Estamos ya a mediados de julio y no sé si muchos de ustedes están ya de vacaciones o pertenecen más bien al grupo de aquellos que tienen que currar para que otros puedan disfrutarlas. Disculpen, entonces, si he recuperado esta carta que escribí hace tiempo, para hablarles de la necesidad del descanso, cuando ustedes no pueden gozarlo o a lo peor, por desgracia, lo tienen que soportar de manera obligada por sufrir el desempleo.
Pero no me desmentirán la necesidad que tenemos todos de parar un poco, de vez en cuando, y recobrar fuerzas, reponer ilusión y salirse de la cadena de la rutina, de los agobios, del cansancio de estar trabajando a tope. No me negarán tampoco que cuando nos dejamos llevar por ese torbellino de activismo laboral hay un momento en que no se sabe cuándo parar la noria o bajarse del carro. Siempre se justifica, por ejemplo, diciendo que lo necesitan los hijos, que es por ellos, por labrarles un porvenir mejor, aunque a uno no le queda tiempo para verlos apenas, para dialogar sobre sus problemas. Otros dirán que son muchos los gastos y ya no hay quien los recorte: la casa en que se ha metido, las letras del coche, el negocio que se ha puesto en marcha, mil razones de peso… pero el caso es que hay momentos en que el sujeto ya no puede.
Pues, mira por dónde, nuestro Hacedor, como dirían los clásicos, Dios mismo, que sabe de qué material estamos hechos, es el que nos llega incluso a mandar que descansemos: lo hace así en el tercer mandamiento de la Ley de Dios: el que se refiere a la santificación de la fiesta, que no consiste sólo en ir a misa, sino también en descansar como Dios manda, nunca mejor dicho. Al referirse al precepto del descanso sabático, la Biblia pone como ejemplo a Dios mismo a quien hemos de imitar, que cuando concluyó la creación a lo largo de seis días, el séptimo descansó (Heb 4, 4; cfr Gen 2, 2).
Para el cristiano el día del descanso semanal es el domingo, el día en que conmemoramos la Resurrección de Cristo. El Catecismo de la Iglesia Católica señala que “durante el domingo y las otras fiestas de precepto, los fieles se abstendrán de entregarse a trabajos o actividades que impidan el culto debido a Dios, la alegría propia del día del Señor, la práctica de obras de misericordia, el descanso necesario del espíritu y del cuerpo” (n. 2.185).
El descanso veraniego, propiciado por el cese en la actividad habitual, puede ser un buena oportunidad no sólo para reponer las fuerzas corporales, para hacer más deporte, para ponerse en buena forma física, sino también un espacio para el cultivo del espíritu mediante la lectura de las obras literarias que dejamos aparcadas por falta de tiempo; para el silencio, la reflexión y la oración que nos haga recobrar la paz del encuentro amigable con Dios y con nosotros mismos; para el contacto con el arte y la naturaleza que nos serene; para la convivencia con nuestros familiares y amigos que nos estrecha aún más los vínculos con quienes nos son cercanos y entrañables, sin que la prisa nos haga llevar nuestra peculiar bandera de taxi siempre bajada, porque de continuo estamos ocupados en lo nuestro.
Estemos en guardia también contra el activismo de unas vacaciones tan “movidas” y agobiantes que nos estrese aún más que el propio trabajo, que nos retorne a la vida ordinaria con cansancio en el alma, aunque el cuerpo esté bronceado.
Por eso no se trata sólo de conseguir un descanso físico, sino de lograr también la no menos necesaria paz interior. Para ello hemos de reivindicar el valor del silencio como un elemento necesario para encontrarnos con Dios, con los demás y hasta con nosotros mismos.
Sólo el silencio nos posibilita la atención necesaria para la más genuina de las actividades humanas: pensar. Necesitamos el silencio para reflexionar, es decir: volver sobre nosotros mismos, a fin de ganar profundidad y con ella el equilibrio necesario a fin de no perder el sentido del vivir y colocar cada cosa y acontecimiento en su justo lugar.
Las vacaciones son la gran ocasión de encontrar esta calma sigilosa: basta que -con decisión- nos aislemos un poco o nos escapemos para estar en contacto con la naturaleza, o, a lo mejor, buscarlo en el interior de una bella iglesia o monasterio, o simplemente basta con “hacerlo” en nosotros mismos. Ya verán lo elocuente que es.
Procuren, descansar, como Dios manda.
+ José María Gil Tamayo
Arzobispo de Granada