Alocución de Mons. Javier Martínez en la Basílica de San Juan de Dios, al inicio de la liturgia de la Palabra con la que comenzó la inauguración del Año Santo de la Misericordia en Granada, tras la cual tendría lugar la procesión hacia la Catedral para la apertura de la Puerta Santa.
Con esta celebración, que comenzamos aquí y culminaremos con la Eucaristía en la Catedral, nos unimos a la Iglesia Universal. Es precioso caer en la cuenta de que hoy en todas las diócesis del mundo –desde Corea, hasta Sudáfrica; desde Alaska, hasta Indonesia; desde Suecia, hasta Sicilia o hasta el norte de África-, todos los católicos del mundo nos ponemos en camino.
Nuestra pequeña peregrinación de aquí a la Catedral es signo justamente de esto: de una Iglesia que se pone en camino. Es verdad que aquí somos un pequeño grupo, pero nuestro deseo es que este grupo sea como un signo, un símbolo, de un camino que queremos hacer toda la Iglesia de Granada, abriendo las puertas a la misericordia del Señor como la categoría cristiana fundamental: la gracia de Dios. Cuando San Juan Pablo II escribía aquel escrito que abría las puertas al primer milenio y decía un poco cuáles eran las características que podía tener la vida de la Iglesia, las cosas que eran necesarias en la vida de la Iglesia, para que el anuncio de Cristo, el conocimiento y el amor de Cristo crecieran en el mundo, señalaba unas poquitas cosas, muy pocas, de las cuales yo voy a subrayar dos, ahora, esta mañana, porque me parecen muy apropiadas, y ponen de manifiesto cómo la iniciativa del Papa Francisco con su sentido eminentemente práctico pone justamente en acción aquella propuesta. Por una parte, decía él, es necesario recuperar la primacía de la gracia. Es decir, que el amor no consiste en que nosotros amemos a Dios; el amor consiste en que Dios se ha adelantado a amarnos a nosotros primero. El Cristianismo es la certeza de que nuestras pobres vidas no tienen que conseguir la santidad para que Dios nos quiera, sino que la santidad, que es la propiedad de la vida de Dios, del Dios que es amor, se nos comunica a nosotros y florece en nosotros a la medida de la gracia que el Señor nos da a cada uno y de la libertad con la que nosotros respondemos a esa gracia.
El Año de la Misericordia quiere recuperar esa primacía de la gracia, que necesitamos, sin la cual el Cristianismo no es más que una doctrina más como las otras de cómo ser buenos o de cómo tener unos valores o de cómo esforzarnos nosotros para que el mundo sea un poquito mejor. Si eso bastara, no había hecho falta ni la Encarnación del Hijo de Dios ni la Cruz de Cristo.
La noche de Navidad comenzará las lecturas de la Palabra de Dios diciendo «Ha aparecido la gracia de Dios y su amor a los hombres». Eso es el Cristianismo. Esa gracia es capaz de generar en nosotros, de hacer de nuestra tierra desértica, de nuestra tierra tan poco fértil, de nuestra tierra pisoteada por ladrones en el camino de Jerusalén a Jericó un campo fértil que le dicen los que pasan «Que el Señor te bendiga»; un campo fértil lleno de vida, fecundado por la gracia de Dios que ha venido a la tierra. Es lo que pedimos –os acordáis- de ese canto de Adviento, el Rorate Caeli: «Cielos, lloved vuestro rocío. Nubes, que venga el Salvador». La gracia de Dios aparece y nuestras vidas se llenan de gozo y de frutos de santidad por la gracia de Dios.
Y la segunda característica –decía el Santo Padre en aquel momento- es que todo lugar de Iglesia sea la casa y la escuela de la comunión; que no haya un espacio de Iglesia, una institución, una comunidad pequeña o grande que no sea una comunidad que invite a los hombres -justamente en un mundo sin comunión, en un mundo donde las fuerzas centrífugas aíslan más y más a los hombres, a las mujeres, hasta en el seno de las familias, y se vive cada vez más en soledad-, que haya unos lugares («el hospital de campaña», en medio de esa guerra) donde uno es querido como es, como Dios nos quiere a nosotros; donde uno es acogido sin condiciones, con las heridas que cada uno trae de la vida, del pecado, de cicatrices, de torpezas, de limitaciones que uno tiene, de tantas cosas, y sin embargo hay un lugar donde «yo» puedo ser «yo» porque el amor es gratuito.
Justo porque está el Señor y allí me acoge, y me acoge tal como soy. Que cada lugar de la Iglesia, que cada institución, cada parroquia, cada iglesia, cada comunidad, por pequeña que sea, pueda ser un lugar donde el hombre es acogido tal y como todos necesitamos y deseamos que Dios nos acoja a nosotros.
Eso se pone en juego en este Año Jubilar de la Misericordia. Y nosotros, Iglesia de Granada, nos ponemos en camino haciendo un signo de lo que queremos hacer a lo largo de todo el Año, es decir, caminar de la vida de este mundo en el que vivimos a la vida nueva que Cristo nos da, a ese modo de vida con esas categorías nuevas, con esa mente renovada, con ese corazón purificado y liberado por Cristo que nos libera justamente para poder vivir para el amor, para poder vivir para el Señor y para nuestros hermanos. Que ese camino que hacemos esta mañana simbólicamente pero que marca todo nuestro Año sea un camino como una llama encendida en medio del frío de este mundo sin amor.
Que el Señor nos lo conceda a todos y que, a lo largo del Año, se nos vayan juntando todos los que quieran juntarse. No somos mas que un pequeño signo de la vida de la Diócesis, de la vida de la Iglesia, pero las puertas de todos están abiertas. Que podamos ser percibidos por el mundo como un pueblo unido; unido por la Redención de Cristo, por el Amor de Cristo y por el Espíritu Santo que nos hace amar como Cristo a todos nuestros hermanos los hombres.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Basílica de San Juan de Dios
13 de diciembre de 2015
En el inicio del Año Santo de la Misericordia