Homilía de Mons. Javier Martínez, Arzobispo de Granada, en la Misa de la Natividad del Señor, celebrada el 25 de diciembre en la S.I. Catedral de Granada.
Quienes participáis habitualmente o con frecuencia en esta Eucaristía dominical habréis notado una cierta novedad, probablemente: a la hora de saludar empiezo, casi siempre, últimamente, saludando a la Iglesia, Esposa de Cristo, que es el pueblo cristiano.
Y sólo después me dirijo a los sacerdotes y también me dirijo a otras personas que pueden estar participando o asistiendo a la Eucaristía y que no son católicos -sucede con alguna frecuencia en esta Catedral que recibimos a personas que no son creyentes y vienen a participar en la Eucaristía. En el momento de la Comunión, a veces se acercan a comulgar con los brazos cruzados para expresar justamente que no pueden comulgar, piden la bendición o reciben la bendición del sacerdote. Eso es habitual, por ejemplo, entre las personas que pertenecen a la Iglesia anglicana o a la Iglesia metodista, o a algunas otras de las confesiones protestantes.
A lo largo del siglo XX hemos hecho todos un camino de acercarnos al centro del Misterio, que es justamente la Encarnación del Señor y su permanencia en medio de nosotros. Cuando yo me dirijo y digo «queridísima Iglesia del Señor», normalmente añado «pueblo santo de Dios, Esposa amada de Nuestro Señor Jesucristo», y hago eso con toda conciencia y soy muy consciente de que la Iglesia es la Esposa de Cristo.
Y eso está recogido en la Tradición de la Iglesia y nunca se pone tanto de manifiesto como en la Fiesta de Navidad. De hecho, hay un precioso romance de San Juan de la Cruz, que os invito a que leáis; lo tenéis en internet, donde es un comentario en forma de romance sencillo. Sencillo en cuanto a la forma del poema y también sencillo en su gran parte en el lenguaje y en la expresividad del contenido, pero que es una glosa que hace San Juan de la Cruz al Evangelio que acabamos de escuchar. En el principio era el Verbo se describe cómo el Verbo estaba en el fondo y era el alma de la creación de algún modo, y termina con la Encarnación del Hijo de Dios de algún modo, y con el fruto de esa Encarnación, que es que hemos visto a Dios, no sólo lo hemos visto, que Dios se ha unido con nuestra carne de una manera única, irrepresentable, inefable para el vocabulario humano, y de la cual todas las uniones que hay en este mundo -desde las uniones del compañerismo, la amistad, hasta la unión entre los padres con los hijos, la unión esponsal, que sería probablemente la forma más íntima de unión que se da en la Tierra- tiene su fundamento, su plenitud, su paradigma en la unión de Cristo con nosotros.
San Juan de la Cruz explica eso de una manera sencilla, cuando la Creación y la Encarnación como que Dios Padre quiere buscar una novia para su Hijo, una esposa para su Hijo y crea el mundo como un palacio y luego crea la humanidad para que sea esa esposa. Y describe el Antiguo Testamento justamente como el periodo donde los hombres, donde la humanidad, la esposa de Cristo, anhela y suplica por la venida del esposo y describe la Encarnación y el Nacimiento justamente como unos desposorios.
Pero la liturgia de la Navidad recoge eso mismo también. La oración de la Misa de hoy habla del admirable intercambio; intercambio entre la vida de Dios y la vida del hombre; intercambio que es semejante al que el Señor describía cuando la semilla se siembra en la tierra y el grano muere: la semilla deja su vida en el seno de la tierra y la tierra florece con una espina de alabanza o como un árbol produce su fruto. La tierra sin semilla y sin la lluvia -si queréis, que podemos concebir como símbolo del Espíritu Santo- no produce fruto. Si la tierra está seca y uno pone la semilla encima tampoco produce fruto; tienen que darse esas circunstancias y, entonces, la tierra es fecunda, fructifica.
Pero la misma liturgia de la Iglesia contiene muchos más signos de ese admirable intercambio, por el que la vida de Dios sembrada en nuestra humanidad -y eso es lo que celebramos el día de Navidad- cómo Cristo, cómo el Hijo de Dios se introduce en nuestra humanidad y se hace uno con esa humanidad nuestra -desde el llanto del recién nacido hasta la soledad del sepulcro-, pero, ¿para qué? ¿Simplemente para experimentar nuestra pobreza? No. Para revocarnos a nosotros a esa pobreza e introducirnos a nosotros en la vida divina, para sembrar en nosotros la vida divina. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Natividad del Señor
25 de diciembre de 2013, Santa Iglesia Catedral