Homilía en la Santa Misa del jueves de la semana de Pentecostés, el 4 de junio de 2020.
Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios;
queridos hermanos y hermanas, que os unís también a través de la televisión:
Celebramos hoy una fiesta muy reciente, una de las más recientes que ha instituido el calendario litúrgico de la Iglesia. Es la fiesta de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote. Es una fiesta que yo mismo he asistido casi a su nacimiento, porque fue promovida por alguien que era Obispo Auxiliar de Madrid cuando yo era seminarista y que está en proceso de beatificación, D. José María García La Higuera, y que es fundador de una pequeña congregación que se llaman Oblatas de Cristo Sacerdote, la última congregación que fue aprobada por la Iglesia justo antes del Concilio. Su casa central estaba en Madrid, y cuando yo era seminarista en Madrid (era la fiesta de ellas) y aunque son de clausura, el día de la fiesta abrían las puertas de los jardines del monasterio y donde nos llamaba mucho la atención que hubiera un campo de baloncesto (ellas jugaban en sus recreos al baloncesto, porque son una congregación relativamente joven (hoy ya no son jóvenes, pero entonces lo eran)). Y entonces, es una fiesta que he asistido, he podido asistir, he tenido la gracia de asistir, de conocer a esa congregación y de asistir al nacimiento de la fiesta.
Todas las fiestas tienen un porqué y un contexto histórico que ayuda el entenderlas. La fiesta del Corpus no existe desde el principio de la Iglesia. Existe desde el siglo XII o XIII, cuando se empieza, en virtud de una filosofía que la Universidad de París difundía un poco y que ponía en peligro la fe en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía, lo que se llamaba “la controversia de los universales y del nominalismo”, donde las palabras no decían lo que eran la verdad de las cosas, sino que eran palabras construidas por los hombres; y entonces, cuando se decía “esto es el Cuerpo de Cristo”, a lo mejor no era el Cuerpo de Cristo, sino un símbolo, o una metáfora, pero que allí no estaba Jesucristo. Y en aquel momento, la Iglesia crea la fiesta del Corpus Christi y se desarrolla rapidísimamente por toda la Iglesia, hasta el punto de que es la fiesta grande de nuestra tradición, especialmente en el su de España, y especialmente en Granada y en Toledo, por ejemplo. En Sevilla, también.
La fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote ¿cuál es su contexto? El contexto histórico concreto, la congregación nace y la fiesta empieza durante la persecución religiosa que hubo en España en la Guerra Civil, y este obispo, que tiene una historia muy bonita al principio de la guerra (…), terminó en los sótanos de la embajada de Alemania, donde había una serie de gente refugiada en Madrid, en los tiempos de la guerra. Y allí, un grupo de personas, en concreto, un grupo de chicas jóvenes, se reunían a rezar para que el Señor sostuviera a los sacerdotes que corrían peligro de apostatar durante el tiempo de la guerra. Terminó la guerra y se fueron cada uno a su casa, y al poco tiempo después alguna de las chicas vino a decir ¿y por qué no dedicamos el resto de nuestra vida a hacer lo que hacíamos en el sótano de la embajada? Les dio “largas” al principio y luego les dijo que sí. Y el motivo del nacimiento de esta congregación fue la ocasión el nacimiento de esta congregación y de esta fiesta tiene que ver ahí.
Pero, la razón profunda que explica que la Iglesia universal en España la haya admitido como fiesta para toda España es que en la época en que esto se desarrolla, los años 60-70, había un peligro de ver en Jesús, sencillamente, un maestro de moral. Alguien que con sus enseñanzas nos decía cómo había que ser buenos. Y no era infrecuente poner a Jesús junto a Gandhi, o junto a Luther King, que son personas buenas que nos han enseñado la moral. Y entonces, eso era vaciar de contenido la vida, la persona y la misión de Jesucristo, y la Iglesia sencillamente pone esta fiesta para que veamos la profundidad del ministerio de Cristo: sacerdote, víctima y altar. Es decir, Jesucristo no es alguien que nos enseña a ser buenos. Jesucristo es alguien que se ofrece al Padre por la redención del pecado de la humanidad.
Y la Carta a los Hebreos, de la que hemos leído un trocito central, muy sustantivo, es un escrito, es una homilía cuidadísima en el estilo (el escrito que tiene un griego más cuidado de todo el Nuevo Testamento), dirigido a un grupo de sacerdotes judíos, que se habían convertido al cristianismo y que echaban de menos la solemnidad, las trompetas, los sacrificios, las grandes fiestas y las multitudes que había en el templo de Jerusalén. Y el autor de la Carta a los Hebreos trata de explicarles que aquello eran fiestas que preparaban el verdadero sacrificio de Cristo. Y que mientras que el sacerdocio judío tenía como dinámica el apartarse del pueblo (de ahí viene la palabra “fariseo”, son “los apartados”), el apartarse del pueblo de algún modo, Jesucristo, el Hijo de Dios, hizo todo lo contrario: acercarse al hombre, compartir nuestra condición humana, para arrancarnos del poder de aquél -dice la Carta al principio- que nos tenía toda la vida sometidos a esclavos por el temor a la muerte, es decir, del demonio. Y es una descripción muy bonita, muy verdadera de la condición humana. Al final, es el temor a la muerte lo que nos hace esclavos de tantas cosas.
Y describe el sacrificio de Cristo y describe a Cristo como aquél que se ofrece a Sí mismo, citando un pasaje del Salmo: “Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me diste un cuerpo. No quieres holocaustos, ni víctimas expiatorias (ndr. ¿cómo van a satisfacer a Dios unos corderos que se matan?, ¿o unos bueyes?, ¿o unas palomas?). Yo dije: ‘He aquí que vengo para hacer Tu voluntad´”. Ese es el Sacerdocio de Cristo, Su obediencia a la Voluntad del Padre, que es que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad”. Entonces, Cristo, el Hijo de Dios, se ofrece a lo que sea necesario para poder cumplir ese deseo del Padre de que todos los hombres se salven. Y para eso entrega Su vida. Y ése es el significado profundo de su Pasión donde llega hasta la soledad. Los artistas a veces han descrito y se han detenido en contemplar Getsemaní, porque es, probablemente, donde más fácil nos es identificarnos a los hombres en nuestra vida tantas veces dolorida, sufriente, angustiada, preocupada por mil cosas. Pues, Él se ha hecho semejante en todo a nosotros, menos en el pecado. Y ofreciéndoSe al Señor, así, a la muerte, ha rescatado a los que por el miedo a la muerte vivíamos toda la vida sometidos a esclavitud.
Damos gracias al Señor por tener un Sumo Sacerdote así. Que Se ha ofrecido (también lo dice la Carta a los Hebreos: los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento tenían que ofrecer todos los días víctimas expiatorias diferentes, en el Templo de Jerusalén había diariamente sacrificios); Cristo se ofrece de una vez por todas, porque con Su entrega, total y sin fisuras, sencillamente, rehace, renueva la historia, renace la historia, renacemos nosotros, con Su Triunfo sobre la muerte y sobre el pecado renacemos nosotros a una vida nueva.
Si ser cristiano es participar y pertenecer a Cristo, pedirLe al Señor, humildemente, que también nosotros participemos en nuestra propia vida un poco de esa actitud del Señor, de “aquí estoy para hacer Tu Voluntad”, que es siempre que todos los hombres se salven. No pensemos la Voluntad de Dios como algo que viene a estropear nuestros planes. No, la Voluntad de Dios es que los hombres vivamos, que seamos felices, que tengamos gozo y alegría. Por nuestra alegría ha entregado Cristo Su Vida.
Luego, esa alegría está vinculada a esa Voluntad de Cristo, que está identificada totalmente y que no teme los riesgos, sino que Le dice al Señor: “Me diste un cuerpo, aquí estoy”. Nosotros podemos decirLe: “Señor, lo quiero -como dice un Salmo también- y llevo Tu ley en mis entrañas”.
Que el Espíritu Santo nos ayude a vivir con Su ley en nuestras entrañas, pero llenos de confianza en el designio de Dios, que es un designio de amor y de vida, para nosotros. Es el Enemigo siempre el que machaca, nunca Dios. Y cuando nosotros nos machacamos, no pensemos que es Dios quien lo quiere, nunca. Cuando nosotros nos machacamos, estamos cediendo a los impulsos del Enemigo, no a los de Dios. Dios quiere nuestra vida, nuestra alegría.
El Magnificat resume, sencillamente, el designio de Dios para cada uno de nosotros. El canto de la Virgen, de gratitud, de alabanza. De alabanza, porque Dios es fiel. Tan fiel que nos ha entregado a Su Hijo para que nosotros vivamos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de junio de 2020
Iglesia parroquial Sagrario-Catedral (Granada)