Intervención del Arzobispo de Granada en el programa «Iglesia Noticia», emitido en Cadena COPE Granada el pasado 27 de mayo.
Muy buenos días Paqui, muy buenos días oyentes de la COPE.
En el día de hoy la Iglesia celebra el fruto final de la obra redentora de Cristo, porque la Encarnación, todo el anuncio de Cristo y su vida, sus gestos, su obra, hasta la Pasión y la muerte, hasta su victoria sobre la muerte eran las condiciones de aquello que Dios deseaba para nosotros, que era compartir con nosotros su vida divina. Y es cuando Cristo ha consumado su obra, cuando el Espíritu de Dios, que nos hace hijos de Dios en primer lugar, y que nos hace después, o al mismo tiempo, hermanos los unos de los otros, miembros de Cristo, incorporados a Cristo, miembros los unos de los otros, como diría San Pablo. Pero todo ello es posible justo porque la vida del Hijo de Dios nos ha sido comunicada.
Repito: Toda la historia de la salvación y, sobre todo, todo ese acontecimiento culminante de la historia de la salvación, que es centro, y alfa y omega de toda la historia, centro de la historia y abrazo de Dios a la historia, que es el acontecimiento de Cristo, tiene como fin que nosotros seamos, sin ser arrancados del mundo, sin ser transfigurados todavía en nuestra vida natural, pero traspasados por una vida nueva que nos es dada, que es la vida de los hijos de Dios, la libertad gloriosa de los hijos de Dios, la participación en la vida divina, el poder ser hijos en el Hijo, poder vivir con la certeza de nuestra herencia en el Reino de Dios, con la certeza de estar sostenidos permanentemente por un «yo» nuevo.
La Tradición de la Iglesia dice siempre que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, el alma de este cuerpo, que es nuestra comunión, fruto (la misma comunión) del Espíritu Santo, como decimos en la liturgia.
Es decir, todo tenía como meta el que nosotros pudiéramos ser incorporados, ser introducidos en la vida divina y, al mismo tiempo, la vida divina ser introducida en nosotros, de forma que podamos vivir esta vida con sus luchas, con sus batallas, con sus dificultades, con las torpezas que brotan de nuestra limitación y de nuestra condición pecadora. Que podamos vivir todo eso con la certeza de un amor que nos renueva por dentro, nos recrea literalmente por dentro, nos da un nuevo «yo». Un nuevo «yo» en el que muchas de las divisiones que surgen de nosotros (o todas ellas) han quedado transformadas.
San Pablo mencionará en alguna ocasión -y es un texto que yo he repetido muchas veces, al que hago referencia muchas veces y no me cansaré de hacerla- divisiones que eran fundamentales en el mundo antiguo: la división entre los griegos, que se sentían como los hombres cultos, y los bárbaros, que eran los hijos del desierto, los que no tenían civilización ni cultura; los judíos, que se sentían ellos herederos de las promesas y de la ley, y los gentiles, que eran esos malditos, que no conocen la ley, dice en alguna ocasión el Evangelio de San Juan; los libres, que eran los ciudadanos de pleno derecho, y los esclavos, que no tenían ningún derecho; el hombre, que era como el prototipo de lo humano, y la mujer, que era considerada en todas las culturas de la antigüedad como una cierta realidad inferior, como una cierta posesión del varón. Todas esas divisiones, San Pablo dice que ahora «somos todos uno en Cristo Jesús», han quedado rotas por la obra redentora de Cristo, que consiste justamente en la infusión del espíritu.
Si somos los unos miembros de los otros, si somos todos nosotros herederos de la vida eterna, si todos nosotros tenemos un nuevo «yo» que es el «yo» de Cristo, el «yo» de haber sido incorporados a Cristo, ese nuevo «yo» rompe todas esas divisiones, descubre que esas divisiones son obra del diablo, y otras que hemos ido creando los hombres a lo largo de los siglos porque el diablo, el que separa, no ha cesado de crear divisiones: los de mi nación y los de otras naciones, los forasteros, los extranjeros, eso también existía en el mundo pagano, eso también lo rompe Pentecostés.
En Pentecostés, en Jerusalén, dice el relato casi recorriendo como el mapa-mundi visto desde Jerusalén en aquel tiempo. Habitantes de todas las naciones de la tierra conocida en aquel momento o cercana a Jerusalén (cretenses, árabes, partos, medos, elamitas, habitantes de Roma, habitantes del Ponto, de Siria, de Cirene…). Todas esas divisiones, el hecho de que la nación sea determinante, también han dejado de ser determinante, cuando el don más grande que justifica nuestra vida es que somos hijos de Dios, y que participamos de la vida de Dios. Esa vida del Dios trino que es comunión de amor. Comunión de amor que anhela nuestro corazón, pero que no podríamos ni siquiera imaginarnos que pudiera ser algo accesible a nosotros, y que se nos ha revelado al revelarse Dios en Cristo como la forma de vida de Dios. Dios es comunión y entonces se entiende que nosotros estemos hechos para el amor.