La fiesta de la Santísima Trinidad nos ofrece la ocasión de profundizar en el conocimiento y en la relación con el Dios que nos ha revelado Jesucristo. Éste se ha presentado en el escenario del mundo diciéndonos: Yo soy el Hijo de Dios, el hijo único; y Dios es mi Padre. Jesús nos ha abierto su corazón y nos ha introducido en la intimidad de Dios, y para que lo podamos entender y profundizar nos ha enviado el Espíritu Santo, amor entre el Padre y del Hijo.
Qué admirable misterio el de Dios. No sabríamos que Dios es así, si Jesús no nos lo hubiera revelado. Por tanto, el Dios de Jesucristo es comunidad, es familia que quiere incorporarnos a cada uno de nosotros a esa familia divina, reuniendo a toda la familia humana. Más aún, según nos ha dicho el mismo Jesús, Dios quiere poner su morada en el alma de cada uno de nosotros, hacer de nuestro corazón un templo suyo, vivir en nosotros, vivir siempre con nosotros. Qué dulce compañía.
A veces cuando se habla del misterio de Dios, un Dios en tres personas, puede sonar un poco a juego de palabras. Y no faltan cristianos que dicen que ese tema se queda para entendidos o especialistas y prefieren no meterse en profundidades. Sin embargo, Jesús pretende justamente lo contrario. Ha querido decirnos de manera sencilla la más profunda intimidad de Dios, para introducirnos a nosotros en ella y poder gozarla ya desde la tierra, y plenamente cuando lleguemos al cielo.
Las tres personas divinas nos acompañan siempre. Ya desde el bautismo somos sumergidos en el agua, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y nuestra vida queda orientada hacia Dios, como esos cohetes que se lanzan desde la tierra y llegan a un punto preciso en el espacio, sin variaciones. El corazón humano experimenta a veces algunos desvíos, más o menos graves. Cuando recapacitamos nos damos cuenta de que la conversión consiste en retomar la orientación primordial y volver a orientar nuestra vida hacia Dios, donde todo cobra sentido.
Por eso, se ha tomado esta fiesta como la Jornada pro Orantibus, la jornada en la que acogemos el testimonio de los que hacen de su vida una entrega total a Dios en la vida contemplativa, de clausura o no. Hombres y mujeres que han sentido el fuerte tirón de Dios y le entregan su vida para vivir en su presencia continuamente por la oración, el trabajo, la penitencia, la vida en el desierto, en la clausura. Una vida en la que solo Dios basta, como decía santa Teresa. Este año bajo el lema “Generar esperanza”, porque los contemplativos aportan con su vida esa esperanza que el mundo de hoy necesita más que nunca. Una esperanza que tiene su meta en el cielo, pero que ya en la tierra se alimenta continuamente de las promesas de Dios para los hombres de todos los tiempos.
La vida contemplativa, que para muchos es vida inútil, constituye sin embargo uno de los grandes tesoros de la vida de la Iglesia. Necesitamos a Dios, el corazón humano tiene sed de Dios y no puede saciarse sino con Dios. Muchas veces distraídos en las actividades de nuestra vida, podemos pasar desapercibidos de esta realidad, lo cual genera desasosiego en nuestro corazón, hecho para Dios.
Los contemplativos se han dejado fascinar por Dios, en muchos casos como un valor absoluto por el que se deja todo lo demás, porque todo lo demás queda relativizado. Ellos y ellas nos recuerdan continuamente la importancia de reconducir nuestra vida hacia Dios, donde nuestro corazón encuentra su centro de gravedad. En esta Jornada oramos por los que oran por nosotros, para que el Señor los mantenga fieles a su vocación y a su misión en el seno de la Iglesia y para el bien de la humanidad.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
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