Carta del obispo de Córdoba, Mons. Demetrio Fernández
Celebramos en estos días la gran fiesta del Corpus Christi. Debería ser este jueves y ha sido trasladada al domingo. Es una fiesta que brota del jueves santo, cuando Jesús reunido para la última cena con sus apóstoles, instituyó el sacramento de la Eucaristía y el sacramento del Orden sacerdotal, al tiempo que nos dejaba el mandato del amor fraterno. Es una fiesta de grande gozo en honor de nuestro Señor. Es una fiesta para agradecer un don tan inmenso. Es una fiesta para revisar nuestro acercamiento a este divino sacramento, si lo hacemos en condiciones apropiadas y si produce el fruto que pretende.
Tenerlo tan cerca que hasta lo puedo tocar es un signo de su cercanía. Pero puede también prestarse a considerarlo ordinario y rutinario, como si nos acostumbráramos a lo extraordinario al convertirlo en cotidiano. Necesitamos esta fiesta para dejarnos invadir por el asombro, al considerar que está vivo y glorioso en el sacramento, y que a través de este ingenioso invento Jesús se hace contemporáneo, eternamente joven, a cada uno de nosotros, en cada generación, para acompañarnos en el camino de la vida. Eso es lo que queremos expresar y vivir en la procesión del Santísimo Sacramento, este año más reducida por las circunstancias que vivimos.
En el sacramento eucarístico Jesús cumple su palabra de estar con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Cómo hemos notado no poder acercarnos a recibirlo sacramentalmente durante estos meses de pandemia. Que la fiesta de este Corpus nos acerque a él en nuestra parroquia, en nuestra comunidad, en la adoración eucarística, en la celebración de la Misa. Necesitamos sentirlo cerca, poder abrazarlo, comerlo sacramentalmente, reposar este alimento de vida eterna en el silencio de nuestro corazón, entablar ese diálogo de amor con quien sabemos que nos ama.
El amor de Cristo hacia cada uno de nosotros no es una teoría, no son bellas palabras. Es una realidad muy consoladora. Cuando profundizamos en ella, constatamos que este amor le ha llevado a Jesús a entregar su vida por mí y por todos los pecadores, para hacernos caer en la cuenta del absurdo del pecado, del desastre de nuestro alejamiento de Dios. Y al mismo tiempo, teniéndolo cerca, podamos percibir los abundantes bienes que trae consigo estar con él, abrir nuestro corazón a su presencia y a su acción todopoderosa, saciar nuestra hambre y nuestra sed de su amor sin medida. Hemos nacido para amar y ser amados. La Eucaristía es punto de encuentro de esta necesidad vital tan honda.
Comer la carne gloriosa de Cristo nos sitúa en clima eucarístico, es decir, de ofrenda, de entrega. No comemos la carne de Cristo para la autocomplacencia, sino para dejarnos contagiar de la entrega que le ha movido a Jesucristo a dar su vida por mí, por nosotros. Para qué vale la vida, sino para entregarla en amor, para gastarla por Dios para los demás. Jesucristo nos introduce en la perspectiva de la vida eterna, que ya ha comenzado por el bautismo y no acabará nunca, ni siquiera quedará truncada por la muerte. Y en esa perspectiva, la tarea es la de redimir a los que pasan la vida como esclavos para llevarlos a la libertad gozosa de hijos de Dios. La eucaristía infunde en nosotros ese dinamismo de la donación de sí mismo, de gastar la propia vida para que otros tengan vida en abundancia.
El amor fraterno que brota de la Eucaristía ofrecida y comida en la comunión nos conduce al amor fraterno, tal como Cristo nos lo ha enseñado: “Amaos unos a otros, como yo os he amado”, y ese amor incluye el amor a los enemigos. Ese amor incluye estar dispuesto a dar la vida por el otro. El amor cristiano no es un entretenimiento, ni es un juego. El amor cristiano es “darse hasta hacerse daño” (Sta. Teresa de Calcuta). La fiesta del Corpus nos impulsa a acercarnos a todos los que lo pasan mal por una u otra razón. Acercarnos a todos los que son víctima de la injusticia de los demás, a todos los que son explotados y oprimidos. La Eucaristía cambia el egoísmo en amor, la Eucaristía es fuente permanente de esa civilización del amor que brota del Corazón de Cristo. La adoración eucarística es como una “fisión nuclear” de amor, cuya onda expansiva es capaz de transformarlo todo.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba