Carta Pastoral de Mons. Demetrio Fernández, Obispo de Córdoba, en tiempo de Cuaresma.
En el camino hacia la Pascua nos encontramos este domingo con el evangelio del ciego de nacimiento, signo de la situación de pecado en que nacemos, y signo del poder de Jesús que ha venido para que veamos, es decir, para curar nuestra ceguera de nacimiento y hacernos entrar por la fe en otra esfera de conocimiento.
También nosotros padecemos cegueras parciales o totales. Mucha gente de nuestro entorno, incluso amigos y familiares cercanos, no tienen fe. Y por tanto, no ven lo que puede ver un creyente. Y nosotros mismos, los creyentes, constatamos que cuanto más viva está nuestra fe, más capaces somos de ver las cosas como las ve Dios. Una fe viva es como una lámpara en lugar oscuro, disipa toda tiniebla. Una fe débil ilumina sólo para no caerse y apenas puede verse toda la amplitud del horizonte.
Qué precioso es el don de la fe. La fe es un regalo de Dios, que no anula nuestra capacidad de conocimiento humano, sino que la eleva. La razón y la fe no son incompatibles entre sí. Son como dos hermanas –una mayor y otra menor– que van de la mano por el camino de la vida. La razón ve aquello que razona, hasta donde llega su alcance. La fe, sin embargo, es como la hermana mayor que le cuenta a la más pequeña todo lo que su visión alcanza, un panorama que sólo desde Dios puede contemplarse. Las dos disfrutan cuando ponen en común lo que cada una ve. Aún siendo diferente el alcance de cada una y las cualidades de su visión, no están reñidas entre sí, sino que son complementarias para el sujeto y para la libertad humana.
A muchos contemporáneos les gusta contraponer la fe y la razón, como si la una excluyera la otra. Hay quienes acusan de mentecato al creyente, como si el creyente estuviera atontado por ver las cosas desde la fe. Se pone de moda ser no creyente, como logro de una adultez y de una superioridad que proporcionaría la razón privada de la fe. Nada más lejos de la realidad.
El creyente no está disminuido por ser creyente. No pierde nada de su racionalidad y de su libertad. Pero además, su racionalidad llega a plena perfección cuando se abre a la fe, a otra dimensión superior que sus simples ojos humanos no pueden ver. Le viene como un don de arriba, sin negar la capacidad que la persona tiene en sus ojos humanos.
Por ejemplo, ante la realidad de la muerte, la razón humana no tiene alcance para explicar a la persona el sentido último de esta realidad que nos atenaza continuamente. La razón humana puede llegar a percibir que la muerte no es el final fatal, pero no puede explicar todo el porqué de este misterio, que fuera de Jesucristo nos aplasta (cf. GS 22).
Jesucristo, sin embargo, ha iluminado el corazón humano con la luz de su propia resurrección, y a la luz de esta realidad nueva, toda persona puede entender que después de la muerte su vida continuará más feliz aún que aquí en la tierra. Lo que la razón no alcanza, la fe lo acerca. Y toda persona creyente puede disfrutar de una vida que le espera más allá de la muerte, y que ya ha comenzado en su propia existencia aquí en la tierra por el bautismo.
Hemos de suplicarle al Señor el don de la fe, y de una fe intensa que sea capaz de iluminar ampliamente todas las realidades de nuestra vida. Esa fe la recibimos en el bautismo, y hemos de alimentarla continuamente con la oración, los sacramentos y las buenas obras. Como el ciego de nacimiento, le decimos: ¡Señor, que vea! La cuaresma nos conduce a la noche santa de la resurrección, donde la luz de Cristo resplandecerá y disipará todas nuestras tinieblas, todas nuestras cegueras.
Con mi afecto y bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba