Homilía de D. Javier Martínez en la Misa del jueves de la II semana de Cuaresma, el 4 de marzo de 2021.
Cuántas cosas, Dios mío, en estas Lecturas. Por una parte, el significado obvio de la parábola: el tener muchos bienes en esta vida no es ninguna garantía de que la vida se cumple, de que la vida es un éxito, un triunfo. Seguramente, el rico de la parábola le daba muchas veces gracias a Dios, probablemente, por las riquezas que había obtenido y, sin embargo, su vida era una miseria. En cambio, el pobre, que no maldecía a Dios por su pobreza, fue consolado y su vida al final fue acogida con misericordia en el seno de Abrahán.
Eso es una cosa que es una lección de todo el Evangelio, no es sólo de esta parábola. Más propio de la parábola como una enseñanza para nosotros es la súplica de que alguien viniera a convencer a sus hermanos, de que la vida no es lo que parece, nunca. Y la respuesta de Abrahán, en realidad de Jesús, es que tienen a Moisés y a los profetas que los escuchen. Eran la petición que le hacían los fariseos a Jesús constantemente: danos un signo que nos veamos obligados a creer en Ti. Danos un signo. Es una de las tres tentaciones a Jesús que narran los Evangelios, cuando describen cómo a Él le tentaba el Enemigo. “Tírate de aquí abajo, haz un milagro de tal manera que sea tan potente que no nos quede más remedio que creen en Ti”. Y Jesús se niega siempre a ello, porque ama demasiado la libertad de los hombres. La libertad es el don o uno de los aspectos fundamentales del don que hace de nosotros imagen y semejanza de Dios. Porque ser imagen y semejanza de Dios es estar hechos para el amor y el amor no puede ser, no puede existir, más que en el humus y en la tierra de la libertad. No crece de otra manera. Sin libertad no hay amor y Dios ha corrido el gran riesgo de la libertad. Pero es un enamorado de la libertad, porque es un enamorado de la vida de los hombres. Entonces, no va a haber nunca un signo de Dios, una obra de Dios que fuerce ni nuestra razón ni nuestra libertad, que nos fuerce a amar. Porque el amor forzado nunca es amor.
¿Significa eso que no tenemos signos, que no tenemos indicios, que la decisión por Dios es una decisión tomada en el vacío o fiados exclusivamente en los textos? No. Tenemos un testimonio y las otras Lecturas, la Primera Lectura y el Salmo de hoy, nos dan un indicio de dónde podemos nosotros verificar que esto es así. La Primera Lectura compara al hombre que confía en el Señor con un árbol plantado al borde de la acequia, es decir, con una realidad fecunda, bella, que no se seca, que no se marchita, que resiste las dificultades. No se lee hoy, pero hay un texto también del Antiguo Testamento que describe cuál sería el contraste, el hombre que no confía en el Señor: “Como la hierba del tejado que se seca y nadie la siega”, y no le dicen los que pasan, como le dicen a una buena cosecha “¡que el Señor te bendiga!”. La hierba del tejado es algo estéril, infecundo, mientras que el hombre que confía en el Señor es eso, un árbol plantado al borde de la acequia. Lo dice la Escritura y lo dice el Salmo. Es un pensamiento constante.
Yo Le pido al Señor que esto no sea simplemente una creencia, es decir, algo que nos fiamos de la Palabra de Dios, sino que pueda ser de algún modo una experiencia. La experiencia no es la que nosotros a veces queremos. Le pedimos al Señor que las cosas nos salgan bien y hay cosas que salen bien y cosas que salen mal. Y queremos medir si Dios nos quiere o no nos quiere, o si Dios nos ayuda o no nos ayuda en la medida en la que Dios responde a nuestras intenciones inmediatas, es decir, a lo que hemos pedido, que a lo mejor es en un determinado momento, la salud, o en otro determinado momento el que tal negocio funcione y vaya adelante. O sencillamente, que tal proyecto que uno tiene entre manos salga adelante. ¡Y es legítimo pedírselo! Pero nunca estamos seguros de que eso sea para nuestro bien, ni siquiera la salud. Y, sin embargo, sí que podemos estar seguros de que estando con el Señor nuestras vidas, nuestra humanidad crece y nuestra vida se hace más grande. Más grande a lo mejor, porque reconocemos nuestra condición de criaturas, y por lo tanto nuestros límites y nuestras pobrezas. Pero eso es crecer en nuestra humanidad, eso es crecer en la vida verdadera.
De eso sí que podemos tener experiencia: de que estando junto al Señor, pasan tormentas, pasan dificultades de todo tipo, de las que sean, y, sin embargo, al lado del Señor, nuestra vida florece y fructifica. Es fecunda, es un motivo de gratitud.
Yo Le pido al Señor, para mí y para todos nosotros, que tengamos esa experiencia. Que no sea simplemente una creencia de que sí, Dios nos ayuda, Dios no nos deja, sino que podamos tener la experiencia. El domingo, ¿recordáis la Lectura de Abrahán que sacrifique a su único hijo después de haberle prometido que su descendencia va a ser numerosa como las estrellas del cielo y como las arenas del mar? Y siendo ya un hombre mayor, le pide que sacrifique a su único hijo. Parece que Dios mismo va a contradecir su promesa con ese sacrificio y, sin embargo, no sólo no contradice su promesa, sino que, al final, la obediencia de Abrahán, el fiarse de Dios, hace posible que, efectivamente, se cumpla la promesa de que los hijos de Abrahán son hoy como las estrellas del cielo y como las estrellas del mar: una multitud innumerable.
Que el Señor nos conceda poder experimentar cómo Dios hace fecunda nuestra vida sin forzar ni nuestra razón, ni nuestra libertad, sino dejándonos siempre el espacio de poder amarLe y de poder apoyarnos en Él confiando en Él. Y cómo nuestra humanidad crece en ese confiar en el Señor y no en los bienes y en las esperanzas de este mundo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de marzo de 2021
Iglesia parroquial Sagrario Catedral (Granada)