La única meta del hombre en la tierra es ser santo. Y no porque nosotros nos
empeñemos en ello, cosa imposible, porque supera nuestras fuerzas; sino porque es la
vocación a la que Dios nos llama. “Esta es la voluntad de Dios: que seáis santos” (1Ts
4,3). La cercanía de la fiesta de Todos los Santos es ocasión propicia para revisar esta
vocación fundamental de nuestra vida, la llamada a la santidad. Y preguntarnos cómo
respondemos a este designio de Dios sobre cada uno de nosotros.
El Papa Francisco nos enseña: “No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y
liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no
te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia.
En el fondo, como decía León Bloy, en la vida «existe una sola tristeza, la de no ser
santo»” (Gaudete et exultate 34).
Sí, sólo hay una tristeza, la de no ser santo. Y ya lo decía el clásico castellano: “Porque
al fin de la jornada, aquel que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada”. El mayor éxito
de nuestra vida es llegar a la santidad a la que Dios nos llama. Y el mayor fracaso sería
quedarse a mitad de camino o frustrar esa llamada de Dios.
Los santos que celebramos en la fiesta del 1 de noviembre son todos aquellos,
canonizados o no, que han llegado a la meta. En el conjunto de toda la humanidad, los
santos suponen un caudal de bien, una reserva de amor, que nos hacen mirar la historia
con esperanza. Es verdad que abunda el pecado en todas sus manifestaciones: el odio, la
venganza, la injusticia, el olvido de Dios y el apartamiento de sus mandatos. Ahí están
las expresiones de todo eso: guerras, violencias, atropellos de los derechos humanos,
estropicio de la naturaleza creada.
Pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (cf Rm 5,20), nos recuerda san
Pablo. Y esto no es una teoría, sino la vivencia concreta de millones de santos, que han
volcado su amor en ese caudal que transforma la historia. Cada uno de nosotros puede
contribuir a ese caudal que sana todas las heridas y recicla todos los males. Donde hay
odio, venganza, violencia, injusticia, abunde el amor, la entrega, la construcción de un
mundo más humano según el plan de Dios. Es mucho mayor el bien acumulado por la
vida de los santos, que el mal que el hombre genera cuando se aparta de Dios.
La fiesta de todos los Santos es un canto a la belleza de la santidad que ha resplandecido
en tantas personas, hombres y mujeres, niños y ancianos, jóvenes y matrimonios,
religiosos consagrados y pastores de la Iglesia. Esos son los que construyen la historia
en sentido positivo, transformando el mal en bien, como ha hecho Jesucristo desde la
Cruz: ha cambiado el pecado y todos los males del mundo, que han caído sobre él, en
manantial de amor, que brota de su Corazón traspasado.
Pero, ¿será posible llegar a ser santo? ¿No es algo admirable, pero inalcanzable para
nosotros? No, la Iglesia y su Magisterio constante nos enseñan que la santidad es para
todos. Podrá ser una santidad brillante y deslumbrante, o podrá ser una santidad de la
vida ordinaria, de la puerta de al lado. Lo nuclear de la santidad es conformar nuestra
voluntad humana con la voluntad divina, lo esencial es parecerse a Jesucristo y tener los
sentimientos de su Corazón.
Es tarea de toda la vida, y vale la pena ponerse a ello continuamente. Dios con su
infinita misericordia es capaz de hacerlo en nosotros. La fiesta de todos los Santos nos
anima a ello.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.