Homilía en la Santa Misa el lunes, 20 de abril de 2020, en la II semana de Pascua.
Hermanos y hermanas (también los que nos seguís a través del móvil o de la tablet o la pantalla de televisión… de tantas maneras como nos permite el Señor en estos días):
Dos pensamientos. “¿Acaso puede nacer un hombre siendo viejo?”. Esa pregunta nos la podemos hacer todos. Decimos: “El que está en Cristo es una criatura nueva. El que está en Cristo ha vuelto a hacer”. De hecho, pienso en lo que dice San Pablo: “Ya no hay esclavo, ni libre, ni griego, ni bárbaro, ni judío, ni gentil, ni hombre, ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús”. Somos criaturas nuevas recreadas por la Resurrección de Cristo.
No es posible para el hombre, como no era posible para el hombre el venir al seno de la Virgen. Pero “para Dios, no hay nada imposible”, como le dijo el Ángel a María. Dios, nuestro Señor, es capaz de hacernos criaturas nuevas. En realidad, eso es lo que yo trataba de decir ayer, el Domingo de la Misericordia. La misericordia no es una devoción particular. Es el cristianismo mismo. El cristianismo mismo es la gran Misericordia, la gran perdonanza de Dios en la persona de Su Hijo, dirigida a todos los hombres. Y no hay obstáculo, no hay pecado que sea tan grande, no hay miseria que sea tan miserable o tan pobre que el Amor de Dios y el Abrazo de Dios no pueda perdonar. Y de ahí surge –diríamos- una criatura nueva que le pasa lo que al viento que “oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va”. Nadie podía pensar, en los dos primeros siglos de la Iglesia, que dos mil años después la Iglesia iban a ser más de mil millones de personas y que en rincones tan alejados como Ciudad del Cabo, Alaska, el sur de Chile o en lo más perdido de Siberia se iba a estar celebrando la Eucaristía y recordando, reviviendo, todo el Misterio de Cristo y el sacrificio de Cristo, y apropiándonoslo.
Dios no deja jamás de suscitar criaturas nuevas, tampoco en nuestro tiempo. Oímos “el viento” (y digo el “viento” de Dios, no me estoy refiriendo al viento. Tampoco el Señor se estaba refiriendo al viento de la calle). Ponía la imagen del viento, pero para hablar del Espíritu, que no sabemos de dónde viene y adónde va. Que no sabemos, por ejemplo, adónde nos llevan las circunstancias éstas tan nuevas que nadie habíamos previsto. Pero que toda hora es una hora de Dios. Y cuando las circunstancias son o parecen más difíciles, es más la hora de Dios y la ocasión de que la misericordia de Dios pueda florecer en nuestras vidas y en la vida de muchos hombres y de muchas mujeres, de maneras de lo más inesperado. Y yo puedo decir, como decían Pedro y Juan: “Y nosotros somos testigos de esto que os estamos diciendo”. Yo soy testigo de eso, claro que lo soy. Lo he sido muchas veces a lo largo de mi vida y sólo me duele, seguramente, la certeza de no haber nunca correspondido a tantas gracias como han podido contemplar mis ojos y ver.
Ese era un pensamiento. Nada es imposible para Dios. No os dejéis engañar por el Enemigo diciendo “pero tú, con lo desgraciado que eres, tú con lo pobre que eres, ¿tú crees que el Señor va a sacar de ti nada? Llevas treinta años confesándote de lo mismo y siempre igual, siempre igual. ¿Tú te crees que Dios no va a estar cansado de ti, si estás cansado tú hasta de ti mismo?, ¿cómo te va a querer Dios?”. ¿Cómo puede uno nacer siendo viejo? “El que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios”. Y el Espíritu es imprevisible, y llega hasta donde nosotros no nos podemos imaginar, y hace obras que nosotros no somos ni siquiera capaces de idear o de soñar siquiera.
Y la otra cosa que yo quisiera deciros (porque, con motivo de comentarios de estos días hay muchas personas que estáis siguiendo la Eucaristía por el móvil, por la tablet o por la televisión, o como podéis), es verdad que el Señor ha venido -lo decía un Doctor de la Iglesia del siglo IV que vivía en la frontera de lo que hoy es Turquía con Iraq, pero que era un gran Doctor de la Iglesia, que hablaba además él mismo un dialecto distinto del mismo idioma que Jesús; pero dice él en una ocasión: “Todo el motivo por el que el Verbo inefable de Dios, de aquella altura que ni siquiera nuestra imaginación puede atisbar o intuir, quiso revestirse de una carne y venir a estar con nosotros, es para que pudieran llegar a Él hombres bajitos como Zaqueo”. ¿Os acordáis que Zaqueo era bajito y que por eso se subió a un árbol? Y dice: “Y para que pudieran besar sus labios, todos los labios, como hizo la mujer pecadora”. Para que pudieran besar Su Cuerpo todos los labios, como hizo la mujer pecadora.
Dios santo, el Señor vino a amarnos con un corazón humano. El sentido de la devoción del Sagrado Corazón: amarnos con un corazón humano, para que pudiéramos entender algo mejor qué era el Amor de Dios”. Por lo tanto, cuando tantas cosas tienen que quedarse en la imagen o en lo virtual, pues claro, que nos falta algo. Pero yo quisiera deciros un pensamiento que a mí me ayuda. La Eucaristía no es mas que una, en el mundo entero. Es decir, nosotros somos ministros de la Eucaristía, pero quien hace el sacrificio, quien se ofrece en la Eucaristía, no soy yo. Yo debo ofrecerme con el Señor. Cuando digo “tomad y comed, esto es mi Cuerpo”, trato de decirlo yo al mismo tiempo que sé que son las palabras del Señor, pero el que Se ofrece al Padre es Jesucristo y Jesucristo no hay más que uno, no hay más que uno en Trevélez, no hay más que uno en Alhama, no hay más que uno en Zafarraya y en el Zaidín, y en Pernambuco y en Tegucigalpa, y en todos los rincones del mundo. No hay más que un Hijo de Dios. Y cuando comulgamos, comulgamos todos en el Hijo de Dios. Y cuando no podemos comulgar, el Hijo de Dios sabe lo que hay en nuestro corazón. Y es verdad que Él ha venido para que podamos verle y tocarle y, por lo tanto, es deseable que un día podamos celebrar todos la Eucaristía, pero que sepamos que no hay más que una, y no es “la Eucaristía del cura tal o la Eucaristía del cura cual” o “la Eucaristía de tal parroquia…”. Porque lo que hace la Eucaristía no son los cantos de Pruden o de Gohar o del coro que canta en la Catedral, no son que las palabras puedan ser más bonitas o menos bonitas -siempre son inadecuadas, infinitamente inadecuadas-, no es que se haga con más rigor o que se haga de una manera más familiar −aunque las dos cosas no están reñidas, se pueden hacer las dos−, pero no está en el estilo de celebrar que tiene el sacerdote y decir “pues, este estilo me gusta” o “los cantos de este tipo me gustan…”.
La Eucaristía es una porque es Cristo quien Se ofrece y nosotros recibimos al Señor y lo acogemos, y lo recibimos tranquilos, porque, al final de la plegaria eucarística se dice “Por Él, con Él y en Él, a ti Padre Omnipotente, todo honor y toda gloria”. Ni yo, ni D. Juan, ni ninguno de los presbíteros de la diócesis, ni ningún obispo, ni siquiera el Santo Padre, es quien redime al mundo. Nosotros nos ofrecemos a nosotros mismos en la medida en que nos unimos al sacrificio de Cristo y vosotros, que sois un pueblo sacerdotal, os podéis ofrecer a vosotros mismos unidos al sacrificio de Cristo. Claro que sí. Pero que sepáis que ese sacrificio es uno, nada más que uno, y es el mismo desde donde nace el sol hasta el ocaso. Es el mismo en todo el mundo. Es el Hijo quien hoy, igual que el día del Viernes Santo, del primer Viernes Santo en el calvario, se ofrece a su Padre y dice: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Es Él, es Cristo mismo, y sólo Él da una gloria a Dios adecuada, y decidir o escoger o juzgar el valor de una Eucaristía por esas otras cosas es juzgarlo por vanidades, y vanidades externas. Si todos somos igualmente pobres ante el Señor. Y, repito, el Señor quiso hacerse sensible para que nosotros y nuestros sentidos pudiéramos gozar. Y una Eucaristía cuidada no es lo mismo que una Eucaristía no cuidada, eso está clarísimo. Y los sacerdotes tenemos la responsabilidad de cuidar de la Eucaristía. Y sabemos que es una en toda la Tierra, pero que tengamos mucha conciencia, especialmente en estos días, que es Cristo quien Se ofrece y aunque yo no lo pueda recibir a lo mejor, es Cristo quien ofrece Su Gloria al Padre y Se ofrece por nuestra salvación y por la vida del mundo, y que nada de esa ofrenda se pierde.
“Padre, yo Te doy gracias porque no se ha perdido ninguno de los que me diste”. Y un poquito antes, en ese mismo Evangelio, ha dicho: “Todo me lo ha dado mi Padre. Todo lo ha puesto mi Padre en Su mano”. Y después dice: “Te doy gracias porque no se ha perdido ninguno”.
Nosotros sabemos que en Tus manos, Señor, puestos y confiados en Ti, no se pierde nada de Tu ofrenda, aunque yo no pueda comer el pan consagrado con mi boca, o beber el vino consagrado. Tú Te ofreces al Padre, Te ofreces por nuestra vida y esa vida no dejará de producir su fruto en nosotros, porque esa vida es la vida del Espíritu que sopla donde quiere y no sabes de dónde viene ni adónde va. Sabemos que viene de Ti, Señor, y que nos lleva a todos a Ti. Y eso es todo lo que necesitamos saber.
Luego, verás, si el Señor me da a participar de la Eucaristía, ¿cómo no voy a saltar de alegría? Y si el Señor no me da, el Señor me sigue amando y la Eucaristía sigue sucediendo y yo me uno a ella, lo mejor que pueda, y no me tengo que preocupar de más.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
20 de abril de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)