Virgen y Madre

Carta Pastoral del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández González.

La cercanía de la Navidad pone delante de nuestros ojos la figura de María, la Madre de Dios. El Niño que nace es el Verbo eterno, y nace como hombre verdadero de una mujer, cumplido el tiempo normal de gestación en su seno materno. Contemplamos a María con su vientre abultado. Santa María de la esperanza. Y de esa contemplación brota la admiración, recogida en la liturgia vespertina de estos días en las antífonas de la Oh!. Santa María de la O, en la expectación del parto. Con qué admiración nos invita la Iglesia a vivir estos días inmediatos al nacimiento de Jesús.

La admiración brota espontánea, porque esta madre es virgen. Ha concebido a su hijo sin concurso de varón, por la acción milagrosa del Espíritu Santo en su vientre. Ha concebido a su hijo sin perder la gloria de su virginidad. Se trata de una virginidad de plenitud. María ha consagrado su cuerpo y su alma al Señor, y antes de convivir maritalmente con su esposo José, recibe el anuncio del ángel que le pide su consentimiento para ser madre del Hijo eterno, madre de Dios. Y María dijo: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Y “el Verbo se hizo carne” en su vientre virginal.

La virginidad de María no consiste en ninguna carencia, no es una merma, no es un defecto o impotencia. La virginidad de María consiste en una plenitud de vida jamás conocida. María engendra a su Hijo divino, dándole su propia carne y su sangre, a la que se une un alma humana dotada de entendimiento y voluntad. Hombre completo y verdadero. María se parece de esta manera al Padre eterno, que engendra en la eternidad al mismo Hijo sin colaboración de nadie, por plenitud pletórica de vida en Dios. Este Hijo es de la misma naturaleza del Padre. Dios verdadero y completo. Una sola y única persona, la divina, que sin dejar de ser Dios se hace hombre verdadero. Es el misterio de la encarnación realizado con la colaboración singular de María la Virgen y Madre.

María es virgen antes del parto, es decir, concibe virginalmente por plenitud de vida, sin concurso de varón. La unión complementaria del varón y la mujer es el camino ordinario, inventado por Dios, por el que todos venimos a la vida. El hijo es fruto del abrazo amoroso de sus padres. En María, el fruto bendito de su vientre, que es Jesús, nace sólo de ella y por eso se parece totalmente a ella y sólo a ella. María es virgen también en el parto, pues su Hijo no menoscabó la integridad de su madre, sino que la santificó. Si el parto es una lucha desgarradora entre el hijo y la madre, Jesús fue dado al mundo sin desgarro, con la plena oblatividad de una madre que no lo retiene para sí, sino que lo da generosamente sin ser posesiva. María es virgen después del parto. Su cuerpo fue totalmente para Jesús y sólo para Él. María no tuvo más hijos ni jamás tuvo relaciones matrimoniales con José. Permanece virgen para siempre.

La virginidad de María es el sello de garantía de que el fruto de su vientre es divino. Si María no es virgen, Jesús no es Dios. Pero este que nace es el Hijo eterno, Dios como su Padre, y la virginidad de su Madre garantiza la identidad del Hijo. Y la identidad divina del Hijo hace que este parto sea singular. La fe cristiana afirma al mismo tiempo que el Hijo que nace es Dios y que la Madre que lo trae al mundo es virgen. No se entiende lo uno sin lo otro. Por eso, la liturgia nos invita a la admiración, a la contemplación extasiada del Niño que nace y de la Madre virgen que lo da a luz. Esto es la Navidad.

Feliz y Santa Navidad para todos, de vuestro Obispo: 

+ Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba

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