El comienzo del ministerio público de Jesús, después de su bautismo en el Jordán y del retiro en el desierto durante 40 días, en los que venció a Satanás, consiste en llamar a algunos pescadores en su seguimiento para convertirlos después en apóstoles y fundamento de la nueva comunidad. La vocación de los primeros discípulos forma parte de esa epifanía que acabamos de celebrar, en la que Jesús no sólo se da a conocer, sino que entra en la vida de la persona para hacerla discípulo suyo.
El evangelio de este segundo domingo del tiempo ordinario se centra en esa llamada, que se convierte en paradigma de toda pastoral vocacional. La llamada siempre es de Dios, no podemos suponerla, pero podemos proponerla. Si esta llamada encuentra eco será que Dios la está provocando desde dentro. Sucedió así con los primeros discípulos.
La predicación de Juan bautista había generado un movimiento de jóvenes en su entorno, que buscaban a Dios y que habían acudido para hacer penitencia y prepararse a la venida del Mesías esperado. Y cuando llega Jesús, Juan se los presenta a Jesús, presentando a Jesús a aquellos primeros discípulos: “Este es el Cordero de Dios”.
En la tradición bíblica, la imagen del cordero era muy conocida con diversos significados. Venía a expresar la ofrenda que el hombre hace de su propia vida a Dios en los sacrificios de inmolación y holocausto, de expiación y de reparación, de comunión, etc. El cordero pascual, inmolado cada año por la Pascua, era expresión de sacrificio de acción de gracias y de comunión de todos los participantes. También el cordero expiatorio era el que recibía todos los pecados del pueblo y era soltado en el desierto.
Identificar a Jesús con el “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” incluye todos estos significados. Jesús es el enviado del Padre para quitar el pecado del mundo, cargando con todos ellos como víctima expiatoria, es el siervo de Yavé que carga con nuestras culpas, subiendo al madero de la Cruz. De todo esto había hablado Juan el bautista con aquellos discípulos, y al llegar Jesús, les dice abiertamente: es éste.
Ellos se sintieron atraídos por su figura, apenas le conocían, pero quedaron fascinados por su presencia y por su misión. Y se fueron detrás de Jesús. Este se volvió, y al ver que le seguían, les pregunta: “Qué buscáis”, y ellos contestaron: “Maestro, dónde vives”. Se trata de una escena que nos relata san Juan, el apóstol del amor de Cristo, el discípulo amado, el que busca un amor en su vida que le sacie plenamente, y lo encontró en Jesús.
Jesús les dijo: “Venid y veréis”. Entonces fueron y vieron donde vivía y se quedaron con él aquel día, era como la hora décima (las cuatro de la tarde). La llamada de Jesús es una invitación a vivir con él. Jesús nos les imparte una catequesis ni les da explicaciones de lo que tendrán que dejar y de lo que van a encontrar. Sencillamente, les invita a vivir con él. Luego vendrá la misión y los planes de trabajo, pero lo más importante es él.
Vivir con Jesús supone dejar otras cosas, otros amores, otras coordenadas de vida. Pero cuando es Jesús el que llama, y lo hace por atracción en lo más hondo del corazón, no hay escapatoria. Uno puede hacerse el tonto y darse media vuelta, o aplazar la respuesta indefinidamente, o decir que no. Aquellos primeros discípulos fueron y vieron. En toda pastoral vocacional no se trata de explicar y explicar actividades, planes de futuro, objetivos, proyectos, etc. Se trata de poner al candidato en la intimidad de Jesús, y él les dirá.
Cuando ellos encontraron a Jesús, no se lo quedaron para sí mismos, sino que lo comunicaron a sus amigos y parientes: “Hemos encontrado al Mesías, y lo llevó a Jesús”. La pastoral vocacional es un encuentro con Jesús, motivado y propuesto por quienes se han encontrado previamente con él, no es marketing ni proselitismo. Venid y lo veréis.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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