Un niño que siembre amor y cosecha esperanza

Hace tiempo ya que nuestras calles y plazas, los escaparates de los comercios y los balcones, se han engalanado de luces brillantes y colores llamativos que anuncian que algo grande va a pasar. Pasará, sí, porque el mundo gira muy deprisa y pronto se nos “venderán” otras experiencias. Mirar más allá de ese esplendor fugaz nos reclama estar atentos para que no nos pase desapercibida la luz humilde pero eterna que se enciende en un pueblo remoto de Palestina

 

En un mundo obscuro, lleno de sombras de pecado y de muerte, Dios quiso encender una luz pequeña pero poderosa, que alumbra al mundo entero. Lo hizo en Belén. Sus padres, José y María, habían acudido a empadronarse obedeciendo el mandato del rey Herodes. Y, como no había sitio para ellos en ninguna posada, por ser una familia humilde y sencilla, tuvieron que resguardarse en un pobre portal. Allí, rodeado de animales, nació el Niño. Dios se hizo hombre adoptando la forma más humilde, la forma de un Niño indefenso y frágil, y se hizo hombre por amor al hombre, para mostrar que hasta la persona más humilde merece su amor, para darnos a entender hasta qué punto ama la condición humana. De igual modo, nació marginado para hacer patente que todo marginado es también hijo de Dios y que ninguno queda fuera de la órbita de su amor.

 

Al contemplarlo en la cuna, no sólo nos sentimos amados por él, sino que también percibimos su llamada a amar a los que, como él, viven en la marginación y en la pobreza. Dios se hizo niño para enseñarnos a amar, para enseñarnos la necesidad de cuidarnos los unos a los otros. Lo hicieron con él los más pobres, los pastores, que le llevaron requesón y miel. Lo hicieron los vecinos, pero también los sabios llegados de oriente, gente noble y pudiente que también le ofreció sus regalos. Aquella familia no hubiera podido sobrevivir sin el cuidado amoroso del Padre, expresado tiernamente por los vecinos, pero también por los llegados de lejos.

 

Definitivamente, hay otra Navidad: la Navidad de un Dios que se hace niño para salvarnos, mostrándonos al mismo tiempo su amor a los pequeños y excluidos. Hay otra Navidad, la de aquellos que, fieles a su llamada, se dedican a cuidar y acompañar a los que, como Jesús, carecen de alimento, ropa, vivienda, salud, dignidad. Me refiero, en primer lugar, a los voluntarios que recogen alimentos y los reparten, a los que acompañan a personas solas y agobiadas por el peso de la vida, a los que acogen a los inmigrantes porque no encuentran ninguna posada disponible… Nunca les agradeceremos lo suficiente su testimonio. Me refiero asimismo a los que ofrecen recursos materiales, a los que dan formación, a los que oran por ellos. Gracias también.

 

A punto de concluir el Jubileo de la Esperanza, agradecemos a Dios que, como nos recuerda el misterio de la encarnación, el Misterio de Belén, con su amor ha devuelto la esperanza al mundo entero. Estamos seguros de que, la única manera de cosechar la fruta madura de la esperanza, es sembrar amor. Damos gracias al Señor igualmente porque nos hace partícipes de esa siembra aportando trabajo y colaboración para que a nadie le falte lo necesario para vivir con dignidad, una dignidad que no se mide sólo por el bienestar material y la inclusión social, sino también por el conocimiento de Jesucristo y la vida en gracia, dentro de una Iglesia comunitaria y misionera. Sembrando amor, cosecharemos una esperanza inagotable.

Que el Niño Dios os bendiga. ¡Feliz Navidad!

+ Jesús, Obispo de Córdoba

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