Adviento, el tiempo de la esperanza y del anhelo

Homilía de Mons. Javier Martínez en el I Domingo de Adviento en la S.I Catedral, con la participación en los cantos del Coro de Dílar.

Queridísima Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, amada;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos amigos todos:

El tiempo del Adviento es para mi gusto el más bello tiempo del año litúrgico, el más humano, el más hermoso de todos. Es el tiempo de la esperanza, es el tiempo del anhelo; y la esperanza y el anhelo son los rasgos probablemente más definitorios de nuestra condición humana en cuanto humana, es decir, en cuanto tiene de específicamente humano.

Es un tiempo que recuerda…, todos conocéis cómo es la cara de los niños la noche de Reyes, ¿no?, aguardando la venida de los Reyes y los regalos que nos dejan. Es la espera de una madre que aguarda con anhelo poder ver el rostro del hijo que lleva en su seno. Es la espera de la esposa que aguarda la venida y la unión con el esposo, que la anhela con todo su ser, de la esposa enamorada, de la esposa que es el Pueblo de Israel de la que habla el profeta Isaías en textos que vamos a leer justamente en estos días.

Es un tiempo, por lo tanto, bellísimo. ¿Por qué? Pues porque lo que nos constituye más como seres humanos -y no sólo a los niños, sino a todos- es justamente el anhelo del cielo, el anhelo de una vida eterna, de una felicidad sin límites y sin recortes, sin restricciones, sin que la gaste tampoco el paso del tiempo, como pasa tantas veces con las cosas bellas de las que tenemos experiencia en este mundo: que empiezan siendo bellas o empiezan siendo gustosas y terminan siendo empalagosas o terminan siendo menos bellas de lo que habíamos pensado. El amor infinito de Dios es un océano inmenso en el que uno apenas se adentra y será siempre, por toda la eternidad, una sorpresa de amor con una belleza inefable que no somos capaces de describir.

En el Adviento, hay, por lo tanto, un expandirse de lo más constitutivo de nuestra experiencia humana, que es ese anhelo de felicidad, esa búsqueda de amor, de belleza, de bien, de gracia, de misericordia… Para el hombre que no ha encontrado a Jesucristo, para la persona que no ha conocido el acontecimiento y la gracia de Cristo, eso se llama utopía, y utopía significa algo que no tiene lugar, que es como una proyección de los sueños del hombre pero que no tiene realidad. Nosotros, siguiendo esa pedagogía que la Iglesia nos propone de renovar cada año ciertos aspectos de nuestra experiencia cristiana y humana, a la vez eterna y temporal, espiritual y material, que es el año litúrgico, renovamos el anhelo con la conciencia de que no es una utopía. Nosotros suplicamos al Señor que venga, suplicamos al Señor que rasgue el cielo y que descienda, que su salvación florezca en nuestras vidas con la certeza de que eso es lo que el Señor quiere, con la certeza de que eso ya ha sucedido en Jesús. Ya sucede en cada Eucaristía, ya sucede cada día porque el Señor viene siempre a nosotros, siempre está viniendo, siempre está al alcance de la mano, siempre está con nosotros. Por tanto, cultivar ese anhelo no es mas que cultivar de algún modo algo que nos hace a nosotros crecer, pero que es la certeza de una gracia que nos acompaña; es el anhelo de una gracia que conocemos; es un querer más de un amor que conocemos; es un no estar ni satisfecho, ni harto, ni cansado, sino ‘Señor, es que yo quiero más de Ti, yo quiero más de tu Salvación, yo quiero más de tu Gracia, yo quiero más de tu Misericordia, la quiero para mí, la quiero para todas las personas a las que amo, a las que conozco, las quiero para el mundo entero, porque sin tu gracia este mundo se seca, nos secamos, nos secamos nosotros los cristianos, nos secamos los sacerdotes, nos secamos los pastores, se seca la Iglesia sin Ti, Señor’. Lo único que la mantiene viva es tu Gracia y tu Misericordia.

Entonces, qué bueno es, qué bueno es poder volverse al Señor y decirle ‘Señor, derrama de nuevo el agua de tu misericordia sobre esta tierra seca que tiene necesidad de Ti, sobre este mundo que tiene necesidad de Ti, sobre mi alma que tiene necesidad de Ti, anhelo de Ti, que te busca, que te desea, que necesita tu gracia y tu amor justo para poder amar, amar la vida, amar a las personas, amar la realidad, poder afirmar que la realidad es buena, porque es fruto de tu amor, porque es un regalo inmenso de tu gracia’.

Ése es el Adviento y a eso es a lo que la Iglesia nos invita en Adviento, y es precioso, precioso. Precioso también por una premisa que no quiero dejar de hacer explícita y es que nosotros solos no somos capaces de salvarnos, no somos capaces de hacer el bien en las dimensiones que nuestro corazón necesita, vivir en el bien, vivir en el amor, vivir en la verdad; no somos capaces sin tu gracia, por muchos esfuerzos que hagamos. Un mundo que da… –eso lo decía tantas veces el Papa Santo que hemos conocido, Juan Pablo II-, el hombre puede construir un mundo sin Dios. Pero un mundo sin Dios, un mundo que da la espalda a Dios, se vuelve necesariamente un mundo cruel para el hombre mismo, se vuelve necesariamente un mundo que se vuelve contra el hombre, que destroza la esperanza en nuestras vidas y las destroza sobre todo diciéndonos felicidad, alegría, amor, misericordia, palabras bonitas, grandes relatos, pero grandes relatos que no significan nada más que un sueño vacío. Mentira, mentira.

Nosotros sabemos que el Acontecimiento de Cristo, la Encarnación del Hijo de Dios ha sembrado el amor de Dios en nuestra carne, ha sembrado el amor de Dios en nuestra historia. Ese amor infinito, porque Dios es amor, Cristo nos ha revelado que Dios es amor; eso significa que Dios no sabe hacer otra cosa más que amar, amar este mundo, como es, con todas sus miserias, con todas sus pobrezas, con todas sus heridas y sus dolores. Dios no sabe más que amar, porque ese amor no sólo tiene entrañas de misericordia. Es amor, el amor lo define, el amor abarca todo su ser y nosotros que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios estamos hechos para un amor semejante. Y abrir nuestro corazón a Dios, suplicarle como le suplicaremos en estos días -‘Cielos, lloved vuestra justicia, que es la justicia de la misericordia de Dios, ábrete tierra y brote la salvación’- es pedir que nosotros podamos participar de este amor. Y mirar al mundo y mirar a las personas, amigos y enemigos, mirar a todos con algo de los ojos de misericordia con los que Dios nos mira a nosotros, con el mismo amor con el que Dios nos mira a todos y cada uno de nosotros, eso es lo que hace bello el tiempo del Adviento como tiempo de espera. Ése es el tiempo que la Iglesia nos invita a vivir a todos y ése es el tiempo que yo os invito a que viváis, con mucho gozo. No es un tiempo de tristeza. Es un tiempo de esperanza anhelante, esperanza que tiene la certeza de que se cumple, porque Cristo no sólo vino hace dos mil años, no sólo vendrá al final de la historia, viene misteriosamente a nosotros todos los días para colmarnos de su gracia, de su verdad, de su amor.

Vamos, pues, a celebrar la Eucaristía. Y cada Eucaristía es una Navidad, cada Eucaristía es una pequeña Navidad, cada Eucaristía es una boda, cada Eucaristía es el Señor que viene, que viene a nosotros, y que viene a nosotros para fructificar en una vida de amor para todos los hombres.

Sólo quiero añadir una cosa. Todos sois conscientes del viaje del Santo Padre a Turquía, que me parece una gracia de Dios especial -justo en este momento cuando más de un millón de personas están refugiadas en ese país- poder dar la palabra de que es posible una humanidad buena, de que si abrimos nuestros corazones a Dios es posible una humanidad mejor, donde los seres humanos nos ayudemos unos a otros a construir un mundo de hermanos, con diferencias en nuestras maneras de pe
nsar, sin duda, con diferencias en nuestra experiencia en Dios, sin duda, pero un mundo de hermanos, donde todos nos acerquemos más al misterio que está en el fondo de nuestra propia alma y de nuestras propias vidas.

Vamos a pedir por los frutos de este viaje, tan decisivo probablemente para el futuro del Medio Oriente.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

30 de noviembre de 2014
I Domingo de Adviento
S.I Catedral

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Antes de la bendición final, Mons. Javier Martínez añadió:

Antes de salir de la Catedral, yo os invito a todos que echéis una miradilla a cómo la luz del sol hace dibujos ahí en la blancura de los capiteles y de las columnas, y de la belleza que tienen sencillamente esos juegos de luz, que son preciosos. Y esa belleza, que no es nada más que un pálido reflejo de la belleza de Dios, es infinitamente más pequeña que la belleza de cualquier rostro humano, imagen y semejanza de Dios; y esa belleza es infinitamente más pequeña que la belleza del Cielo. Estamos en Adviento, el Espíritu y la Esposa dicen «Ven Señor Jesús». Si el mundo es así de bello, si Tú has repartido en nuestra tierra tanta belleza, qué no será el Cielo.

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