“Cristo ha venido para que nuestra humanidad florezca”

Homilía en la Eucaristía del XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, 4 de octubre de 2020, en la S.I Catedral.

La viña del Señor es la casa de Israel, pero como Israel fue infiel a la Alianza, a pesar de ser el terreno mimado del Señor, una y otra y otra vez, el Señor amenaza con quitarles la administración de la viña a aquellos viñadores y dársela a un pueblo que produzca sus frutos.

Los cristianos de los primeros siglos entendieron que ese pueblo llamado a producir sus frutos eran los gentiles, es decir, la humanidad entera. Y tuvieron la experiencia que las persecuciones que tuvieron que padecer los cristianos, apenas después del Acontecimiento de la Pascua -la muerte de Esteban, por ejemplo, que tuvo lugar muy pocos años después de la muerte y la Resurrección de Cristo-, sirvió para que el cristianismo se extendiera por otras partes más allá de Palestina. En la primera generación misma, habla de cómo el cristianismo llegó hasta Etiopía y, en el primer siglo, se sabe que el cristianismo había llegado al sur de la India, que era el final de una de las caravanas de las rutas de la seda y de las especias, de las que vivía el Imperio romano, y de las piedras preciosas que venían del sur de la India por el Golfo Pérsico. Eso hizo que, cuando llegaron los portugueses en el siglo XVI, se encontrasen una Iglesia con varios millones de cristianos en Kerala, en el sur de la India, Iglesia que sigue viva y que no había tenido noticias de muchas de las controversias que había habido en la Iglesia en el Mediterráneo; simplemente, estaban allí. Son los que se llaman “cristianos de Santo Tomás”. No porque Santo Tomás hubiera estado en el India, sino porque Santo Tomás, que evangelizó lo que hoy es Irak y parte de Irán, en el sur de la India había unas colonias de comerciantes que provenían de Mesopotamia y que se establecieron allí. De la misma manera que en Lyon, donde hubo mártires hacia el año 150, y algunos de los primeros grandes teólogos, San Ireneo de Lyon, los nombres que conocemos de aquellos cristianos de Lyon eran todos nombres de la provincia de Asia, es decir, del occidente de Turquía. Y lo mismo, la razón era que comerciantes cristianos de las costas del occidente de Turquía, del oeste, de las costas que van hacia el Bósforo y hacia el Mediterráneo, habían ido hasta el sur de Francia y habían subido por el río hasta Lyon, y se habían establecido allí. Pero eran de origen asiático.

El cristianismo no lo extendieron “misioneros profesionales”, o sea, congregaciones religiosas dedicadas especialmente o con el carisma o vocación especial a la misión. Era el pueblo cristiano, en su crecimiento normal, el que llevaba la fe consigo. Un autor también de comienzo o primera mitad del siglo II, Tertuliano, explica, en una obra suya donde trata de defender a los cristianos de las acusaciones que los paganos del norte de África les hacía, que ninguno de nosotros hemos nacido cristianos, que uno se hace cristiano. Decía, “¿y por qué nos hacemos cristianos? Porque vamos de viaje, nos asaltan bandoleros y vemos cómo reaccionan los paganos ante ese ataque, que nos despojan de todo lo que llevábamos en la caravana o en los carros, y cómo reaccionan los cristianos, y eso nos llama tanto la atención y nos parece un modo de vida admirable que deseamos unirnos a ellos”. También les llamaba la atención cómo reaccionaban los paganos cuando alguien cogía el cólera o la peste en aquellos momentos, y tenemos testimonios de ello, huyendo de casa y dejando al enfermo o al cadáver abandonado en la casa, o tirándolo en la calle, o tirándolo en el campo. Mientras que los cristianos se acercaban a los moribundos, rezaban junto a ellos, los lavaban, los enterraban entre cantos pidiéndoLe al Señor que tuviera misericordia de esas personas, sin preocuparse de si eran o no cristianos, porque todos eran hijos de Dios y todos eran amados por Dios.

Las Lecturas de hoy se refieren ciertamente al pueblo de Israel y “la piedra que desecharon los arquitectos” es Jesucristo, es decir, el hijo que los viñadores mataron y que, sin embargo, se convierte en la piedra angular de un nuevo templo del que forman parte, como piedras vivas, hombres y mujeres de toda la humanidad. Y os decía que había llegado el cristianismo en el siglo I al sur de la India, pero hoy, desde hace veinte o veinticinco años, un grupo de estudiosos franceses han encontrado huellas del cristianismo en China, enfrente de las costas del Japón, también del siglo I, en algunos bajorrelieves que cuentan la historia precisamente de Santo Tomás y de su discípulo Adai, y del rey Abgaro de Edesa, que es un pequeño reino que había en Mesopotamia. Y hay alguna estela, en el museo de las estelas de Pekín, que tiene en chino el Credo del Concilio de Nicea, el que rezamos nosotros cada vez que rezamos el Credo. Ese mismo Credo, escrito en chino en el siglo IV o V.

Era el pueblo cristiano. En aquella época no había congregaciones religiosas de ninguna clase. Era el pueblo cristiano el que llevaba consigo la alegría de la esperanza y la alegría de la fe. Yo Le pido al Señor no ser de los malos viñadores. Yo sé que mi misión como pastor es cuidar de la viña del Señor, es decir, de vosotros, de forma que sea haga sobre nosotros el designio de Dios, que es muy sencillo: que demos fruto. “Yo os he enviado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca”. Es decir, quien planta una viña -y una viña era un tesoro en el mundo antiguo- puede poner todo el amor; como quien tiene un rebaño de ovejas, en aquel mundo cercano al desierto, puede poner en ese rebaño todo el amor del mundo y eso es lo que Jesús dice. Pero, ¿para qué se planta la viña? Para que dé frutos y pueda servir de alegría a los vecinos; para que pueda servir de fermento para el vino de la boda de uno de los hijos de la casa, o de las hijas de la casa. Muchas veces se guardaba el mosto del año en que nacía un niño, justamente para guardarlo para cuando se fuese a celebrar la boda. Las bodas no se celebraban entonces a los treinta o cerca de los cuarenta años, sino que se celebraran a los quince o a los diecisiete (y a los diecisiete ya era un poco tarde).

Yo veo estas llamadas que Jesús hace a la libertad, es decir, a ser buenos cuidadores de la viña, sentirnos todos responsables de la viña, no por nuestros sermones ni por nuestras palabras, sino por nuestras vidas. A sentirnos así, gozosos de estar en la viña del Señor, gozosos de haber sido llamados a poder dar frutos, a florecer. Yo empleo mucho la imagen de que nuestra humanidad florezca. Y es que, para dar fruto, primero hay que florecer, y las flores son menos útiles, pero muchas veces son mas bellas que los frutos, y entonces uso mucho esa imagen. Cristo ha venido para que nuestra humanidad florezca.

Yo Le pido al Señor, con temor y temblor, no ser de los malos viñadores. Y hay unas cuantas frases en el Evangelio que me producen ese temor y ese temblor. Una de ellas, de las más fuertes, es cuando Jesús dice “pero, cuando el Hijo del Hombre venga, ¿encontrará esta fe en la tierra?”. Es pavorosa, ¿no?, en un sentido. Y uno Le pide al Señor: “Señor, yo Te pido que la encuentres, porque si se pierde nuestra fe, se pierde la humanidad”. No hay muchos pensadores contemporáneos que sean conscientes de ello, aunque empieza a haber no pocos que se dan cuenta de que la pérdida cultural del cristianismo como atmósfera cultural significa, simultáneamente y en proporción directa, la pérdida de nuestra humanidad, de muchas cosas que damos por supuestas en nuestra humanidad, como el milagro del amor esponsal de un hombre y de una mujer, como el milagro de desear el bien de los demás como una cosa evidente y obvia, y que todo el mundo desea. Como incluso un cierto sentido de la justicia, pero no de la justicia rígida esa que a veces nos oprime y es muy estrecho, sino quizás lo que en inglés se llama “fear”, que es una especie de equidad, de justicia bondadosa, de justicia amplia, de deseo de que todo el mundo pueda vivir según le corresponde y según quiere, libremente vivir, y un afecto por esa libertad de los demás. Ese tipo de justicia. Ese tipo de justicia desaparece con el cristianismo, porque es una justicia que se identifica casi con la misericordia y con la amistad, y con el amor. Y esa es la justicia verdadera. Esa es la que todos queremos para nosotros, aunque no siempre la queremos para los demás. Es la que queremos para todos nosotros. Y desaparecen muchos otros rasgos de nuestra humanidad. El perdón; el perdón como alma casi de la vida social. La conciencia de que siempre se puede perdonar y de que siempre se puede empezar de nuevo. La conciencia de que, aunque la vida esté muy rota y que aunque uno haya cometido muchas miserias, uno puede volverse al Señor y el Señor siempre nos acoge con los brazos abiertos. Y eso ensancha nuestro corazón, nos hace florecer como seres humanos, mientras que, cuando desaparece la fe, el horizonte que se abre delante de nosotros es la irracionalidad y la barbarie.

Se me quedaba una cosa por subrayar. Decía que se pierde el sentido de la justicia y se pierde el uso de la razón. No que nos convirtamos en animales, por el hecho de no ser cristianos. No, en absoluto. Pero hay un cierto uso de la razón que busca de verdad la verdad, a quien le importa la verdad de las cosas y la verdad de nuestras relaciones personales, la verdad de nuestro destino y la verdad de quiénes somos, y para qué estamos en este mundo y para qué hemos sido creados. Esa verdad, esa razón, se pierde. Y yo percibo mucho que, en estos momentos donde eso es bastante evidente que se pierde en la vida social, se pierde en el discurso mediático en la mayoría de sus formas; cómo en ambientes cristianos, a veces, pensamos que las cosas se solucionan con un razonamiento. (…) Vale mil veces más un gesto de afecto o un abrazo que la razón. Porque todos tenemos razón, es una propiedad del hombre, pero luego hay que saber usarla. Pasa lo mismo con la libertad. Todos somos libres, pero, si no sabemos usar bien la libertad, la libertad, si no se piensa bien sobre ella, si no se comprende bien, puede servir para hacer mucho daño a los demás. Porque yo soy libre, puedo hacer lo que me dé la gana y lo que me dé la gana a veces son monstruosidades. Igual que hay que hay aprender la libertad, hay que aprender a usar la razón.

Pero todo esto que yo estoy diciendo ahora mismo, sólo se comprende si tiene como base un amor previo. Yo quiero subrayar eso. Jesús nos llama, “nos reta” a usar nuestra libertad, a tomarnos en serio nuestro papel en la viña y a tomarnos en serio la misión que hemos recibido, porque partimos de un amor sin límites como suelo, como tierra firme. Nuestra alianza no es como la del pueblo de Israel. Es la Alianza nueva y eterna que se recuerda cada vez que celebramos la Eucaristía. Es al amor incondicional que se nos ha dado de una vez para siempre en la cruz y se nos da, de nuevo, con la misma frescura que en la tarde de Viernes Santo, y con la misma luz inocente de la mañana de Pascua, cada vez que celebramos la Eucaristía. Sobre ese amor se puede retar la libertad.

Es así el modo como Dios nos educa. Sobre un amor muy grande uno puede razonar, o uno pude provocar la libertad de las personas a las que tiene que educar. Sin ese amor como fundamento, nada de lo demás funciona. Son paredes sin cimientos, son cables sin muros en los que apoyarse. Y eso explica mucho el fracaso de nuestros sistemas educativos y de nuestra tarea educativa, incluso como padres de familia.

Vamos a pedirLe al Señor, “Señor, que sobre el suelo firme de Tu amor nuestra libertad se ponga en movimiento”, y que en estos tiempos que son en un sentido especialmente difíciles, son también una provocación para vivir con toda verdad y con toda sencillez el don precioso de nuestra vida cristiana, de nuestra comunión en la Iglesia y de nuestra fe.

Que el Señor nos conceda esa gracia, para que podamos comunicarles a tantos que viven heridos en la desesperanza, en el miedo, sin más horizonte que el de la muerte y del de tratar de escapar de la muerte. Que podamos comunicarles que hay un sentido, que hay una vida eterna, que hay un amor que no nos va a faltar jamás, que no nos va a abandonar jamás. Sobre ese amor se puede construir una humanidad verdadera.

Termino. Hoy se hace pública una encíclica del Papa Francisco, que tiene como título “Hermanos todos” (“Fratelli tutti”), y el contenido es justo en estos momentos cómo nuestro amor tiene que llegar a los de cerca y a los de lejos; a los que piensan como nosotros y a los que no piensan como nosotros, justo porque es una situación de emergencia mundial. Yo tengo, a lo mejor, debajo de mi casa a unos vecinos que no son creyentes, pero siguen siendo mis vecinos y yo puedo tenderles la mano. Y tenemos en la geografía del mundo vecinos que no son creyentes o que pertenecen a otras tradiciones religiosas. La única actitud propia del cristiano es acoger, lavar, cuidar al que ha sido herido por la enfermedad, y con la mano tendida ser portadores del amor infinito de Dios.

Que el Señor nos ayude a ello. Estoy seguro. Por lo que yo he podido leer de la Encíclica, se entiende perfectamente, está escrita en el lenguaje que todos podemos comprender y alcanzar, y que a todos nos enriquece. Leedla, está ya disponible por ahí, por las redes. Por lo tanto, hermanos todos, hermanos del mundo entero, hermanos de todos los que han sido creados como hijos de Dios y para ser hijos de Dios.

+ Javier Martínez

Arzobispo de Granada

4 de octubre de 2020

S.I Catedral de Granada

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