Carta de D. Demetrio Fernández, obispo de Córdoba
Del 18 al 25 de enero todos los años volvemos a la oración por la unidad de los cristianos. La fecha está en relación con la conversión del apóstol san Pablo, que cambió la vida del apóstol de perseguidor en fogoso predicador del Evangelio de Jesucristo. Él es el “otro” apóstol columna de la Iglesia junto a san Pedro. Pablo vivió la plena comunión con el que Jesús había elegido como roca firme: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Y por caminos diversos edificaron la única Iglesia de Cristo.
En dos mil años de andadura, la única Iglesia de Cristo ha experimentado dos fuertes rupturas, fruto del pecado de los hombres. Y, por tanto, la unidad llegará como un don de Dios y como fruto de la oración y la reparación de unos y de otros. La primera ruptura grande se produjo entre Oriente y Occidente en el siglo XI. Los Papas recientes nos invitan a respirar en la Iglesia con los dos pulmones. Hay riquezas en el Oriente, que no disfrutan los occidentales. Y hay riquezas en Occidente, que no disfrutan los orientales. En esta aldea global en la que hoy vivimos, todas esas fronteras están llamadas a desaparecer. Y la otra gran ruptura se produjo a comienzos del siglo XVI, cuando los protestantes se separaron de Roma y Lutero fue excomulgado. Esta segunda ruptura es más fuerte que la primera, y por tanto requiere mayor profundización porque más profunda es la herida.
Los signos de los tiempos empujan a la unidad de los cristianos, fermento de esa gran fraternidad que nos propone el papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti. Cómo vamos a ser signo de unidad para el mundo, si no llegamos a estar unidos los discípulos del Señor. Y no se trata de hacer a todos iguales, cortados por el mismo patrón. Se trata de vivir la profunda comunión del Espíritu en los elementos esenciales y acoger las múltiples diferencias que nos enriquecen a todos. Después de siglos separados, en cada una de las Iglesias y comunidades ha continuado actuando el Espíritu, y por tanto todos y cada uno podemos aportar riqueza al acervo común.
El lema de este año toma las palabras de Jesús: “Permaneced en mi amor y daréis fruto en abundancia» (”f Jn 15,5-9). Nos invita a la unión personal con Jesucristo, que es la fuente principal de esa unión entre nosotros. No hay fraternidad humana sin Jesucristo. En la parábola de la vid y los sarmientos, Jesús nos invita a estar unidos siempre a la cepa madre para poder dar frutos en abundancia. Lo que nos une es Jesucristo, lo que nos separa son nuestros pecados. Si cada uno vive cada vez más profundamente su unión con Jesucristo en la vida de la gracia, está abriendo de par en par los cauces de la fecundidad para dar frutos en abundancia, frutos de buenas obras, frutos duraderos. Y un fruto precioso es el acercamiento entre hermanos, que tienen a Jesucristo como Dios de Dios, Luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, que se ha hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación, nacido de María virgen.
La unión con Jesucristo se prolonga en su Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo prolongado en la historia. Y aquí suelen aparecer las dificultades. La Iglesia, fundada por Jesucristo sobre el fundamento de los apóstoles con Pedro a la cabeza, es el cauce necesario para la salvación del mundo. La plena comunión con Pedro, con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma, es elemento esencial de la unidad de la Iglesia. Todo el movimiento ecuménico que el concilio Vaticano II ha hecho suyo impulsa a reconocer en Pedro el servicio de la unidad de toda la Iglesia. En nuestra oración por la unidad de los cristianos, oramos por el papa Francisco, que ha recibido del Señor esta preciosa misión de unir a todos en la misma fe y en la misma caridad.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández
Obispo de Córdoba