Tomás, el agnóstico, en el domingo de la Divina Misericordia

Carta Pastoral del Obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández, en el II Domingo de Pascua. Queridos hermanos y hermanas:

A los ocho días de la resurrección del Señor, concluyendo la octava de Pascua, celebramos el domingo de la Divina Misericordia, domingo in albis, porque los nuevos bautizados dejaban la túnica blanca del bautismo. El evangelio de este domingo nos presenta a Jesús resucitado que se aparece de nuevo a los apóstoles en el Cenáculo, con el saludo que trae la paz: “La paz esté con vosotros” (Jn 20, 21). Una paz que no viene del mundo ni de las componendas humanas, sino que es un don de Dios y que el corazón humano tanto ansía.

En esta ocasión está también Tomás, el ausente del domingo pasado, el que estaba fuera de la comunidad, haciendo su vida, cuando Jesús vino al Cenáculo ya resuctiado. Los apóstoles se lo contaron a Tomás, y Tomás no les creyó. Para Tomás no era suficiente el testimonio de los demás apóstoles ni la alegría rebosante con se lo contaban. Él no lo había visto, no se había encontrado personalmente con Él.

“Si no lo veo, no lo creo”, pensaba Tomás con una mezcla de indiferencia y escepticismo después de lo vivido en torno al Calvario y con un poco de envidia e inseguridad que se refugia en el desprecio. Seguro que en el fondo deseaba encontrarse con Jesús, pero se había declarado agnóstico, la postura cómoda del que ni siquiera busca a Dios, aunque tampoco se encuentra a gusto consigo mismo ni con su actual situación.

Y en estas, a los ocho días aparece de nuevo Jesús en medio de sus apóstoles. “La paz esté con vosotros”. Y se dirige a Tomás el incrédulo. Jesús conoce bien de dónde cojea Tomás, pero no le reprocha nada. Él ha venido a buscar no a los justos, sino a los pecadores. Hoy Jesús ha venido a buscar a Tomás, a encontrarse con él, a hacerle partícipe de su gozo. Jesús busca a cada hombre, a cada persona. Y los busca, no porque necesite de nosotros. Él está en la gloria. Nos busca, porque quiere hacernos partícipes de su gozo y de su gloria. Cuando uno quiere a otra persona, quiere comunicarle al otro los bienes que él tiene.

Jesús, al acercarse a Tomás, se pone a su altura. Tomás había dicho: “Si no meto mi mano en su costado, no creeré” (Jn 20, 25), y Jesús le dice precisamente eso: “Trae tu mano y métela en mi costado” (Jn 20, 27).

La fe viene de lo alto, es un don de Dios, nunca una elucubración humana ni el fruto de un esfuerzo nuestro. La fe no es fruto de la razón. Pero, al mismo tiempo, la fe no va contra la razón, sino que se hace razonable verificándose en los signos que Dios pone a nuestro alcance. Jesús le da señales a Tomás de que Él está resucitado, de que ha superado la muerte y está vivo de una manera nueva. Satisfecha esa pregunta, Tomás está abierto al don de la fe que Jesús le infunde en su corazón.

“Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28), dice Tomás en actitud adorante, postrado de rodillas ante su Señor. Tomás entonces vio a Jesús con ojos nuevos, se encontró con Jesús resucitado, y él mismo se sentía un hombre nuevo.

La gran misericordia que Jesús ha tenido con Tomás, por causa de su incredulidad, es la misericordia que Jesús quiere tener con cada uno de nosotros, que somos pecadores como Tomás. La incredulidad de Tomás ha sido ocasión para una misericordia más grande, pues donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia. En estos días de Pascua nos acogemos especialmente a esa Divina Misericordia y le pedimos a Jesús que nos salga al encuentro como lo hizo con Tomás, el incrédulo.

Con mi afecto y bendición:

+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba

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