Subió a los cielos

A los cuarenta días de su resurrección, el Señor subió a los cielos. Es la fiesta de la
Ascensión, que se cumple este año el jueves 9 de mayo, y es trasladada al domingo
siguiente, este año el 12 de mayo. El domingo siguiente celebraremos la venida del
Espíritu Santo en Pentecostés.
Este misterio de Cristo nos presenta varios aspectos para contemplar. En primer lugar,
Jesús sube al cielo porque es su casa. Su venida a la tierra ha sido temporal, como lo es
para nosotros, que no tenemos aquí morada permanente. Nuestra patria es el cielo.
Ahora bien, Jesús sube al cielo llevándose la humanidad consigo, la suya y la nuestra.
Llevando al cielo esa nueva creación, que brota de la resurrección.
El misterio de la Ascensión nos invita a mirar al cielo, que es nuestra patria. No faltan
quienes nos reprochan que de tanto mirar al cielo, nos olvidamos de la tierra y nos
olvidamos de la tarea de transformar este mundo para hacerlo según Dios. Los santos,
nuestros hermanos que nos ha precedido, han tenido los ojos fijos en el cielo, fijos en
Jesucristo, nuestro Señor y Redentor, que se ha ido a prepararnos sitio para estar con él.
Y los santos han sido las personas que más han transformado la historia humana. En esa
mirada a Jesucristo descubrimos continuamente nuestra vocación en este mundo, según
los distintos caminos de cada uno. La mirada y la esperanza del cielo es un estímulo
permanente para afrontar nuestras obligaciones en la tierra. Más aún, no hay mejor
estímulo, a prueba incluso de fracaso. Cuando todo falla, cuando todo se termina, nos
queda aún el cielo y la esperanza firme de estar con Él para siempre, que es nuestra
meta.
El cielo, por tanto, no es una rémora, sino el más potente impulsor de la transformación
de este mundo. El cielo es el factor más eficaz para el progreso. Miremos al cielo para
superar con esperanza todas las dificultades de la tierra. Si nuestro mundo y la época
contemporánea padecen algún mal, es precisamente la falta de esperanza que brota de
no mirar al cielo, a la vida eterna. La esperanza del cielo no nos aliena, sino que nos
compromete a fondo. La falta de esperanza en el cielo nos hunde en una desesperanza,
que provoca el mayor de los aburrimientos en este mundo.
El misterio de la Ascensión tira de nosotros para arriba. No quedamos prendidos en las
cosas de este mundo, sino que por el misterio de la Ascensión somos invitados a
elevarlo todo, para divinizarlo todo, para hacerlo todo más humano.
Jesucristo con la Ascensión termina esa temporada de hacerse visible y tangible, para
hacernos vivir de la fe y desde la fe. Es la hora del Espíritu Santo, que brota a
borbotones del Corazón de Cristo. Durante su vida terrena, Jesús llamó a los que quiso,
se acercó a las muchedumbres, curó a los enfermos, perdonó los pecados. Con su
muerte y resurrección ha realizado plenamente la redención del mundo, cuya fuerza
viene del Espíritu Santo, y prolonga su presencia y su eficacia en la Eucaristía y demás
sacramentos.
Nuestra unión con Cristo se realiza ahora en la fe y en el amor, de manera que los
sentidos quedan colgados e insatisfechos. No pretendamos, por tanto, satisfacer nuestros
sentidos y nuestros sentimientos con cosas de la tierra, con personas, con

acontecimientos de aquí. Entremos en la órbita de la fe y del amor, que vienen de lo
alto, para crecer en esa purificación continua, que nos hace espirituales.
La fiesta de la Ascensión es fiesta de misión. Somos enviados a evangelizar el mundo
entero. El mandato misionero de Jesús se produjo en el momento de la Ascensión.
Acojamos ese mandato hoy para llevarlo a cabo con el impulso que Jesús desde el cielo
da a su Iglesia, enviándole su Espíritu Santo.
Recibid mi afecto y mi bendición:

+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba

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