“Donde está el Señor nuestra vida humana florece”

Homilía del Arzobispo de Granada en el XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, en la S.I Catedral.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios:

Qué gusto me da volver a decir eso después de la pausa del verano, que no lo había vuelto a decir.

Saludo de una manera especial al grupo de matrimonios del colegio de La Salle de Córdoba, que estáis aquí con vuestros hijos, que me da una alegría especial volver a tener este rato de compartir con vosotros. Y saludo de nuevo al coro, que no nos habíamos visto desde antes del verano y que volvemos a estar juntos celebrando la Eucaristía. Celebrando la Eucaristía, es decir, acogiendo en nuestras vidas el don de vida que el Señor nos da: su propia vida divina.

Retomo pensamientos que me habéis oído mil veces: Donde está el Señor, donde está Dios cerca hay vida, florece nuestra humanidad. Florece en el sentido no de que nos hace súper hombres o trascender nuestra condición humana en un sentido de nuestras capacidades, sino nos hace vivir en plenitud lo que somos: criaturas, criaturas hechas para participar del amor infinito de Dios. Pero nos permite vivir nuestra condición de criaturas con gozo, con gratitud; nos permite vivir con alegría; nos permite querernos bien, aprender a querernos bien, y nos permite vivir contentos en cualquier circunstancia de la vida, contentos porque la experiencia del amor infinito de Dios baña toda nuestra experiencia humana, la transfigura, la levanta, convierte los yermos y los páramos en vergeles, como decía el profeta Isaías.

Nuestra vida sin Dios se desertiza, se llena de violencia, una violencia, muchas veces, contra nosotros mismos. ¿No habéis visto, no habéis experimentado, a lo mejor en vosotros mismos? Yo lo he experimentado alguna vez en mí mismo, como que uno pareciera que está enfadado con el mundo o con la realidad. Y eso siempre es un signo de que uno le ha dado la espalda al Señor. La presencia de Dios nos esponja el corazón, nos permite reposar en nuestra condición humana, con todo lo que nuestra condición humana lleva consigo; nos permite vivir en ella agradecidos con una alegría profunda que no es incompatible con sufrimientos o con muchos sufrimientos, pero con una alegría profunda que uno se da cuenta que no nace de uno mismo porque si naciera de nosotros, seríamos capaces de fabricarla (y la fabricaríamos constantemente, la venderíamos en farmacias seguro a un precio carísimo). Somos conscientes. No es nuestro, pero donde está el Señor nuestro propio corazón se regenera y nuestra vida humana florece. Florece como fruto de algo para lo que estamos hechos; florece como fruto de un amor que nos es dado, del que nos es dado participar y que empieza a crecer en nosotros, y empieza a crecer de una manera que nosotros solos no sabemos hacerle crecer.

Un rasgo que subraya la segunda lectura, la de San Pablo, cuando dice: ¿Pero qué es eso de que vengáis a la Eucaristía y viene una persona elegante y de clase social alta, y entonces todo son parabienes, y viene un pobre miserable y lo tenéis ahí en una esquina? Eso no es la Eucaristía. Eso no es la vida cristiana. ¿Y qué quiere decir eso? Que el amor que Dios siembra en nosotros es un amor que tendencialmente, como el de Dios porque es participación del amor de Dios, nunca le pone límites a ese amor. Los tenemos. Todos los tenemos porque somos humanos. Y entonces, hay personas a las que no nos cuesta nada querer y hay personas a las que nos cuesta muchísimo querer. O hay personas a las que hemos querido en un momento determinado o hemos querido en un tiempo en nuestra vida y ha sucedido algo, y a partir de ese momento nos resulta extraordinariamente difícil querer. Pero cuando el amor no es simplemente sentimental o no tiene la fuente y su ser en nuestras capacidades, sino que es conscientemente por la experiencia de los frutos que produce en nosotros la acogida del amor divino y participación en el amor que nos es dado, en el amor de Dios, entonces, tendencialmente -luego somos limitados-, pero tendencialmente es un amor que no quiere…, porque un amor que se pone fronteras a sí mismo automáticamente deja de ser amor, empieza a ser algo posesivo. Nos sucede -y está descrito preciosamente en «El Señor de los Anillos», en la figura de «Gollum»-, es decir, cuando uno piensa que hasta lo más valioso, el tesoro más grande, lo más querido en este mundo es «mi tesoro». Gollum había sido un hombre y había encontrado en su vida un tesoro precioso, pero por hacer «mío», su persona empieza a deteriorarse. Esa experiencia la tenemos como seres humanos, hasta la cosa más preciosa, tu esposo, tu esposa, tus hijos, tu trabajo, tu éxito profesional. Es decir, en el momento en que uno empieza a decir eso es «mi tesoro» deja de reconocerlo como una gracia que es para comunicar. Decían los escolásticos de verdad, los pensadores cristianos medievales: ‘El bien (y bien y amor son casi sinónimos) es siempre difusivo de sí mismo’. En el momento en el que uno le quiere poner barreras, esto tan bonito que no se me acabe, lo destroza; esto tan bonito que pueda yo quedarme con ello, que pueda convertirlo en mío, en posesión mía, de la misma manera que poseo un reloj, que poseo un Ipad, o poseo alguna cosa de las que amo, una joya, aunque fuera la joya más preciosa, en el momento en que quiero hacerlo, estoy dejando de amarlo, reduzco el bien, sobre todo si es una persona. Y el amor se dirige sobre todo a personas si es verdadero. Cuando reduzco a la persona, la convierto en un objeto de mi posesión y yo me empequeñezco, yo me reduzco, me empobrezco, me sucede un proceso espiritual y hasta físicamente semejante al de «Gollum».

No somos capaces de amar al mundo entero, evidente. Por eso el Señor no nos pidió que amáramos al mundo entero. Nos pidió que amáramos a los prójimos, pero que cuando ese amor es de Dios, ese amor tiende a comunicarse, tiende a extenderse, tiende a abrirse a más personas, tiende a invitar a participar de la fiesta de la que nosotros somos parte, que el Señor ha hecho para nosotros.

Y mi último pensamiento: esa fiesta es la Eucaristía. La Eucaristía es siempre un anticipo de la vida del Cielo. La Eucaristía es siempre el amor de Dios hecho en los signos de la liturgia y, por lo tanto, en signos físicos, carnales, materiales, don para nuestras vidas. Ese don, el Señor se une a nosotros en cada Eucaristía con una unión que ni es la de los padres y los hijos ni es la de los esposos: es incomparablemente más grande que ninguna de las dos. Se hace uno con nosotros. Se distribuye y se reparte como el alimento, por así decir, por nuestro propio ser, de tal manera que cuando uno recibe al Señor «yo»soy de Dios y Dios es mío»; yo soy hijo, porque el Hijo se ha unido a mí y me ha hecho una sola carne con Él, y soy hijo en el Hijo y puedo vivir la vida como un hijo del mejor de los padres, del Padre del que deriva toda paternidad en la tierra.

Vamos a darLe gracias al Señor por volver a participar de la Eucaristía. Yo echo de menos la Eucaristía dominical en la Catedral y llevábamos ya casi mes y medio sin vernos. Le damos gracias al Señor por su don, que se renueva una vez más en nosotros y vamos a decir: «Señor, nosotros queremos ser felices, nosotros queremos que nuestra humanidad florezca, no nos abandones. Ven a nosotros. ¡Ven!, ¡ven! Cura lo que haya que curar; haz crecer lo que sea necesario que crezca y que podamos ser en medio de este mundo tan desertizado signo de una humanidad bella, bonita, libre». Lo que hemos pedido en la oración: «Señor, míranos con amor de padre a los que participamos de Cristo, tu Hijo, para que podamos vivir en la libertad verdadera y alcanzar la herencia eterna». Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

6 de septiembre de 2015
Santa Iglesia Catedral de Granada

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