Todos, a la viña del Señor, y sin envidias

Carta Pastoral de Mons. Demetrio Fernández González, Obispo de Córdoba.

“Id también vosotros a mi viña y os daré lo que sea justo” (Mt 20,4), nos dice el Señor en este domingo. Trabajamos para Dios y a Él hemos de dar cuenta, y trabajamos para el servicio de los hermanos. Vamos caminando hacia la plenitud a la que Dios nos llama, a la santidad, en la fidelidad a estos dos amores, servicio a Dios y a los demás. 

Pero cada uno lo hace a su ritmo, según su estado de vida, según la vocación específica que ha recibido de Dios. Y según la hora en que Dios le llama a trabajar en su viña. A unos, a la hora de tercia; a otros, a la hora de nona. A unos, en la entrega de su vida, viviendo la vocación matrimonial, esposo y esposa, prolongados en los hijos. Ahí está la escuela de santidad para ellos. A otros, en la donación de su vida totalmente consagrada a Dios, como una oblación perenne, en la virginidad, la obediencia y la pobreza, recordándonos a todos los valores definitivos del Reino. A otros, entregados como el Buen pastor al cuidado de las ovejas y convocando a todos a la comunión eclesial. No como déspotas sobre la heredad de Dios, sino convertidos en modelo del rebaño (1Pe 5,3) 

En esta viña y en esta empresa, que no conoce desempleo, todos tienen un lugar. Una empresa que tiene como pago final de los trabajos un “jornal de gloria”. Una empresa en la que Dios es el dueño y nosotros los viñadores, cada uno con sus dones y carismas, en la comunión eclesial con los pastores que el Dueño ha puesto al frente de su viña y reconociendo los dones dados a otros, que son también para mí. 

A veces en esa misma viña y en esos viñadores se cuela la envidia, que merma la comunión y siembra la discordia. A eso se refiere Jesús en la parábola de este domingo. El Dueño fue llamando a las distintas cuadrillas contratadas a distinta hora. Y algunos, que habían trabajado más tiempo, se compararon con los otros, acusándoles de que habían trabajado menos y habían recibido lo mismo. El Dueño, que cumplió en justicia dando a cada uno lo contratado, no dio a todos por igual. Y es que el amor de Dios y los dones de Dios son desiguales. Dios ama a cada uno según la medida que Él establece, no según los parámetros que yo tengo. Me basta saber que a mí me ama infinitamente, que conmigo se ha desbordado su amor, que ese amor ha colmado las aspiraciones más profundas de mi corazón, y que mi respuesta a su gracia alcanzará un premio de gloria, en el que se manifestará abundantemente su misericordia. Para qué quiero más, si yo estoy repleto. 

Pero si yo empiezo a compararme con el otro, lo primero que sucede es que considero al otro ajeno y distante de mí. Como si lo que le dan al otro me lo quitaran a mí, y entonces brota la tristeza de lo que a mí me falta, es decir, de lo que al otro le han dado. Esta es la envidia, que ante todo produce la tristeza del bien ajeno. Ya desde niños brota en nosotros ese sentimiento, que a muchos les cuesta una enfermedad o varias. En los adultos es más disimulado este vicio, pero a veces incluso es más intenso. Jesucristo ha venido a curarnos de la envidia con un amor desbordante por su parte hacia nosotros, de manera que cada uno nos sintamos plenamente queridos por Él. Ahora bien, la envidia es insaciable, y aunque te dieran el doble de lo que tienes, al ver que a otro le dan algo, pensarás siempre que te lo quitan a ti. La envidia sólo se cura si te sientes plenamente amado por el Señor y si los dones que Dios ha dado al otro los consideras también como propios. “¿Es que vas a tener envidia de que yo sea bueno?”, le pregunta el Dueño al viñador que se queja envidioso. En el fondo, la envidia, que se produce en la relación horizontal con los demás, es una ofensa vertical a Dios. La envidia incluye la desazón de pensar que Dios no me ama lo suficiente, por el simple hecho de que ama a otros y les hace partícipes de sus dones.  

Al comenzar nuestras tareas del nuevo curso, sumemos los dones recibidos a los que otros han recibido también, sepamos estimar los dones ajenos, incluso cuando son mejores que los míos, ya que Dios también me ama a mí infinitamente, y de esta manera se multiplica la comunión al considerar lo propio y lo ajeno como don de un Dios que nos ama exageradamente a cada uno. 

Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba  

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