Un corazón vivo y palpitante de amor

Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández

Llegamos a la fiesta solemne del Sagrado Corazón de Jesús, el viernes después del Corpus. Es la celebración del amor de Dios, que se ha expresado hasta el extremo en el corazón humano de Jesús, herido de amor por nuestros pecados.

La devoción y el culto al Sagrado Corazón se acentúa en el contexto de la reforma católica en el ambiente de la reforma protestante. Frente a posturas que hablan de la justicia vindicativa de Dios y del castigo divino por el pecado humano, el Sagrado Corazón nos recuerda que ha sido el amor, sólo el amor, el que ha movido a Dios en su relación con los hombres. Y que ese amor perdura, a pesar de los muchos pecados de los hombres. Es más, que ese amor es capaz de sanar todas las heridas del pecado y es capaz de reciclar todo el odio humano para convertirlo en amor verdadero y duradero. Sólo el amor es capaz de transformar el mundo y la historia, nunca será el odio ni la venganza humana.

El misterio central de la fe cristiana es una persona: Jesucristo, el Verbo de Dios hecho carne en las entrañas virginales de María. Dios verdadero y hombre verdadero. En la humanidad de Cristo, en su corazón humano, nos llegan todos los tesoros de Dios para los hombres. Y en ese corazón humano todos los hombres podemos devolver lo que hemos roto, puede repararse lo deteriorado en el corazón humano. El Corazón de Cristo se ha convertido en el punto de encuentro de Dios con los hombres y de los hombres con Dios.

Decía nuestro San Juan de Ávila: “Sepan todos que nuestro Dios es amor” y dedicó a este eje de la vida cristiana muchos de sus escritos, además del Tratado del Amor de Dios. Pues ese amor de Dios se ha hecho carne en el corazón humano de Cristo, nuestro Señor. Y el corazón de Cristo es todo un símbolo de ese amor. Por eso la devoción y el culto al Corazón de Jesús nos está recordando constantemente el centro y la síntesis de la vida cristiana: que Dios es amor.

El símbolo del corazón nos habla de amor. Ese corazón está llagado por la lanza del soldado en la Cruz, ha sido herido por nuestros pecados, porque a Dios nuestros pecados le entristecen y le ofenden. Pero de ese corazón brota agua y sangre, para lavar nuestras manchas y redimir nuestros delitos. Es un corazón del que solo mana amor, capaz de sanar nuestros desamores, nuestras heridas. Un manantial permanente de amor, para que acudamos a él todo el que tenga sed de vida y de amor.

Es un corazón coronado de espinas. La burla con la que los soldados le encasquetaron esa corona es el resumen de nuestras frivolidades al tratar superficialmente el amor. Y, sin embargo, esa corona de burla es el símbolo de que Cristo es rey de verdad, no de burla. Es el único que puede poner orden en nuestro corazón y en la sociedad, porque ha ofrecido su vida para la reconciliación de todos. La fuerza del amor de Cristo es más potente que todas nuestras frivolidades, aprendemos a amar acercándonos a ese Corazón. El Amor no es amado, es incluso ofendido. Pero ese Amor ha reaccionado ante nuestros pecados con un amor más grande.

En el símbolo del corazón aparece una llama de fuego, queriéndonos decir que ese Corazón es un horno de amor, que quema nuestras impurezas, que aquilata nuestras virtudes, como se quilata el oro en el fuego. Un amor que no se agota nunca, que nunca se cansa de amar. La religión cristiana es la religión del amor, en ella no tiene ninguna justificación ni el odio, ni la venganza, ni la injusticia, ni la violencia, ni la explotación del hombre por el hombre, ni el abuso, ni la manipulación, ni la marginación o el descarte. Sólo el amor vencerá todas nuestras limitaciones y delitos. Acercándonos al Corazón de Cristo aprendemos a amar con los sentimientos de ese mismo Corazón, hasta implantar en el mundo la “civilización del amor”. Aprendamos en nuestras familias a amar así, entronizando el Corazón de Cristo en el centro de los hogares. Aprendamos en nuestra sociedad a introducir cada vez más el amor que brota de este Corazón. Aprendamos en la vida pública, en la vida política, a sembrar este amor, nunca el odio ni la crispación. Aunque parezca atajar el camino, el odio y la crispación retrasan siempre el progreso. El amor de Cristo nos enseña un camino de prosperidad cuando ll llevamos a la práctica.

Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío.

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández

Obispo de Córdoba

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