El amor da testimonio del Dios verdadero

Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía celebrada en la Catedral en la Festividad del Corpus Christi en Granada.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios, reunido hoy en un número tan grande para adorar el amor infinito de Dios donado en Cristo; para adorar ese amor infinito que está hecho carne con nosotros, y alimento y sostén de nuestras vidas;
muy queridos sacerdotes concelebrantes –les decía en la sacristía que toda celebración de la Eucaristía tiene un vínculo extraordinario con nuestro ministerio al servicio de los hombres, nuestro conocimiento del amor de Dios en su Hijo Jesucristo-;
queridos niños de Primera Comunión, que celebráis vuestra entrada como adultos en la vida de la Iglesia, es decir, vuestra incorporación plena al Cuerpo de Cristo y a la participación de la vida nueva que Él da a su Esposa, la Iglesia;
queridas autoridades;
comunidades religiosas, representadas aquí en la asamblea que formamos hoy toda la Iglesia de Dios;
hermandades, cofradías;
queridos hermanos que venís de fuera, porque sabéis que en Granada el día del Señor es muy grande y queréis celebrarlo junto con nosotros dando gloria a Dios por esta plenitud de su Amor que se hace presente de una manera misteriosa, sacramental, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, la Eucaristía:

Las últimas palabras del Evangelio de San Mateo son “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Son palabras de amor. Jesús ha realizado su alianza nueva y eterna en la cruz; ha cumplido su designio. Los desposorios que habían empezado –si queréis- en la Encarnación, o más aún, que habían comenzado con la historia del pueblo de Israel, en la alianza del Sinaí, se cumplen en esa alianza nueva y eterna que Cristo realiza en su Sangre. Es el amor más fuerte que la muerte. Es el amor de Dios que no se ha dejado vencer por todos los pecados de Israel, por todos los pecados de los hombres, por nuestros pecados. El agravio más grande de la historia es la ingratitud con la que los hombres vivimos con respecto a Aquél que nos ha dado todo, todo lo que somos, todo lo que somos capaces de hacer, y todo el mundo, todo el universo, para su Gloria y para nuestro servicio. Y el Señor responde a ese agravio entregándose por nosotros: “Nadie me quita la vida, Yo la doy porque quiero”. Responde a nuestra ingratitud abrazándonos con un abrazo que nadie, ni el poder del Enemigo, podar romper jamás. Como decía el mismo Señor en el discurso de despedida en la Última Cena: “Nadie puede arrancarme de mi mano lo que me ha dado mi Padre, porque el Padre es más fuerte que todos”.

El Padre y su designio de amor. Ha enviado a su Hijo, no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. Son los que han revelado en Cristo la inmensidad abismal del amor de Dios por nosotros. Y la Eucaristía no hace más que cumplir esas palabras de Jesús, esa alianza nueva y eterna, que recordamos cada vez que la celebramos. Y en su Presencia fiel aquella palabra última del Señor antes de retornar al Padre: “Yo estaré con vosotros”, que recuerdan también a la liberación del nombre de Dios: “Yo soy el que soy”, decía el Señor a Moisés cuando le pregunta su nombre en el Sinaí. En realidad, podría decir: “Yo soy el que está entre vosotros. Veréis cómo os acompaño”. Y les acompañó el Señor con la columna de nube de aquel día, con la columna de fuego durante la noche, con el maná y las codornices para alimentarse en su camino por el desierto. Nos lo recordaban las lecturas de hoy el día del Corpus. El Señor cuando nos dice “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” está recordando justamente aquel pasaje de la población del nombre de Dios. Y el Señor es fiel, no abandona a su pueblo. Esas palabras son palabras de alianza, son palabras de amor. Cómo nos acompaña el Señor, cómo está presente el Señor en nuestras vidas: acompañándonos. Son palabras del mismo amor esponsal, que se pone de manifiesto en las palabras de la consagración y en las palabras del Señor en la Última Cena. Es al final, cuando han pasado los años, cuando uno puede mirar la vida para atrás, qué es lo que permanece de bello, de grande, en un matrimonio: que se acompañan. Y a uno le da ternura ver a esos matrimonios que llevan tantos años juntos, donde han sufrido juntos seguramente tanto, incluso el uno del otro, y siguen acompañándose.

Eso es lo que el Señor dice: “Yo os acompañaré a lo largo de la historia, estaré con vosotros”. Nosotros somos el pueblo del Emmanuel, porque Dios está en medio de nosotros. Dios está con nosotros. Nos acompaña. Nos acompaña en nuestra fragilidad, sin duda, porque no somos nadie merecedores del don de participar en la vida divina, de ser hijos de Dios, de alimentarnos con la vida misma de Dios, de recibir su Espíritu Santo y de vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Nadie lo hemos merecido y el Señor nos lo da como regalo, como regalo esponsal que Dios nos hace a la humanidad. Su amor infinito despierta en nosotros. Por eso nuestra oración se llama Eucaristía. Nosotros damos gracias, porque el Señor está con nosotros a pesar de nuestra pequeñez, en nuestra pequeñez. Está con nosotros a pesar de nuestras torpezas. No nos abandona a pesar de esas torpezas. Su Amor vence el poder del pecado. Hoy, siempre, hay sacerdotes durante la Eucaristía confesando al mismo tiempo, administrando el perdón de los pecados, ese don que sólo Dios puede perdonar pecados. ¿Quién puede perdonar pecados mas que Dios? En virtud de qué yo, pobre hombre, podría atribuirme si no fuera por un don de Cristo, un signo de su permanencia; permanece el Señor y permanece entre nosotros el perdón de los pecados; permanece el Señor y permanece con nosotros el maná, el pan de vida que nos alimenta, a lo largo del camino, que sostiene nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, hasta el último día de nuestra vida y hasta el último día de la historia. Y ese Amor y esa gracia de Dios valen más que la vida. Porque perder esa gracia sería perder el significado de la vida, y vivir no serviría para nada. Mientras que perder la vida y no perder al Señor no es perder nada. Porque el Señor es el dador de la vida. El Señor es el que la llena de significado, el que la llena de contenido, el inmortal que vive para siempre, unidos al Señor. No tenemos nada que temer, nunca.

Mis queridos hermanos, la celebración del Corpus Christi es una celebración de gratitud al amor infinito del que no somos dignos. Una celebración alegre, gozosa, porque celebramos la fidelidad del Señor. Tu fidelidad y tu misericordia son eternas, y están en medio de nosotros y nos acompaña. Y salimos a las calles proclamando ese amor infinito de Dios. Eso tiene una traducción en la vida del pueblo cristiano: nosotros somos el pueblo del amor, el pueblo de la misericordia. Hemos conocido en Cristo un amor invencible. Por eso, entendemos el matrimonio de una ma
nera especial también, porque sabemos que hay un amor invencible; pero entendemos todo en nuestra vida. Los remedios a los males de este mundo nunca nacen mas que del amor más grande. Ojalá los hombres puedan reconocernos como el pueblo cuya ley, cuya única ley de verdad, es el amor. El amor que es la experiencia misma de Dios que nosotros tenemos en Cristo. El amor en el que está puesta toda nuestra fe y toda nuestra esperanza.

Mis queridos hermanos, al bendecir, proclamar, glorificar ese amor, Le pedimos también al Señor que haga de nosotros cada vez más y más, y de una manera cada vez mas más visible –porque un sacramento tiene que ser visible-, que haga de nosotros un pueblo del amor. Que los conflictos familiares; que los conflictos de vecindad; que en toda clase de conflictos, los que hay a veces entre los pueblos o entre las religiones (o puede parecer que los hay), siempre que hay una situación conflictiva es el amor el que gana si somos cristianos, es el amor lo que proclamamos, es el amor el que vence; y vence a veces a través del martirio, como el amor del Señor ha vencido a través de la cruz. Pero es siempre el amor el que da testimonio del Dios verdadero.

Que así sea en la vida de este pueblo cristiano de Granada, tan bendecido por el Señor, tan amado del Señor, tan protegido por la Virgen. Que podamos proclamar ese Amor a los cuatro vientos en este mundo nuestro como el Señor lo proclamó en la cruz.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

15 de junio de 2017
S.I Catedral
Fiesta del Corpus Christi

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