Homilía de Mons. Martínez en la Eucaristía de la Solemnidad de la Sagrada Familia, en la S.I Catedral, eje central del día de fiesta celebrado en Granada para festejar el don de la familia y el amor esponsal entre hombre y mujer.
Queridísima Iglesia del Señor, que se reúne, que peregrina, aquí en Granada, pueblo santo de Dios, Esposa amada y cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo,
muy queridos sacerdotes concelebrantes,
seminaristas,
saludo hoy de una manera especial a los que habéis venido en familia, con vuestros hijos, a los que habéis venido para celebrar –a lo mejor teniendo el matrimonio roto o viviendo especiales dificultades- la fiesta, la Solemnidad litúrgica de la Sagrada Familia:
Dificultades de un tipo o de otro, desde la falta de fecundidad en un matrimonio, hasta las enfermedades, los dolores, hasta las rupturas, que tan dolorosas son. Aún así, tenemos todos los motivos para dar gracias a Dios. Y para dar gracias a Dios desde la Luz de Belén, desde la Luz de la Navidad. Desde ese Dios que es luz y en el que no hay tiniebla alguna, y que ha asumido nuestra condición humana, semejante en todo a nosotros menos en el pecado y en la sombra del pecado, sencillamente para iluminar que Dios es nuestro Padre y para iluminar nuestra vida de hijos en el Hijo, es decir, para mostrar cómo una vida en Cristo es realmente la plenitud, el cumplimiento de una vida humana, en este mundo de pecado y en esta carne mortal.
Mis queridos hermanos, muchos que han descrito la sociedad de nuestro tiempo (y no la sociedad ya de comienzos del siglo XX o así, sino la sociedad contemporánea en la que vivimos, en este comienzo del siglo XXI, la describen como algo que proviene…
-ciertamente, en Europa todavía estamos pagando el costo de dos guerras mundiales, sin duda ninguna, y de toda una manera de concebir la vida y de concebir la plenitud humana que tiene poco que ver con los anhelos profundos de nuestro corazón-), y quienes describen el momento cultural y el momento que estamos viviendo (…) dan algunos rasgos que puede ser útil y nos puede ayudar a comprender qué significado tiene la celebración de esta Solemnidad, que no es precisamente una Solemnidad reciente, es decir, eso en la tradición de la Iglesia ha estado ya mucho tiempo; y al mismo tiempo, el hacer de esta Solemnidad una fiesta de las familias, justo en el contexto del ser de la Iglesia y de la misión de la Iglesia en este momento de la historia del mundo y de la historia, ciertamente, del mundo al que pertenecemos: de nuestro mundo, del mundo occidental.
Algunos describen este momento como un momento de pérdida de las evidencias, y no es una mala manera de describirlo como un rasgo: cosas que hace 50 años, 60 años, (…) -aunque las semillas de lo que vivimos ahora, de la confusión acerca de nosotros mismos y de quiénes somos estaba ya sembrada, incluso sembrada mucho antes- se podía apelar a ciertas evidencias. Y ahora mismo esas evidencias se han oscurecido, y vivimos verdaderamente como hombres que caminan en la niebla, sin conciencia de dónde venimos, del significado de nuestra vida, de a dónde vamos. También se habla de un malestar. Hay un malestar en el hombre contemporáneo. Lo decía Juan Pablo II: «Es posible construir un mundo sin Dios, pero un mundo sin Dios se vuelve (se termina volviendo) contra el hombre». Y vemos cómo un mundo del que uno puede marginar, o ha marginado, no sólo a Dios, sino a la Revelación de Dios en Cristo y a la Verdad que Cristo nos descubre acerca de Dios, y acerca de nuestro significado y de nuestra vida, vivir en la inmanencia se vive muy mal; vivir sin ningún horizonte de trascendencia se vive con un cierto desasosiego, con una cierta inquietud, con una cierta, si queréis, hasta indignación con la realidad, con el mundo en el que estamos. Es un mundo en el que no nos podemos sentir a gusto, en el que no nos podemos sentir con un hogar. Y luego está la realidad, eso afecta a todas las dimensiones de la vida: a la dimensión laboral, a la dimensión política, pero afecta, indiscutiblemente y de una manera central, a la realidad de la familia y del matrimonio. Vemos todos los días, vemos todas las semanas, romperse familias. Y la gente te dice «son chicos buenos». Y comprendes que son «chicos buenos». Pero hay algo en el fondo del suelo en el que pisan que es como arenas movedizas, y en esas arenas movedizas vivimos hoy.
Cristo ha venido también para este mundo de arenas movedizas o de lo que sea. Es decir, el Amor de Cristo, el Amor de la Navidad, se extiende a todos los hombres sin excepción. Cristo ha venido, como le gustaba recordar a san Juan Pablo II, para poder decirle a cada hombre y a cada mujer «Dios te ama. Yo he venido por ti». Cristo ha venido por ti, para que puedas percibir que tu vocación es la de ser hijo de Dios y que tu destino es el Reino de Dios, la vida eterna. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
28 de diciembre de 2014
Solemnidad de la Sagrada Familia
S.I Catedral