«Concédenos, Señor, el gozo de tu Venida»

Homilía del Arzobispo de Granada, Mons. Javier Martínez, en la Eucaristía del II Domingo de Adviento en la Catedral.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios; muy queridos hermanos y amigos todos:

La verdad es que las lecturas del tiempo de Adviento, como las de Cuaresma o las de Pascua, son tan ricas en matices que sobre cualquiera de ellas podría uno estar contemplando o deteniéndose en una frase o deteniéndose en algún detalle de cosas que dicen y cómo eso se traduce en nuestra vida de hoy, o en nuestra vida cotidiana. No da normalmente tiempo en una homilía a desentrañar todas esas bellezas y todas esas riquezas. Me centro en alguna cosa esencial.

En primer lugar, hay dos figuras en el Adviento, que son esenciales al Adviento, que representan justamente lo que a través del Adviento la Madre Iglesia quiere enseñar a sus hijos, nos quiere enseñar a nosotros. Y esas dos figuras son la Virgen María, que desde el comienzo de Adviento preside aquí junto al altar (estamos a punto de celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción). Pero la Virgen del Adviento es también la Virgen preñada, la Virgen que porta a Cristo en su seno, que aguarda el nacimiento de su Hijo con el mismo anhelo y el mismo deseo y la misma esperanza con que toda madre aguarda el nacimiento de un hijo suyo.

La Virgen portadora de Cristo; si queréis, la Inmaculada y la Virgen de la Buena Esperanza son dos figuras del Adviento. La Inmaculada porque proclama que en todo lo que hacemos la gracia nos precede, nos primerea, Él Señor se adelanta a nosotros. Para que el Hijo de Dios pudiese hacerse carne, el Señor creó a la criatura más bella de la Creación, a la Virgen, figura y espejo de la belleza de la Iglesia, que habría de ser después la Esposa de Cristo, y la preparó inmaculada justamente desde el primer instante de su concepción para que la humanidad de Cristo estuviese exenta de toda herida, de todo rastro, de toda secuela de la historia humana de pecado.

Primacía de la gracia. Pero, al mismo tiempo, portadora de Cristo. La Iglesia vive este tiempo del Adviento en la súplica de «¡ven Señor Jesús, ven!». Te necesitamos. Este mundo te necesita. Pero te necesito yo, para poder vivir con alegría. Te necesita el matrimonio, para poder comprender que el anhelo de amor que un hombre y una mujer tienen no es una utopía que queda siempre incumplida, sino que por la Presencia de Cristo se hace posible una plenitud que sin la Presencia de Cristo, sin el amor infinito de Cristo, sin el perdón de Cristo, sin la misericordia y el abrazo de Cristo, ellos serían incapaces totalmente de darse el uno al otro. Te necesitan nuestras familias, tan rotas a veces, tan heridas, con tantas fisuras, con tantos motivos aparentemente justificados, o justificados del todo, de desconfianza. Te necesita nuestro mundo.

En la Primera Lectura había una afirmación del profeta Isaías: «Ya no habrá agresiones en el mundo». Dices: Dios mío, si vivimos en un mundo de agresión, de agresión de unos contra otros, de guerras de todo tipo (pero no me refiero sólo a las grandes guerras, que cuestan miles y miles de vidas humanas, sino también a esas pequeñas guerras que envenenan tantas veces nuestra vida, y a las agresiones al mundo). Muchos de vosotros habréis visto una película de los años 50 ó 60 que se llama «La batalla de Midway», que fue una batalla decisiva en el Océano Pacífico y en la II Guerra Mundial, en la fase final en la lucha entre Estados Unidos y Japón. Salía hace pocos días un reportaje en la CNN sobre cómo Midway, que era un atolón en el centro del Pacífico y que era un paraíso, se llama hoy «Plastic Island». ¿Qué quiere decir eso? Venían fotos y fotos y fotos. Son toneladas de residuos de plástico arrojados al mar por todo el mundo que las corrientes marinas van acumulando en el centro del Pacífico, y hasta venía una foto espantosa de cómo un pájaro muerto, porque mueren, en la misma zona, era un paraíso para las aves y para los albatros y muchas otras aves, y abrieron el cuerpo de un pájaro muerto: estaba lleno latas de cerveza, de latas de refrescos, de botellas de plástico… Se había muerto a base de comer la basura que nosotros tiramos. Agresiones a la tierra, agresiones al mundo, por una forma de vida que todos damos por supuesta, su bondad, su inocencia,… Un mundo sin agresiones.

Esperamos que Cristo venga. Claro que anhelamos que Cristo venga. Pero sólo podemos anhelarlo porque, como la Virgen, está dentro de nosotros, está en nosotros. Quienes estamos aquí, muchos, la inmensa mayoría supongo, hemos sido bautizados. Cristo se ha unido a nosotros con una alianza nueva y eterna, fiel, para siempre, en el Bautismo. Muchos hemos recibido miles de veces la Comunión. Cristo se une, renueva esa alianza con cada uno de nosotros; renueva su amor por cada uno de nosotros, por muy pobres que seamos, por muy pecadores que seamos; renueva esa alianza con nosotros, para darse una vez más de nuevo a nosotros.

Decía San Agustín una frase muy fina, que supone toda una exquisita visión de lo humano y una comprensión del misterio humano. Está al comienzo de «Las Confesiones», puesta en boca de Dios: «No me buscarías si no me hubieras encontrado». Señor, si no hubiera en Ti, si no hubiera en nosotros, una sombra, una intuición, una presencia misteriosa en Ti, ¿cómo podríamos buscarte? Si no hubiera una sombra de lo que es la felicidad, de lo que es un mundo en armonía, lo que es una convivencia entre seres humanos, entre familias, en el seno de la familia, en el trabajo, en la vida, en armonía, ¿cómo podríamos anhelar esa felicidad si no hemos tenido nunca ninguna experiencia de ella? La tenemos, la tenemos sin haberla visto, porque Tú estás en nosotros para hacer posible nuestro anhelo, nuestra búsqueda.

Antes de que nosotros empecemos a buscar, hay en nosotros como un rayo de esa luz que nos permite saber algo, comprender algo, intuir algo, de lo que es esa felicidad, de lo que es esa vida eterna, de lo que sería la Jerusalén del Cielo o un mundo en armonía. La Virgen que lleva a su Hijo dentro de sí, y desea. Y eso se refleja en la Iglesia. Llevamos a Cristo dentro de nosotros y deseamos, Señor, tu manifestación; la manifestación gloriosa de los hijos de Dios. Deseamos, es una frase de la Segunda Lectura, que todas las naciones puedan reconocer tu Gloria.

La segunda figura del Adviento es San Juan Bautista, y también nosotros nos podemos reconocer en ella. La Iglesia es a un mismo tiempo San Juan Bautista y la Virgen de la Buena Esperanza. San Juan Bautista porque todo su ministerio consistió en apuntar hacia Cristo, en señalar a Cristo. Y esa es también nuestra misión de algún modo, apuntar a los hombres dónde está esa plenitud que todos los hombres anhelan. Yo no sé si los hombres si les hablamos de Dios, quieren oír hablar de Dios. Muchos seguramente no. Han oído hablar tantas veces de Dios y de unas maneras a veces tan vacías o tan poco dignas de fe que no les interesa ese discurso. Pero todos los hombres, tod
os, tendría que estar una persona muy destruida, muy herida y muy profundamente herida, resentida contra la vida, como para no tener un anhelo de ser feliz. Y aun esas personas muy heridas, que algunas he conocido yo en mi vida, o muy resentidas, muy enfadadas con la vida misma, porque han sufrido mucho, porque se les ha hecho daño de una manera terrible, a veces. Si uno no se rinde y no tira la toalla y sigue buscando el fondo de ese corazón, ese corazón al final busca lo mismo que anhelamos todos nosotros: ser tratados con respeto, ser queridos, ser bien queridos, ser queridos con un amor que arda para siempre, que no lo destruya ni siquiera la muerte. No hay nadie que se resista a ese anhelo de felicidad, de una manera radical y total.

Dios mío, esa es la complicidad del mundo entero con nuestro anuncio. Nosotros no tenemos que echar sermones religiosos en un sentido. Tenemos que tratar de conectar con ese anhelo de felicidad de los hombres y mostrar en nuestras vidas que a pesar de que, primero seamos torpes y segundo haya en nuestras vidas las mismas circunstancias difíciles que hay en las de todo el mundo: contraemos enfermedades, envejecemos, pasa el tiempo… sin embargo, hay un secreto en nuestra alegría que nada, nada, ni siquiera la vejez, ni siquiera la soledad, ni la traición humana tiene el poder de destruir y es la Presencia del amor de Cristo en nuestras vidas.

Apuntar hacia Cristo no es hacer discursos sobre el Señor, no es hablarle a los hombres de Dios como un guía de turismo que enseña algo. Es mostrar, es sencillamente vivir con la certeza, con la confianza de quien es objeto de un amor infinito, de quien tiene la experiencia de ese amor al mismo tiempo que la experiencia de nuestra pobreza; que lo que determina nuestras vidas no es nuestra pobreza, sino ese amor, y que, por lo tanto, siempre hay espacio para la sonrisa, para la alegría, para desbordar algo de amor sobre quienes nos rodean. Y es ahí donde se cumple, y hago alusión a una frase de la Primera Lectura: «El lobo pastará con el cabrito y el oso con el cordero». Y dices: «hala, eso no pasa, eso no pasa». Pues, le estaba yo contando a un sacerdote joven esta mañana, en un momento determinado, la historia de unas familias que además de sus hijos (son cuatro familias con 3, 4, 5 hijos) han adoptado una de ellas a un niño con síndrome de down, y luego se han puesto a vivir en común, en una especie de pequeña urbanización o así. Y acogen a madres solteras, a algunas ex prostitutas, que quieren salir del mundo en el que están, a niños que se han criado con sus abuelos, de tal manera que en esas 4 familias viven cerca de 30 personas. Y viven juntos con sus propios hijos y comparten, se educan, tienen una regla de vida (no es que allí cada uno haga lo que quiera, ni muchísimo menos); chicas que han sufrido a lo mejor 2 ó 3 abortos; niños que, habiéndose criado con sus abuelos, vienen con una agresividad terrible o creyéndose que tienen derecho a todo y que necesitas años simplemente para que aprendan a pedir una cosa por favor. Me decía el sacerdote: » Eso es lo de la lectura de hoy. Eso es el lobo pastando con el cabrito». Y digo: efectivamente, no hay mejor manera de decirlo; eso que parece imposible, que es un milagro, ¡sucede! Y son familias normales: tienen ataques de mal genio, les afecta el otoño como a todo el mundo, y a un hijo le pueden quedar dos asignaturas de repente, y no saben qué ha pasado. Pero son casas abiertas a esas heridas humanas. Son casas en las que se acoge, en las que se cuida, en las que se educa.

Dios mío, eso existe. Eso es mostrar que Cristo vive. Eso es mostrar a Cristo. No todos tenemos que hacer eso. No todos tienen ni la fuerza, ni las posibilidades, ni quizás las circunstancias de hacer una fundación, de hacer algo que les sostenga y que les ayude, y la energía de decir vamos a vivir así como familias juntas, cada uno en su casa, pero compartiendo esa tarea y esa misión común.

Pero todos podemos hacer algo por nuestro compañero de trabajo, por nuestro primo con el que hace tanto tiempo que no me hablo, por alguien, a lo mejor, por mi marido o por mi mujer, donde ha ido creciendo misteriosamente esa especie de muro de hormigón que hace que dos personas que viven juntas bajo el mismo techo y hasta que se acuestan en la misma cama vivan como verdaderos desconocidos o como verdaderos extraños, porque hace tiempo que hay un montón de temas tabú y no hablan de ello, o a lo mejor no hablan de nada.

Siempre es posible. Ahí es donde entra Cristo y ahí es donde entra la necesidad que todos tenemos de Cristo. Y a la hora de decir «¡ven, Jesús!» no lo decimos porque es Adviento y toca decirlo; lo decimos porque nuestras vidas, igual que nuestro mundo, necesita la Presencia y la luz de Cristo.

Y os lo prometo, os he contado ese ejemplo que quizás es de los más llamativos y por eso merece la pena contarlo, pero yo he visto miles de veces en mi vida de pastor, en mi vida de sacerdote, he visto miles de veces al lobo pastando tan contento con el cabrito. ¿Cómo lo haces, Señor? No lo sé, no hay un protocolo, no hay una técnica, pero sé que donde Tú estás eso sucede, y no una, millones de veces.

Concédenos, Señor, el gozo de tu Venida. Y entonces, cuando celebramos la Navidad, claro que sabemos lo que estamos celebrando. Estamos celebrando que una humanidad buena es posible, Contigo, pero es posible. No porque nosotros seamos capaces de hacerla, que no lo somos, pero cuando Tú vienes, Señor, Tú la haces posible. ¿Cómo no quererte con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro corazón? Ven, ven, ven, Señor.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

4 de diciembre de 2016
S.I Catedral de Granada

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