Acompañados por Cristo

Homilía en la Santa Misa de apertura del Año Jubilar concedido por la Santa Sede a la Cofradía del Santísimo Cristo de San Agustín con motivo del 500 aniversario de la hechura de su Sagrada Imagen.

La existencia humana está tan llena de paradojas que se podría casi hacer un tratado de antropología o una descripción de lo que es el ser humano describiendo esas paradojas, centrándose o asumiendo como perspectiva esa característica paradójica del ser humano.

Por nuestro cuerpo, nosotros estamos vinculados a un lugar, a un espacio, a un tiempo y no podemos “desprendernos” o trascender eso. Y sin embargo, por nuestra mente, podemos volar a otros países, podemos imaginarnos otros mundos, podemos ciertamente trascender el tiempo y el espacio en muchas direcciones, todas, en realidad. No conocemos más que cosas concretas, realidades creadas, pequeñas, contingentes, y sin embargo nuestro deseo es un deseo abierto al infinito, a un infinito de verdad, a un infinito de bien y a un infinito de amor.

En otro orden de cosas, hay unas matemáticas, que son las matemáticas del mundo físico, y las matemáticas humanas también son paradojas. Las matemáticas de los tomates o de los euros: si yo tengo diez tomates y doy cinco, me quedo sin cinco tomates. Si tengo unas realidades materiales y las reparto, las pierdo. Si lo que tengo es alegría y lo reparto, paradójicamente mi alegría se multiplica. Si lo que tengo es amor y lo reparto, mi amor se multiplica, no lo pierdo por el hecho de repartirlo. Si tengo esperanza y la comunico a quienes caminan conmigo por el camino de la vida, yo no pierdo la esperanza, yo no pierdo aquello que doy, sino que se multiplica. Y el cristianismo es la proclamación de una gran paradoja; es la paradoja que explica todas las demás, que da sentido a todas las demás: Dios, para rescatar —decimos así la noche de Pascua, en el Pregón pascual— al esclavo, se entregó a Sí mismo, entregó a Su Hijo. Para rescatarnos a nosotros, criaturas del poder de aquel —por decirlo con las palabras con las que lo dice la Carta a los Hebreos— que, mediante el miedo a la muerte nos tiene toda la vida sometidos a esclavitud, se entregó Él mismo a la muerte, y así nos ha liberado de esa esclavitud, nos ha hecho hijos de Dios capaces de vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Las Lecturas de hoy, que proclaman, fuera del ámbito de la Semana Santa, la exaltación de la Cruz. El origen de esta fiesta es un origen muy curioso, pero no me voy a detener a contarlo, porque es tan contingente como pueda serlo el modo por el que se conocieron nuestros padres, a lo mejor en un cumpleaños, porque entraba una luz en una ventana y se fijó él en cómo la luz matizaba el pelo de ella o cualquier cosa, y sin embargo, eso fue la ocasión de un amor que no podía ser reducido a esa circunstancia. Pues, lo mismo: la ocasión del comienzo de esta fiesta fue una circunstancia muy curiosa, la pérdida de la reliquia de la Santa Cruz en Jerusalén y luego el retorno a esa reliquia por una campaña fulminante y realmente casi como las de Alejandro Magno, del emperador Heraclio, y el retorno a Jerusalén. Y eso fue una explosión de alegría por todo el mundo cristiano que dio lugar a esta fiesta.

Pero el significado de esta fiesta lo que nos pone justamente en la Palabra de Dios es el carácter paradójico del Dios al que adoramos. Es un Dios que es grande y muestra así Su verdad, porque la verdad es que si los hombres nos hubiéramos imaginado la grandeza de Dios, lo haríamos como lo han hecho todas las religiones: poniendo los grandes figurats de Mesopotamia o templos impresionantes; y nuestro Dios es grande porque ha sido capaz de despojarse a Sí mismo de Su divinidad, darnos la mano, “hacerse —lo digo con palabras de Juan Pablo II— compañero de camino de cada hombre y de cada mujer en el camino de la vida”, sencillamente en nuestra condición humana, acompañarnos igualmente en el momento de la muerte y conducirnos a nuestro destino que, a pesar de nuestra pobre condición de criaturas, no es otro que la vida divina, el Cielo. Y el Cielo no es un lugar. El Cielo es Dios. Nuestro destino es Dios. Y cuando anhelamos la belleza infinita, y cuando anhelamos un amor infinito, estamos anhelando a Dios.

Decía santa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, “quien busca la verdad, busca a Dios”. Y quien busca la felicidad, busca a Dios, aunque no lo sepa, aunque lo busquemos a veces por caminos muy extraviados, muy tortuosos y muy dañinos, incluso para nosotros mismos, estamos buscando a Dios, siempre, porque anhelamos la plenitud de nuestra vida humana. Lo que celebramos hoy, la paradoja que nos recuerdan en la historia del Pueblo de Israel, las mordeduras de serpientes por el desierto, difícilmente podían ser curadas con una imagen de una serpiente. En el acontecimiento cristiano, que la salvación del hombre, que el rescate del hombre pudiera venir por la muerte de Dios es difícilmente algo que los hombres podíamos haber imaginado, calculado. Nunca. Y sin embargo, Dios se revela así como Amor. Y, por lo tanto, revela también el secreto último de nuestra condición humana, de nuestra vida social, de nuestra vida personal. El secreto último de nuestra vida es, y probablemente la tarea única de nuestra vida, aprender a querernos bien, aprender a querernos mejor.

Que un Dios que se entrega a la muerte por nosotros pueda ser el Señor del Cielo y de la tierra –repito- hace saltar nuestros cálculos y nuestros pensamientos, y al mismo tiempo nos descubre justo eso: que Dios es Amor. Y si Dios no fuera Amor, difícilmente podríamos imaginar su grandeza de una manera que pueda dar sentido a todas las cosas de nuestra vida, porque también nosotros conocemos la paradoja del amor. Lo más libre que el ser humano tiene, cuando el amor es verdadero, y donde el ser humano se hace esclavo libremente, de la manera “más dispuesta a la servidumbre” y, sin embargo, más engrandecedora del ser humano…. La madre que se entrega por sus hijos y se sacrifica por ellos y lucha con pasión, desea su crecimiento. Eso es una forma de esclavitud, yo lo sé. Pero también es el cumplimiento de su vida como mujer, como persona. Y quien lo dice de la madre dice de cualquier amor verdadero. Es lo más libre, lo que más nos realiza como personas y, al mismo tiempo, lo que más nos esclaviza. Nos esclaviza con una esclavitud que no nos empequeñece. Son otras las esclavitudes que nos hacen pequeños. Nos esclaviza con una esclavitud que nos hace más libres, nos hace más grandes.

Que un Dios muerto por nosotros; que un Dios que se entrega por nosotros pueda ser la fuente de nuestra libertad, de nuestra alegría, de nuestra esperanza. Fijaros que la liturgia de la Iglesia el día de Viernes Santo no tiene un lenguaje de compasión, tiene un lenguaje de triunfo, tiene un lenguaje del triunfo del amor, del triunfo de un amor que no se ha dejado vencer ni siquiera por el obstáculo de la muerte. Estamos viviendo un tiempo difícil, es un año difícil, es un tiempo que de repente nos ha sacudido a todos, una especie de tsunami que ha sacudido al mundo entero y que pone en cuestión nuestros modos de vida, nuestros modos de pensar, nuestra imagen de lo que es el triunfo, y el progreso y un montón de cosas.

Podemos dejarnos vencer por el miedo. Podemos utilizar esta ocasión para aislarnos más unos de otros, y alimentar un individualismo que ya era venenoso mucho antes de que llegase la pandemia a nuestras sociedades, a nuestra vida. Si algo nos propone la imagen de Cristo en la cruz, es justamente que las dificultades de la vida, para quien ha conocido a Jesucristo, la misma muerte, no hay dolor humano, no hay dificultad humana, que no sea ya parte de la Pasión de Cristo; no hay dificultad humana que no la viva Dios con nosotros. Eso es lo que celebramos en Navidad: que Dios está con nosotros, pero está con nosotros en todas las circunstancias de la vida. Está con nosotros, está en nosotros. Nos descubre que todo lo que somos es ya participación de la vida divina.

Dios mío, quiera el Señor ayudarnos. La imagen del Cristo de San Agustín ha sido una imagen vinculada a otras epidemias, a otras pestes, en su historia, y que ha protegido y aliviado el dolor del pueblo cristiano. No de manera automática ni inmediata. La última vez, en 1832, he leído yo que dos años después todavía la peste no cedía y fue entonces cuando se pudo sacar la imagen del Cristo, suplicando su intercesión por los que eran víctimas de aquella peste.

Que el Señor interceda por nosotros; que nos dé la libertad y la alegría de conocer cuál es nuestro destino y de saber que somos acompañados siempre por un amor infinito, que no nos abandona en los momentos de dolor. Cualquier dolor nuestro, desde siempre, desde la Cruz de Jesucristo, es dolor también de Dios. Nunca estamos solos. Podemos estar encerrados en una habitación de 60 metros, como ha habido familias que han vivido los meses de la pandemia con sus hijos en un piso diminuto y tratando de sobrevivir como podían. Quisiéramos nosotros poder estar cerca. Quien ha estado cerca, 24 horas al día, minuto a minuto, ha sido el Señor. Las personas que han muerto solas no han tenido el consuelo de sus hijos, pero hoy saben que han tenido siempre el consuelo, la cercanía, la inmediatez del Señor.

Que el Señor nos ayude a vivir todos los momentos de nuestra vida sabiendo que somos acompañados por Cristo y, al mismo tiempo, que abra nuestros corazones para que sepamos contribuir a un mundo más fraterno, a una realidad más fraterna. ¿Con mascarillas? Pues, claro. ¿Tomando todas las medias de prudencia que exijan las circunstancias o la situación? Pues, claro, pero, al mismo tiempo, que eso no disminuya para nada nuestra humanidad; que no disminuya para nada el amor para el que hemos sido creados, para el que estamos hechos, y que es lo único que realmente puede hacer la vida digna de ser vivida. Que aprendamos a querernos un poquito, un poquito, a la manera como Dios nos quiere, porque estamos hechos a Su imagen. ¿Que eso cuesta y a veces se hace muy difícil?, ¿que a veces requiere perdonar? Pues, claro, pero que sólo eso hace la vida digna de ser vivida y nos da la posibilidad de despedir el día en acción de gracias, pues también es verdad y eso vale la pena. Eso hace que todo lo demás valga la pena. Y cuando eso falta, ya puede uno tener el mundo entero y muchas veces la vida no vale la pena.

Vamos a proclamar nuestra fe. A pedir unos por otros y, especialmente, por aquellos que son víctimas de la pandemia y que han sufrido de manera especial con la muerte de sus seres queridos. Vamos a pedir por los difuntos y que el Señor nos ayude en estas dos cosas: saber que nunca estamos solos —incluso quienes no creen, eso no es para los creyentes, el Señor está con todos; no es una cuestión de fe, es una cuestión de hecho que Cristo ha muerto por todos— y que el Señor no quiere sino que nuestra humanidad florezca. Cuanto más difícil sean las circunstancias, más merece la pena luchar por que nuestra humanidad no se disminuya, en estas circunstancias precisamente.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Capilla del convento del Santo Ángel Custodio (Granada)

14 de septiembre de 2020

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