuestra pobreza y nuestra incapacidad, y que una vez que Le hemos demostrado que somos buenos, entonces volveremos a ser dignos de su amor, de su misericordia.

Dios mío, no es verdad. No es así como Dios se nos ha revelado a nosotros. Zaqueo no tenía mas que curiosidad por ver a Jesús. Y es Jesús el que se dirige a él y el que le dice que “quiero hospedarme un tu casa”, que “quiero comer contigo”, que “quiero alojarme en tu casa”.

¿Recordáis que en la víspera de la Pascua, por ejemplo, los judíos no entraron en el pretorio? Hicieron que Pilatos saliera fuera porque no podían entrar en la casa de un pagano sin contaminarse. No entraron en el pretorio para no contaminarse. Jesús no teme a la contaminación del pecador. No teme nuestra miseria. No teme nuestra pobreza. Es Él el que rompe la distancia. La ha roto en la Encarnación, y la rompe constantemente. La rompió en el pozo de Sicar, junto a la samaritana.

La samaritana no iba allí buscando a Dios ni buscando a Jesús. Iba a buscar agua, como iba todos los días. Y Jesús se las arregla para cambiar con su mirada, con su afecto, el corazón de aquella mujer, hasta el punto de que una vida destrozada, como nos da a entender el mero hecho de los cinco maridos que había tenido y de estar viviendo con alguien que no era su marido, y sin embargo, el Señor se las arregla para que esa mujer sea casi la primera apóstol.

Decía la gente del pueblo después de unos días: ya no creemos por lo que tú nos has contado de Jesús, sino por lo que nosotros mismos hemos visto y oído. Jesús se queda varios días en un pueblo samaritano –también un pueblo “maldito”, un pueblo considerado todo él hereje y, por lo tanto, para un judío… (los judíos no se hablan con los samaritanos): y Jesús se queda, se hospeda en aquel pueblo y en aquellas casas. Y el pueblo, gracias al testimonio de la mujer y luego gracias al encuentro con Jesús, abre sus corazones al horizonte nuevo del Dios de la misericordia.

Mis queridos hermanos, leyendo el Evangelio de Zaqueo, digo “¿yo soy Zaqueo?”. Pero mi curiosidad no llega a subirme a un árbol para verTe. Soy el publicano de la parábola que dice “ten piedad de mí que soy un pecador”, pero tengo también el corazón del fariseo. Soy la mujer pecadora pero no lloro por mis pecados. Soy la samaritana, pero, a pesar de haber tenido mil experiencias de tu gracia y de tu paciencia y de tu misericordia conmigo, soy incapaz de dar un testimonio constante y lo suficientemente entusiasmante de lo que significa tu gracia y tu perdón y tu amor.

Abre Tú las puertas de nuestro corazón. Igual que te abriste el camino para entrar en casa de Zaqueo, abre Tú las puertas de nuestro corazón. Tú nos anhelas, Señor; Tú nos buscas. Tú quieres hospedarte en nuestra casa. Tú quieres venir a nosotros y ser uno con nosotros, y sólo para que nuestra vida pueda resplandecer de la luz de tu amor y ser un foco de amor en medio de este mundo desenamorado, desencantado, desgraciado, en el sentido más literal de la palabra; que no cuenta con la gracia; que no cuenta con nada gratis; que no cuenta con el regalo de un amor infinito, dotado de una paciencia infinita, dotado de una gratuidad que no necesita nada de nosotros mas que acojamos su amor y no desea nada de nosotros mas que nuestras vidas puedan florecer y ser felices, y vivir en la alegría y en el gozo del amor que Él nos da.

Mis queridos hermanos, vamos a recibir una vez más el Cuerpo de Cristo (por lo menos muchos de nosotros). Estamos terminando el Año de la Misericordia, pero tenemos delante de nosotros ese horizonte del perdón sin límites. Señor, abre Tú nuestros corazones cuando nosotros no somos ni siquiera capaces de abrirlos. Ven Tú primero a nosotros. Multiplica los signos de tu gracia y de tu misericordia sobre nosotros y haz que eso sencillamente cambia –como decía el profeta- nuestro
s corazones de piedra en un corazón de carne.

Dejadme que haga alguna referencia a la primera Lectura. No consideremos demasiados graves, ni demasiados grandes…, es mucho orgullo considerar que nuestros pecados son tan grandes que el Señor no tiene poder para pedonarlos o poder para curar nuestras heridas. La primera Lectura decía el universo entero es como un grano de arena, como una mota de polvo en la palma de tu mano. Aún eso pone una cierta proporción. Entre un grano de arena y el cuerpo humano hay una diferencia de tamaño. La diferencia entre Dios y nosotros no es de tamaño. Es una diferencia de ser, de cualidad. Y aunque hay un vínculo entre Dios y nosotros porque todas las criaturas llevan el sello de Tu incorruptibilidad, hasta las piedras, las montañas, el aire, las estrellas, el cielo, la hierba, absolutamente todo -es como un milagro, verdaderamente inexplicable, en su raíz profunda, en su razón de ser más profunda; y nuestras vidas son un ministerio inexplicable-, todo lleva el sello de Tu naturaleza incorruptible. Pero nosotros, hechos a imagen y semejanza tuya, estamos hechos para un amor como el tuyo. Podemos intuir algo de lo que significa ese amor. Un poquito, nada más que la superficie, pero algo de lo que significa ese amor.

Fijaros que la frase del Libro de la Sabiduría significa que todos los amores de este mundo, la suma de todos ellos; si el universo es una mota de polvo, todos los amores que han inspirado todo la poesía lírica a lo largo de toda la historia, todos los que han inspirado todas las epopeyas a lo largo de toda la historia, todas las grandes hazañas de los hombres, muchas de ellas movidas por el amor, son una mota de polvo en la palma de la mano, ¿cómo será tu amor, Señor? Si el mundo es tan bello; si las relaciones humanas pueden ser tan bellas; si nuestra relación es capaz de intuir al menos una belleza y una grandeza sin límites, ¿cómo será tu amor?, ¿cuál será el esplendor y el resplandor de tu gloria?

Señor, quita los obstáculos. Que no te cerremos las puertas. Que pueda tu luz penetrar en nuestro corazón como llegaste a la casa de Zaqueo y que así nuestras vidas puedan ser reflejo, más transparente, más nítido, de la belleza infinita de tu gloria. Es decir, de la belleza infinita de tu amor por nosotros.

Proclamamos nuestra fe.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de octubre de 2016
S. I Catedral

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